miércoles, 3 de septiembre de 2008

EL ESCRITOR QUE CONTÓ AL MUNDO LA VERDAD DEL GULAG


Alexander Solzhenitsin, el último disidente

El escritor que contó al mundo la verdad del Gulag



"Desde los 9 años supe que iba a ser escritor, pero no sabía qué iba a escribir. Poco después, me apasioné con el tema de la Revolución, y desde 1936, a la edad de 18 años, nunca dudé sobre cuál era mi tema, y nada podría haberme hecho apartarme de él". Sesenta años después, Solzhenitsin ha concluido su tarea. Pero Occidente no parece interesado, mientras en Rusia sólo un pequeño grupo de fieles mantiene la devoción por el gran disidente. ¿Qué nos deja este extraordinario escritor cuando la llama de la disidencia ha perdido su misión?
Firmado por Miguel Castellví
Fecha: 21 Julio 1999
ACEPRENSA


Desde sus primeros días, la vida de Solzhenitsin está marcada por la Revolución. Su padre, que había luchado en el frente como oficial de artillería, muere en accidente de caza en junio de 1918, pocos meses después de la toma del poder por los bolcheviques. Solzhenitsin nacerá en diciembre, y la figura de su padre, que no pudo conocer, adquiere perfiles heroicos en su imaginación infantil. Tanto la familia materna como la paterna perdieron sus posesiones durante la Revolución. El primer recuerdo de Solzhenitsin es su madre que lo levanta por encima de las cabezas de los fieles de la iglesia del pueblo mientras un grupo de soldados rojos atraviesa la nave.

De su familia recibió una formación cristiana, aunque al final de la adolescencia se dejó deslumbrar por la ideología marxista. Años más tarde recuperó la fe y ahora es un devoto ortodoxo. Cursó con brillantez estudios universitarios de matemáticas y física. En 1941 se alistó voluntario en el Ejército Rojo –"no se puede ser un gran escritor ruso sin haber estado en el frente", parece ser que dijo–, y alcanzó el grado de capitán de artillería. Sus experiencias bélicas cuajaron en el poema Noches de Prusia.

Estaba al mando de una batería en el frente de Prusia, muy cerca de Kaliningrado (Königsberg), cuando en febrero de 1945 fue detenido. El servicio secreto militar había interceptado sus cartas a otro oficial, gran amigo suyo, en las que criticaba a Stalin. Condenado a ocho años de prisión, fue desterrado a Kok Terek, en la estepa de Kazajstán. Allí se le diagnosticó un cáncer, del que se salvó. La enfermedad, el tratamiento en el hospital de Tashkent y su curación dio origen a un gran relato, Pabellón del cáncer. En 1956 llega la rehabilitación y el retorno a Moscú.

Escritor en el Gulag
Desde que era estudiante de bachillerato escribía sin cesar. En el frente redactó un diario, incluso bajo los bombardeos. Esos cuadernos fueron destruidos por el KGB tras su detención: el propio Solzhenitsin describe su alivio –los diarios contenían textos comprometedores para muchos amigos suyos– y su pena por la pérdida de sus notas, que le habrían sido de gran utilidad para su proyecto de crónica de la Revolución.

Corriendo graves riesgos, continuó escribiendo en el Gulag. Una tarde, cuando ya no había luz, el viento le arrancó de las manos uno de sus apuntes. Pasó la noche sin dormir: si los guardias hubieran encontrado el papel, le habría costado muy caro. Pero sus oraciones fueron escuchadas, y cuando salió el sol, en un montón de basura pudo encontrar la nota. Nunca más volvió a arriesgarse. Y en vez de escribir, memorizaba sus poemas ayudándose de rosarios de migas de pan confeccionados por católicos lituanos compañeros de prisión.

La creatividad le salía por los poros de la piel, e incluso en el Gulag recitaba poesía para los presos. Uno de sus compañeros de destierro recuerda que él y su mujer pasaron una noche entera oyendo a Solzhenitsin que recitaba para los dos solos su obra de teatro El ingenuo y la complaciente, inspirada en una experiencia personal en el campo de trabajo de Kaluga. Tras su rehabilitación enseñó en la escuela de un pueblo cercano a Moscú (allí le pasó lo que cuenta en uno de sus mejores relatos, La casa de Matriona), y más tarde en un instituto de Ryazan. 1959 fue un año decisivo: empezó a recoger datos para Archipiélago Gulag, hizo el borrador de El primer círculo y redactó Un día en la vida de Iván Denísovich.

Un nuevo Gogol
En diciembre de 1961, Alexander Tvardovsky, buen poeta, editor de la revista literaria Novi Mir, leyó el manuscrito de Un día..., que había sido rechazado por otras publicaciones. Tvardovsky se lo llevó a casa un viernes por la noche, para leerlo con tranquilidad. Empezó a verlo en la cama. Cuando se dio cuenta de su importancia, se levantó, se vistió y se fue a su despacho. Luego explicó que aquella obra no podía leerse en batín: "hubiera sido un insulto al autor". Sin dormir, a primera hora de la mañana fue a la redacción de la revista, y con otro escritor, Víktor Nekrasov, brindó con vodka al nacimiento de "un nuevo Gogol", dijo.

Después de una larga campaña que duró casi un año y que incluyó una edición secreta de Un día... para los miembros del comité central del PCUS, en octubre de 1962 consiguió que Jrushchov autorizara la publicación. Cuando se supo la noticia, en la redacción de Novi Mir estalló una salva de aplausos: todos habían leído el manuscrito, por Moscú circulaban copias ilegales, y la publicación se esperaba con ansiedad. En noviembre salía a la luz el libro que cambió la vida de Solzhenitsin y logró difusión mundial en poco tiempo.

Con Un día..., Solzhenitsin entró con pleno derecho en la intelectualidad rusa. "Dentro de un mes, usted será la persona más famosa de la tierra: ¿será capaz de resistir a la fama? Es muy difícil resistir a la fama; Pasternak no fue capaz", espetó a Solzhenitsin Ana Achmatova, la mayor poetisa rusa de este siglo.

La década heroica
Solzhenitsin resistió a la fama, pero el gobierno soviético no fue capaz de resistir a Solzhenitsin. Lo que vino después fue la década heroica de los grandes disidentes: Solzhenitsin, Sajarov, Daniel, Siniavsky... los pocos pero valerosos profetas que denunciaban desde el interior los crímenes del sistema soviético. En el caso de Solzhenitsin, las autoridades comunistas repitieron la historia de Pasternak. En 1971, el Ministerio del Interior elaboró un largo memorándum sobre el trato a los escritores, subrayado por el proprio Brezhnev: "En el asunto Solzhenitsin estamos repitiendo los mismos errores que cometimos con Boris Pasternak. Doctor Zhivago debió ser 'suavizado' y publicado aquí, para así reducir el interés en el extranjero".

Pero, como escribe el historiador Raymond Carr, Solzhenitsin era imposible de suavizar. En 1971, el KGB intenta resolver el problema asesinando al disidente. Durante un viaje al sur de Rusia, el escritor sufre una grave intoxicación; todo indicaba que fue obra de un agente secreto. Tras la caída del comunismo, el hecho fue confirmado por Boris Ivanov, ex oficial del KGB.

Historia personal
En medio de la lucha contra el sistema transcurre la historia personal de Solzhenitsin. En 1940 se casa con Natalia Reshetovskaya. Al conocer la condena, Solzhenitsin –como otros presos políticos a sus mujeres– le aconsejó que pidiera el divorcio. Natalia rechazó esa propuesta, pero tras años de separación y después del traslado de Solzhenitsin a un lager en Kazajstán, cede a la corte que le hace un joven viudo con dos niños. Manda a Solzhenitsin los papeles del divorcio, que el escritor firma sin rechistar. Pero en 1956, cuando de improviso Alexander regresa del exilio y va a verla, el amor de Natalia renace y ella vuelve con él.

Su vida en común durará un decenio. Tras el éxito de Un día..., Solzhenitsin se centra cada vez más en su literatura y piensa cada vez menos en su mujer. Pasa largas temporadas fuera de casa, dedicado a escribir de la mañana a la noche en su casa de campo o en una dacha de Peredelkino, el pueblo de los escritores donde vivió Pasternak. En 1968, Solzhenitsin conoce a Alya –Natalia Svetlova–, una joven licenciada en Matemáticas, separada de su primer marido, que quiere ayudarle en sus investigaciones sobre el Gulag. Solzhenitsin se aleja definitivamente de su primera mujer y vive con Alya. Cuando con sorpresa descubre que esperan un hijo –los médicos de Tashkent que le curaron el cáncer le aseguraron que si se salvaba, no podría ser padre–, decide divorciarse. Con Alya tendrá tres hijos, y se casará en 1973.

Estas aventuras sentimentales se reflejan en los libros de Solzhenitsin, que en su mayor parte tienen fondo autobiográfico. Como si necesitara apoyarse con fuerza en la realidad para construir la ficción. En La rueda roja, el protagonista, el coronel Vorotyntsev, un claro trasunto de Solzhenitsin, está casado con una pianista a la que no ama; durante una estancia en San Petersburgo se enamora de una profesora de historia –Solzhenitsin, en 1964, viajó a Leningrado, donde conoció y se enamoró brevemente de una profesora de matemáticas–; descubierto el "lío", la pianista amenaza varias veces con suicidarse –Natalia, cuando supo que Solzhenitsin vivía con Alya, intentó quitarse la vida con somníferos–. Solzhenitsin, al relatar estos asuntos personales en el marco de una gran tragedia como la I Guerra Mundial, la derrota rusa de 1914 y la Revolución, logra algunas de las mejores páginas de Agosto 1914 y Noviembre 1916.

Exilio y regreso
El enfrentamiento con las autoridades, excepcionalmente duro desde la concesión del premio Nobel en 1970, llega al máximo con la publicación de Archipiélago Gulag en diciembre de 1973 en París. En febrero de 1974, Solzhenitsin es arrestado y expulsado de la Unión Soviética. Pocos días después, Alya y los niños le siguen al exilio. En diciembre, con cuatro años de retraso, Solzhenitsin recibe el premio Nobel en Estocolmo.

En 1976, Solzhenitsin se establece en Estados Unidos con su familia. Allí vivirá casi veinte años, dedicado a La rueda roja, su gran obra sobre la Revolución. Le supone un gran esfuerzo de documentación y redacción, en el que le ayudan su mujer Alya y muchos compatriotas exiliados. Para descansar de ese gigantesco trabajo redacta sus memorias, que considera un simple ejercicio literario.

En 1994, tras la disolución del partido comunista ruso, Solzhenitsin es rehabilitado y regresa a su patria. Allí intenta difundir sus ideas sobre la organización social y mantiene un programa de televisión. Pero, a pesar de su elección como académico, del homenaje público en su ochenta cumpleaños, Solzhenitsin es un personaje extraño a la Rusia de hoy. "Tras su regreso a Rusia –explica su ex secretaria, Irina Alberti–, en Solzhenitsin se ha producido un cambio que me desconcierta. Temo que no comprende del todo la realidad de la nueva Rusia. Denuncia lo que todos saben: la mafia, la corrupción, la delincuencia tan extendida... Desgraciadamente, Solzhenitsin no hace más que repetir tópicos".

En opinión de Alberti, la época de los grandes disidentes, de Solzhenitsin y Sajarov, ha concluido, pero permanece "su gran lección espiritual: la llamada a la verdad y al respeto de la persona humana". Ahora, dice, están los herederos de este mensaje, "un gran número de personas de la actual Rusia que viven de estas aspiraciones y dedican su vida a ponerlas en práctica". Son los "nuevos disidentes", entre ellos miembros de la Iglesia ortodoxa rusa, que sufren censura en su patria, mientras que en Occidente simplemente se ignora su existencia: "No sólo no se los conoce, sino que no se quiere conocerlos". Esto no impide a los nuevos disidentes, "personas libres y capaces de pensar por su cuenta", buscar el modo de oponerse a la nueva prepotencia que les tapa la boca.




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"La rueda roja": un proyecto ciclópeo
La obra de Solzhenitsin sobre la Revolución comprende tres grandes "nudos": la entrada en guerra de Rusia y la primera gran derrota militar en agosto de 1914, la crisis militar y política de noviembre de 1916, y la gran revolución democrática de febrero-marzo de 1917. Es a este tercer nudo al que Solzhenitsin dedica más atención, con cuatro tomos –tres de relato y uno de documentación–, en los que describe las semanas de febrero y marzo de 1917 que vieron la caída del zar y la proclamación del primer gobierno democrático ruso. Solzhenitsin, en cambio, no ha escrito ni una línea sobre el "octubre rojo": para él, la gran revolución fue la de febrero. "El acontecimiento realmente decisivo –explica– no fue la revolución de octubre, que en realidad no fue ninguna revolución. Lo que entendemos por revolución es un acontecimiento masivo y espontáneo, y nada de esto hubo en octubre. La verdadera revolución fue la de febrero, la de octubre no merece ese nombre: fue un golpe de Estado, y durante la década de los años veinte los bolcheviques la llamaban el golpe de Octubre".

El proyecto en el que Solzhenitsin ha empleado más de veinte años de trabajo, por fin ha sido concluido. Pero casi nadie parece interesado. Su fama declina, y mientras en Rusia le acusan de imitar al viejo Tolstoy, en Occidente La rueda roja sufre la peor suerte que puede acontecer a un libro: pasar inadvertido. Aparte de la edición rusa, sólo la editorial francesa Fayard ha publicado el texto completo, una mole enorme de más de cuatro mil páginas. En enero de 1998 salió en francés el tomo III de Marzo 1917, el tercer nudo de esa obra monumental. La rueda roja, en cambio, no ha sido traducida ni al italiano ni al español –sólo existen viejas ediciones de Agosto 1914–, mientras que en inglés hasta ahora sólo se ha publicado August 1914 y November 1916.

En cuanto a Archipiélago Gulag, que costó a Solzhenitsin la expulsión y veinte años de exilio, fue reeditado en Occidente al cumplirse los 25 años de la primera edición. Tras recibir unos pequeños aplausos, se le ha dejado caer discretamente en el rincón de las cosas olvidadas. Pero Solzhenitsin no suelta la presa. Es un escritor compulsivo, y en septiembre del año pasado su mujer anunció las memorias del exilio. Tituladas Cayó el granito entre dos piedras molares, abarcan los años 1974-1994, en su mayor parte vividos en Estados Unidos. Los "ensayos del destierro" fueron escritos entre 1978 y 1994. Novi Mir ha ido publicándolos a lo largo de este año.

Las nuevas memorias son un texto polémico en el que destacan las conocidas opiniones de Solzhenitsin sobre la prensa occidental ("son peores que el KGB", dijo al poco de llegar a Occidente) y las causas de sus desastrosas relaciones con ella, sobre la democracia y la libertad, el comunismo y el nuevo régimen ruso. En la primera parte, publicada en 1975 con el título El becerro y el roble, el escritor relata su larga lucha contra el régimen soviético hasta su expulsión del país.

A pesar de la indiferencia que en Occidente ha caído sobre la obra de Solzhenitsin, en los sectores intelectuales más abiertos y a la vez más conscientes, su mensaje no ha sido olvidado. Solzhenitsin, escribe el pensador norteamericano Richard John Neuhaus, "es una de las grandes figuras de este siglo. Su papel puede ser adecuadamente descrito como profético". En Archipiélago Gulag y otros escritos, ha mostrado sin dejar lugar a dudas la maldad del comunismo. A veces, añade Neuhaus, "reprochó a Occidente su bancarrota intelectual y espiritual, y a su vez fue acusado de moralista incansable y de 'eslavófilo' por nuestros intelectuales".

Sus libros, como Noviembre 1916, son "cualquier cosa menos literatura ligera". "Abordarla es todo un proyecto: el autor mezcla personas, causas, conflictos, confusión, esperanzas y desilusiones de pocas semanas de historia, y se las echa encima al lector, como para decirle: Toma, tienes que pensar a fondo sobre esto; esto es lo que pasó poco antes de que un gran pueblo descendiera al infierno", concluye Neuhaus.

Más allá de los artículos de los críticos, las polémicas sobre si sus libros pertenecen a la literatura pura o impura, la obra de Solzhenitsin será siempre un testimonio incontestable sobre la Rusia bolchevique y sobre este siglo, ante el que los distingos intelectuales de Occidente resultan necios. Como dice André Glucksmann, "vistos desde el abismo del Gulag, los occidentales irremediablemente parecemos unos cretinos". M.C.




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Para saber más
Una biografía accesible de Solzhenitsin, que analiza su vida y su obra literaria, es Alexander Solzhenitsin. A Century in His Life, de D.M. Thomas: St. Martin's Press, Nueva York, 1998, 584 págs., 30 dólares.

La única edición completa de La rueda roja en una lengua occidental es la francesa de Fayard (París, 1983-1998). En ruso ha sido editada por Ymca Press.

Otras obras de Solzhenitsin disponibles en español:

Un día en la vida de Iván Denísovich, Altaya, 1995.
Archipiélago Gulag, Tusquets, Barcelona, 1998 (ver servicio 120/98).
Pabellón del cáncer, Tusquets, Barcelona, 1993.
El primer círculo, Tusquets, Barcelona, 1992 (ver servicio 49/93).
Cómo reorganizar Rusia, Tusquets, Barcelona, 1991.
El problema ruso, Tusquets, Barcelona, 1995.
El colapso de Rusia, Espasa Calpe, Madrid, 1999

BIOÉTICA Y CLONACIÓN.

Una nueva forma mortal de esclavitud
Bioética y clonación

El autor de este artículo es Vicepresidente de la Asociación Española de Bioética y Ética Médica,además de profesor Titular de Biología Celular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Murcia.

El debate bioético sobre la clonación cada vez presenta nuevas variantes; en mi opinión, todas ellas sólo afectan accidentalmente al valor ético de tal acción. Aun así, podemos encontrar, como ha ocurrido con otros debates bióticos, un pequeño espectro de posicionamientos: los que aceptan la clonación y todas sus variantes como una nueva alternativa para la reproducción, que incrementa la capacidad electiva del ser humano; los que aceptan algunas de ellas bajo determinadas circunstancias; y los que consideramos que el acto de clonación es ilícito en sí mismo, que no puede ser justificado ni por circunstancias especiales ni por fines subjetivos, por muy nobles que éstos sean.
Me centraré en los que consideran que, dado el potencial beneficio para la Humanidad que conlleva esta técnica, se debe considerar lícita la clonación de embriones humanos para su posterior utilización (después de disgregar el embrión clónico) como fuente de células tronco stem cells. Posteriormente, a partir de estas células se obtendrán determinados tejidos compatibles con el progenitor que se transplantarían a éste. Este procedimiento ha sido bautizado terminológicamente por algunos con el nombre de clonación terapéutica, y se trataría de una técnica con indicación de tipo médico. En cambio para otros, entre los que me sitúo, este procedimiento supondría una instrumentalización de un ser humano por terceros, que iría en contra de la inviolabilidad de todo hombre y de su consideración como fin y nunca como medio.
Atendiendo a este último criterio, considero que no puede hablarse de clonación terapeútica, que tendría una valoración ética aceptable, oponiéndola a clonación reproductiva, que sería rechazable. No existe, como algunos autores han indicado, una clonació blanda lícita, y otra dura, ilícita. Poner adjetivos puede que semánticamente responda bien al objetivo utilitarista que subyace en tal estrategia del lenguaje -contraponer el potencial beneficio para la Humanidad, frente a obstaculizar la ciencia en su lucha contra la enfermedad-, pero, considerando la acción en sí misma, se aprecia claramente que clonar es una acción reproductiva independientemente del fin subjetivo que se le dé al producto de tal reproducción, sea destruirlo al poco tiempo, o dejarlo crecer y nacer. No se ve cómo el paso del tiempo puede cambiar substancialmente la misma acción de generar un nuevo ser humano asexualmente. Es más, la intención de crearlos para destruirlos agrava más la situación de la eufemísticamente denominada clonación terapeútica, al convertirla en una nueva forma mortal de esclavitud por la que unos seres humanos son creados para provecho de otros; un abuso de los más fuertes sobre los débiles, una disposición de unos por otros, contraria a la igualdad de todos los seres humanos.

Así pues, destruir a unos seres humanos para salvar a otros parece algo contradictorio y opuesto a la pretendida finalidad humanitaria con que nos quieren justificar la clonación terapeútica. Además, incrementaría el grado de desprotección en que, poco a poco, se ve envuelto el embrión humano. No sólo sería, como es en la actualidad, un medio para satisfacer los deseos reproductivos de una pareja, sino que adquiriría un grado más de cosificación. Simplemente se trataría de un material biológico sujeto a las leyes del mercado, o a intereses sanitarios, personales o sociales.

Luis M. Pastor García

Alfa y Omega, 29 de julio de 2001

ATAPUERCA:CIENCIA Y FE EN DIOS.


Atapuerca: Ciencia y fe en Dios

Alfa y Omega, 29 de julio de 2001

A propósito de las excavaciones en Atapuerca (Burgos) y que merecen sin duda admiración, se han hecho afirmaciones que van más allá de lo que compete a un científico. En el homo antecesor ahí encontrado, se ha visto el antecesor del homo neandertal y del hombre moderno o Cromagnon. Las teorías actuales sobre los antecedentes de la aparición del homo sapiens están continuamente sometidas a revisión, y de ellas la teología no tiene nada que decir. El mismo Arsuaga, director de las excavaciones de Atapuerca, es consciente de la complejidad científica del problema cuando dice que "cuanto mejor conocemos la evolución humana, más nos damos cuenta de lo extraordinariamente compleja en número de ramas que fue"; pero, a partir de ahí, él mismo tiende a hacer afirmaciones que no le competen como científico: "La ciencia ya ha resuelto las cuestiones fundamentales: sabemos que procedemos de un primate, es decir, que no hemos sido creados por ningún ser superior, que somos producto de una evolución biológica". Y añade: "Lo que hay que tener claro es que la evolución no se propone nada, no es nadie, no responde a ningún plan, a ningún propósito, no se dirige a ninguna parte". Recientemente, ha venido a decir que, si la evolución lo explica todo, la vida carece de sentido (puesto que no podríamos hablar ni de Dios ni del más allá). Son afirmaciones que van más allá de la ciencia.
No cabe duda de que el relato del Génesis sobre el origen del cosmos y del hombre parece, a primera vista, estar en contra de lo que la ciencia enseña. Pero nada más lejos de la realidad. La Biblia no entra en cuestiones de tipo científico, sino que nos quiere transmitir verdades últimas a las que la ciencia no puede llegar, y que se enseñan con un ropaje literario acomodado para las gentes a las que se dirigía. La primera verdad que transmite el Génesis es que todo ha sido creado por Dios. Ésta es una verdad a la que no llegó la filosofía de Platón y de Aristóteles. El Génesis utiliza un verbo, bará, que ya no es modelar una materia eterna (yasar), sino dar la existencia a lo que no existía. Es verdad que el relato, en su ropaje literario, utiliza la imagen de la creación en seis días, pues lo escribe un sacerdote del siglo VI a. C. con la intención de inculcar el trabajo en seis días y dedicar el séptimo en honor del Creador. Evidentemente, Dios no necesita seis días para crear. Asimismo, la imagen de la costilla tomada de Adán para formar la mujer sólo tiene la intención de hacer comprender a los hombres de aquel tiempo que la mujer no es un objeto de trabajo o de placer, sino que ha sido creada con la misma dignidad que el hombre. Y lo más impresionante del relato de la creación es que el hombre (y la mujer) es creado a imagen y semejanza de Dios, con una dignidad personal que lo convierte en interlocutor del mismo Dios y dueño de la creación. Hay, por fin, una última verdad que se enseña: el pecado histórico cometido por el primer hombre (Adán) consistió en comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, en pretender determinar por sí mismo el bien y el mal, ciencia que compete sólo a Dios. El hombre pierde así la armonía que tenía consigo y con la naturaleza introduciendo un pecado de fatales consecuencias para la Humanidad.

AUTONOMÍA DE LA CIENCIA, E IDEOLOGÍA

La Biblia quiere transmitir esas cuatro verdades fundamentales y no entra en cuestiones de tipo científico. La Iglesia respeta, por ello, la autonomía de la ciencia y acepta la explicación de la evolución respecto al cuerpo humano, sosteniendo que el alma no puede proceder por evolución. Ningún problema, por tanto, entre la ciencia y la fe. Ahora bien, si un filósofo o teólogo tiene que respetar la autonomía del método científico, el científico ha de precaverse de entrar en el campo de la filosofía y de la teología, que tienen un método diferente y que permite hacerse las preguntas últimas sobre el mundo y el hombre. De otro modo, el científico ya no hace ciencia, sino ideología.

Esto es lo que ocurre, por ejemplo, a. J. Monod cuando pretende explicar la evolución por mutaciones genéticas que ocurren al azar. Aparte de que la ciencia no conoce mutaciones genéticas que cambien de especie, recurrir al azar es hacer filosofía, y mala filosofía. De azar se podría hablar cuando se trata de un orden convencional: el orden alfabético, por ejemplo. Si echamos al aire las 28 letras del alfabeto, cabe la posibilidad, al menos teórica, de que salgan ordenadas. Pero esto no vale cuando se trata de un orden objetivo. En todo caso, la ciencia podría un día explicar cómo ha tenido lugar la evolución, buscando cómo se han desarrollado las mutaciones genéticas y qué leyes las han presidido. Lo que no podrá nunca explicar el científico es por qué existe el orden en lugar del caos.


LAS ÚLTIMAS PREGUNTAS


A las últimas preguntas sólo puede responder la filosofía o la teología. Recientemente se ha descifrado el genoma humano, y hemos sabido que el hombre tiene 30.000 genes, poco más que un ratón. Nos han explicado que el gen es una unidad funcional de pares de bases que son la adenina, la timina, la guanina y la citosina. Y algunos han aprovechado para sentenciar que el hombre no es más que eso. ¿Así que el hombre es poco más que un ratón? Evidentemente que no. Aquí comienza la filosofía trascendiendo el método científico de verificación empírica. Hay en el hombre algo que es la libertad, y la libertad significa autodeterminación; lo cual quiere decir que los genes nos condicionan, sí (nos dan más o menos salud, por ejemplo), pero no nos determinan, dado que soy yo el que me determino a mí mismo. Esto quiere decir que en el hombre hay un ámbito espiritual (alma) que trasciende lo genético. Hace tiempo se convirtió el célebre premio Nobel de Medicina Eccles, al caer en la cuenta de que los gemelos, que tienen el mismo código genético, tiene cada uno una experiencia de un yo irrepetible y radicalmente original. Esa experiencia no se puede deber a la genética, porque es la misma y sólo se explica por un principio espiritual. Son muchas las pruebas que se podrían dar de la existencia del alma. Sólo una más. Cuando entramos en una cueva prehistórica y vemos pintadas en la pared figuras de caballos, y bisontes, deducimos que las ha pintado un hombre, porque nadie pinta un caballo si no tiene el concepto abstracto de caballo. Por eso no pintan los animales. Sólo el hombre es capaz de operaciones que trascienden lo sensible. Y observaba santo Tomás que esa alma trascendente, por ser simple y espiritual, no la podemos recibir por generación de nuestros padres, porque sólo se puede generar lo que se puede dividir. Es creada directamente por Dios. Eccles, en su conversión, siguió este mismo razonamiento.

La ciencia nos dice hoy que el mundo ha evolucionado a partir de una explosión (big bang), que tuvo lugar hace 15.000 millones de años. Ante eso, el filósofo se pregunta: ¿cómo es posible que una partícula tan pequeña haya tendido a la realización de proyectos, como el hombre, el caballo, etc., sin conocerlos? Nadie tiende a un proyecto si no lo conoce. El orden convencional se puede explicar por azar; pero el orden objetivo, que implica la realización de un diseño, no. Nadie admitiría que la catedral de Burgos se formó por azar, porque responde a un diseño, y todo diseño exige una inteligencia que lo haya diseñado. ¿Y no es el hombre un diseño infinitamente superior al de una catedral?

A principios del siglo pasado, se hizo una encuesta en USA, con 1.000 profesores de 100 Universidades, en torno a la fe en Dios, el alma, etc. Sólo la mitad decía creer en Dios. El autor de la encuesta se atrevió así a profetizar que, a finales del siglo, los científicos norteamericanos no creerían en Dios. Alguien ha tenido la idea de repetir la misma encuesta con 1.000 científicos de las mismas Universidades; el resultado es que ahora el porcentaje de creyentes ha subido al 75 por ciento. Podríamos recordar aquí a todos los científicos de fama que, en cuanto hombres de pensamiento, han creído en Dios. Uno de ellos, Pasteur, decía: "Por haber estudiado mucho a lo largo de mi vida, tengo la fe de un bretón. Si hubiese estudiado más, tendría la fe de una bretona". No se sabe por qué extraño destino, cuando en España pensamos estar a la última, estamos casi siempre a la penúltima y terminamos haciendo el ridículo.

José A. Sayés , profesor de Teología en la Facultad de Teología del norte de España -Burgos-.

LA INMORTALIDAD Y LOS CUMPLEAÑOS


La inmortalidad y los cumpleaños

Si los tiempos venideros están llamados a depararnos la superación de cualquier forma de sufrimiento, el sueño de una posible inmortalidad se trastocaría en una vida concebida como una condena a cadena perpetua .

MANUEL CRUZ 03/09/2008, Diario El País.


Hay gente que dispara su tristeza contra todo lo que se mueve, al igual que hay personas que regalan su amargura con generosidad, sin preocuparse gran cosa por los destinatarios de su regalo. Me ocurrió hace algún tiempo, al terminar eso que en la jerga profesional se suele denominar un almuerzo de trabajo. Llegado el momento del café, y una vez despachadas las cuestiones laborales que nos habían convocado, mi interlocutor, a quien acababa de conocer ese mismo día, me formuló, distraídamente, la pregunta: "Oye, y tú ¿cuántos años tienes?". El diálogo continuó por donde suele ser habitual: tras mi respuesta, él comentó, cortés, "ah, pues no los aparentas en absoluto; yo te hubiera echado unos cuantos menos". A lo que añadió la apostilla: "A ti te pasa como a Enrique, que también aparentaba ser más joven". Enrique era un amigo común, fallecido prematuramente -para las expectativas de vida que empiezan a ser hoy habituales- algunos años atrás. Ya es mala pata, pensé para mis adentros, que no haya encontrado este hombre nadie mejor con quien compararme al respecto de la edad que con un difunto.

Pero la apostilla de mi comensal -inocente o malévola: tanto da a los efectos de lo que pretendo plantear- me siguió persiguiendo durante un rato. No pude evitar que viniera a mi mente la obviedad: nuestro amigo común había muerto antes de tiempo pero, eso sí, aparentando juventud. Escaso consuelo, debió de pensar él en sus horas finales: sin duda, si le hubieran dado la oportunidad de escoger, hubiera cambiado con gusto su envidiada apariencia por longevidad real. No cabe engaño al respecto: la promesa de vida que parece venir avalada por un buen aspecto a menudo no deja de ser otra cosa que una piadosa proyección estadística.

Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que me surgía, al analizar mi propia obviedad, era: ¿tan evidente resulta que constituya un valor en sí mismo ese extendidísimo anhelo por permanecer aquí -en el mundo de los vivos- a cualquier precio, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantasía generalizada de nuestra época la inminencia de la inmortalidad? ¿Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra -al menos hasta ahora- insoslayable limitación temporal?

Repárese en que el vínculo entre ambos planos -en definitiva: la confianza en que, sorteando la muerte, alcancemos la felicidad- viene indisociablemente ligada a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros están llamados a depararnos todo tipo de alegrías y satisfacciones, superando dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra plenamente justificada la esperanza en que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese añorado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del sueño emancipatorio, también parece haber entrado en crisis el de los que creían que la actual organización del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ¿qué contenido atribuirle a aquella esperanza?

Pero la hipótesis de que pudiéramos estar viviendo el fin no de éste o de aquél, sino de todos los sueños -de cualquier expectativa de paraíso en la tierra bajo cualquier de los formatos concebibles- acaso introduzca una modificación sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con los que cada vez más tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradación de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relación resulta de todo punto innecesario -por reiterada- evocar aquí (terrorismos, catástrofes medioambientales, guerras totales...). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habría cambiado de signo: no nos colocaría a salvo de los males del presente, sino que nos condenaría sin remedio a padecerlos en el futuro. El sueño habría ido virando, de esta forma, en dirección hacia la pesadilla: de una situación en la que la muerte constituía una amenaza de inexorable cumplimiento habríamos ido transitando a otra, en la que la vida habría terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos.

Pero no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (¿cómo saberlo?) en ese hipotético mundo infeliz aumente espectacularmente la tasa de suicidios y -de manera análoga a lo que sucedía en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quería ser culpable- los individuos se vean obligados a organizarse clandestinamente para acabar con sus propias vidas. O tal vez simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepción ante la expectativa insatisfecha: ahora que podíamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aquí, se dirán muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.

En cualquiera de los casos, se impone volver sobre los propios pasos y reconsiderar aquella identificación, a la que al comenzar hicimos referencia, entre inmortalidad y felicidad. Quizá el breve experimento mental esbozado en los párrafos anteriores baste para comprobar que el anhelo de inmortalidad, la fantasía de una vida sin fin, si no va acompañado de una idea lo más clara posible de lo que se quiere hacer con esa vida sólo puede ser fuente de insatisfacción y malestar, en la medida en que deja sin pensar lo que realmente importa.

Acaso lo que esté en juego aquí sea algo, en el fondo, muy simple, extremadamente simple: una de esas verdades imposibles de aceptar sin sentirse requerido a estar a su altura. Lo afirma el protagonista de la fascinante y perturbadora novela de Philip Roth, El animal moribundo: "Uno es inmortal mientras está vivo" (afirmación muy próxima, por cierto, a aquella otra del poeta simbolista francés Henri de Régnier: "El amor es eterno mientras dura"). El contenido de la felicidad -el recurrente vivir la vida en el que nunca dejamos de estar enredados- pasa por afrontar esa inmortalidad que tenemos a nuestra disposición, no por aplazar su cumplimiento a la espera de un hipotético futuro sin dolor ni límite. Lo que es como decir: si hay algo que celebrar es la vida misma. No porque sea todo lo que tenemos, sino porque es lo más importante de lo que tenemos (el auténtico trascendental, como diría un filósofo con ínfulas kantianas). En cuanto a las velas y las tartas evocadas en el título, despreocúpense de ellas: nunca merecieron la pena. Definitivamente, vivir no es durar. Aunque, eso sí, por si acaso cuídense.


Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis.

WITTGENSTEIN:DIOS, SENTIDO DE LA VIDA.


Wittgenstein:Dios, sentido de la vida.

Cuando se cumplen 50 años de su muerte, es del todo oportuno que, antes de que el 2001 concluya, los católicos que nos dedicamos a la filosofía rindamos merecido homenaje a quien fue uno de los más originales pensadores del siglo XX, el vienés Ludwig Wittgenstein (de ahora en adelante W). En distintos foros intelectuales y secciones culturales de los periódicos, se ha hecho referencia a su potencia filosófica, a la influencia del Tractatus (única obra publicada durante su vida) y de las póstumas Investigaciones filosóficas, a las interpretaciones de sus dispersos escritos, e incluso a eventos extraños de su apasionada vida académica. Sin embargo, hay aspectos de su biografía, como de su obra, que no suelen resaltarse y que merecen ser destacados: su pensamiento y experiencia cristianos. Es bien conocido que, poco antes de morir, el mismo W, que a los ojos de sus compañeros y familiares había llevado una atormentada existencia, con no pocos desequilibrios psíquicos y tendencias suicidas (varios de sus hermanos se suicidaron), pronunció aquellas enigmáticas palabras a quien le asistió durante la fase final de su cáncer de próstata: "Dígales usted que he tenido una vida maravillosa". Se dirigía a sus pocos amigos que estaban cerca del agonizante filósofo. Murió el 29 de abril de 1951. A pesar de las reticencias de algunos de sus allegados, se acordó que tuviese un funeral y entierro católicos. Fueron determinantes las declaraciones de uno de sus íntimos, el señor Drury, según el cual el propio W en diversas ocasiones le expresó el deseo de que sus amigos católicos rezasen por él después de su muerte. Sus restos permanecen en el sencillo Saint Gilles Cementery de Cambridge.

Salvo honrosas excepciones, los que se han pronunciado en la prensa durante este año de homenajes al pensador vienés han marginado -injustamente- sus profundas y constantes inquietudes religiosas. Bien es verdad que no abundan en sus escritos filosóficos referencias extensas a temas cristianos, pero sí en sus diarios (juveniles y maduros) y textos personales. Poseen una fuerza significativa especial, máxime si aceptamos como válido para todos sus escritos posteriores lo que afirmó el filósofo sobre el Tractatus, único libro que quiso publicar: "Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él, más todo lo que no he escrito. Y es esta segunda parte precisamente la que es más importante". Por tanto, la parte no filosófica de su obra, aunque siempre sugerida, mostrada, apuntada entre líneas -y, como veremos, vivida-, ha de ser considerada la más relevante para interpretar el núcleo de su proyecto ético, que no es otro que la búsqueda del sentido de la vida. Sobre tal sentido (que denominó el primer W lo místico), ni las ciencias, ni las filosofías, en tanto que discursos elaborados con nuestro lenguaje humano -siempre limitado y lleno de trampas-, podrán pronunciarse con rigor.
Se puede constatar, siguiendo los cuadernos de notas que el joven W iba redactando en el frente, durante la primera guerra mundial, que inició su indagación filosófica sobre cuestiones religiosas y éticas con aquella pregunta del 11 de junio de 1916 que atraviesa toda su biografía: ¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida? Lo que escribió W sobre Dios y la vida debería ser meditado más a menudo, tanto por sus monaguillos discípulos que alardean de un agnosticismo vacuo y escasamente reflexivo, como por quienes somos cristianos. Lo que podría denominarse el credo de W quedó así formulado para la posteridad: "Bueno y malo dependen, de algún modo, del sentido de la vida. Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y conectar con ella la comparación de Dios con un padre. Pensar en el sentido de la vida es orar. Creer en Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido. Sea como fuere, de alguna manera y en cualquier caso somos dependientes, y aquello de lo que dependemos podemos llamarlo Dios..."

Estas sorprendentes declaraciones fueron escritas cuando contaba con 27 años el que ya prometía ser, en sus Notebooks, un genial lógico y matemático. Sin embargo, no estamos ante juveniles e inocentes proclamaciones religiosas, fruto de una mente aún no madura. A la edad de 40 años, cuando W ya era considerado uno de los más originales filósofos por su influyente Tractatus, además de indicar en sus diarios el valor que concedía a los Salmos y al Nuevo Testamento, y de confesar que, en ocasiones, se ponía de rodillas y rezaba con intensidad, dejó escrito entre sus dispersas notas sentencias como éstas: "Cuando algo es bueno, también es divino. Extrañamente así se resume mi ética. Sólo lo sobrenatural puede expresar lo Sobrenatural. Lo bueno es lo que Dios manda. Dios Hijo (o la palabra que procede de Dios) es lo ético".

DOCTRINAS... Y VIDA

Estas sentencias lacónicas reflejan que, para nuestro autor, la ética filosófica no puede explicar ni justificar por qué lo bueno es bueno. Al parecer de W, la esencia de lo bueno no guarda ninguna relación con los hechos del mundo, y por tanto el lenguaje no puede orientarnos hacia el bien. A pesar de que muchos estudiosos hispánicos procuran obviarlo, W se sirvió en su época filosófica madura de términos neotestamentarios (Dios Hijo, es decir Jesucristo), para expresar cuál es la máxima concreción de lo ético. En la teología cristiana, a la que parece evidente que se está refiriendo W, el Hijo revela al Padre -como lo ético expresa lo divino-. Viendo al Hijo, que sería algo así como la personificación de lo ético-bueno, se muestra (zeigt sich en términos del Tractatus) lo que la Escritura denomina Dios Padre, y el filósofo considera, como dije, el sentido de la vida. Por tanto, se podría afirmar que para W lo bueno absoluto nos ha sido revelado-mostrado por Dios, y por ello sobran ya todas las teorías; sólo nos queda vivir en concordancia con el Dios-Hijo: realizar el bien que Él nos ha mostrado con su vida y con su muerte.

Y en sus últimos escritos, poco antes de morir, cuando W tenía alrededor de 60 años, nos encontramos con frases expresivas de su trayectoria vital que iluminan lo apuntado hasta el momento: "Si el cristianismo es la verdad, es falsa toda filosofía al respecto. Opino que el cristianismo dice, entre otras cosas, que todas las buenas doctrinas no sirven para nada. Debe cambiar la vida (o la dirección de la vida)".

Esta preocupación por el cambio de la vida, más que por la teoría ética, es la que explica que W tomase, a lo largo de los años, decisiones tan extravagantes para algunos como ejemplares para otros, pero, sin duda, marcadas por una sensibilidad cristiana y moral poco común: fue asiduo lector de los evangelios y de los comentarios de Tolstoi; abandonó sus estudios en la prestigiosa Universidad de Cambridge para ir a una escuela rural a enseñar a niños (por cierto, les hacía rezar todos los días el Padrenuestro antes de comenzar la jornada, "la oración más extraordinaria que se haya escrito", según se puede leer en sus notas del año 40); siendo miembro de una de las familias industriales más ricas de Viena, se desprendió de su millonaria herencia para socorrer a artistas y poetas (entre ellos a Rilke, el poeta de la muerte); fue ayudante de jardinero en un convento de las afueras de Viena; tuvo en varias ocasiones intenciones de hacerse sacerdote y de ingresar en un monasterio como monje; vivió absolutamente solo, durante largas temporadas, en una aislada casa de montaña en Noruega; al volver a la Universidad de Cambridge como catedrático, llevó una vida austera y con escasas relaciones sociales... Quizá con todo ello aquel genial lógico y filósofo intent;o mostrar lo bueno, sin explicarlo ni justificarlo con vanas e insustanciales doctrinas éticas...

Enrique Bonete Perales
Universidad de Salamanca

Alfa y Omega, 29 de julio de 2001

martes, 2 de septiembre de 2008

A FAVOR DE LA FILOSOFÍA


A favor de la filosofía


FERNANDO SAVATER

EL PAÍS - Cultura - 02-09-2008

Sin duda hoy la filosofía no es la chica más guapa de la clase ni tampoco la más popular. Pierde horas en los planes de estudio y para colmo se la empareja en algunos cursos con Ciudadanía, lo cual es el mejor modo de fastidiar por igual ambas materias. Yo creo que uno de los problemas principales del estudio de la filosofía es lograr entender de qué va o, mejor, cogerle la gracia: como los chistes. No es tan fácil. Isaiah Berlin empezó su vida académica como filósofo (era uno de los discípulos predilectos de Wittgenstein) pero luego dejó este primer amor para dedicarse a la historia de las ideas; cuando se le preguntó por las razones de tal cambio, repuso: “Es que quiero estudiar algo de lo que al final pueda saber más que al principio”. En efecto, la filosofía trata de cuestiones no instrumentales —como las que se plantea la ciencia— y que por tanto nunca pueden ser definitivamente solventadas: sus respuestas ayudan a convivir con las preguntas, pero nunca las cancelan. De ahí que quienes aconsejan con impaciencia a los filósofos acogerse a la psicología evolutiva o a las neurociencias sencillamente no entienden el chiste ni ven la gracia al asunto. Como bien indica Giacomo Marramao en Kairós (editorial Gedisa), “las interrogaciones filosóficas se sirven de la experiencia y no del experimento, y por ello sólo pueden utilizarse en los símbolos, metáforas, palabras clave con las cuales intentamos conocer la realidad en que vivimos”.

Quizá la mejor caracterización de la inquietud filosófica es señalar que se ocupa de “las interrogaciones que a todos nos conciernen”, no en cuanto preocupados por tal o cual sector del conocimiento, sino en lo que toca a nuestro común oficio de vivir como humanos. Éste es el planteamiento básico sustentado por Víctor Gómez Pin en su Filosofía (Gran Austral, editorial Espasa Calpe), una introducción general a la materia que puede resultar ardua para quien apetezca simplificaciones de manual pero que resulta provechosa a cuantos crean que lo importante siempre resulta también exigente. Gómez Pin no rehúye partir de los avances de la matemática y otras ciencias, pero busca sin cesar establecer ese nivel común a la inquietud humana general que es propiamente filosófico. Porque no debe olvidarse —como bien dice Odo Marquard— que el filósofo no es un experto, sino quien dobla al experto: el especialista para escenas de peligro.

Otro camino de acercarse al chiste filosófico pasa a través de la vida y obra de algunos grandes pensadores. Las ediciones Marbot, que han iniciado recientemente con acierto y buen gusto su andadura, proponen dos libros excelentes a tal propósito. Cada uno de ellos está centrado en un filósofo, desde enfoques muy distintos aunque ambos bien logrados. El Séneca, de Paul Veyne, historiador del mundo clásico que estuvo muy vinculado intelectualmente a Michel Foucault, es un estudio magistral de la vida, obra y época del pensador nacido en la Córdoba primitiva. Nos narra la trayectoria humanísima y por tanto a veces contradictoria de un indagador preocupado con esa gran molestia intelectual y práctica: la dificultad de habitar el mundo sabiéndose mortal. En los días de Séneca, ser filósofo no era escribir tratados de filosofía ni mucho menos dar cursos de esa materia, sino vivir de un modo determinado: con deliberación y conciencia, luchando contra la rutina mimética que todo lo arrastra y nada se pregunta. Por otra parte, el Spinoza, de Alain, prescinde de la parafernalia historicista y de la mirada externa de comentador: resume en un inigualable prontuario lo esencial del pensamiento del valiente sabio judío como si fuera él mismo quien hablase sin intermediarios ni distancia académica. Durante muchos años, el libro de Alain ha constituido la base de gran parte de mis cursos y también —ayer como hoy— del pensamiento que me ayuda a vivir. Por suerte, la filosofía es una tradición de la que no debemos renunciar a nada: pero si debo quedarme con un solo compañero filosófico, que me dejen con Spinoza.

La filosofía nace con la democracia y representa en el terreno intelectual lo mismo que ella en el político: la autonomía del individuo pensante frente a las veneraciones inapelables establecidas. Quienes por razones espuriamente funcionales tratan de disminuir hoy su peso en la enseñanza, pretenden sin duda también la sumisión al poder incuestionado y no la mera eficacia laboral.