miércoles, 12 de agosto de 2009

REGULAR EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD DE CONCIENCIA


REGULAR EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD DE CONCIENCIA

Laicidad del Estado y símbolos religiosos en los centros educativos públicos

Teófilo González Vila
Catedrático de Filosofía y Escritor - 12/08/2009
El catedrático de Filosofía y Escrito, Teófilo González Vila, ha escrito un artículo a propósito de las declaraciones del ministro Caamaño sobre la retirada de los símbolos religiosos de los centros educativos públicos. Por su interés, publicamos el texto íntegro a continuación


Fuente: analisisdigital.com

El Gobierno vuelve a manifestar una vez más, esta vez por boca del ministro de Justicia (véase la prensa del 10.08.09), su propósito de enviar al Parlamento un proyecto de nueva ley que regularía todo lo referente al ejercicio de la libertad de conciencia y que supondría la reforma o sustitución de la actual Ley de Libertad Religiosa 1. Según las manifestaciones indicadas, la nueva Ley tendría como objetivos «la igualdad, el reconocimiento de la libertad religiosa, la laicidad del Estado y la separación de funciones» de la Iglesia y el Estado .2

De entre las muy diversas previsiones que esa anunciada Ley puede contener, resultaría especialmente significativa, ante la opinión pública, aquella según la cual la presencia de símbolos religiosos (en concreto, de los estáticos, como, crucifijos u otras imágenes) quedaría prohibida en los centros educativos públicos. A este caso nos referimos ahora.

Al parecer el ministro de Justicia y demás promotores de esa nueva Ley 3 consideran que la presencia de símbolos religiosos en los espacios públicos estatales y, en particular, dentro de éstos, en los escolares, entra en pugna con la laicidad del Estado. Pero no parece que pueda sostenerse con rigor intelectual semejante posición si se tiene en cuenta el concepto mismo de laicidad y se atiende a las exigencias que éste entraña .4

La laicidad ha de ser entendida como “autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa y eclesiástica” 5
y lleva consigo sin duda la exigencia de que no se confundan los fines estatales y religiosos (STCs 24/1998 fj.1 y 177/1996) . 6 Ahora bien: eso no significa que el Estado no guarde importantes relaciones con lo religioso, con el hecho religioso. Así, p.e., al Estado le corresponde la competencia para regular las manifestaciones sociales de lo religioso, no en cuanto religiosas, sino en cuanto sociales y en razón de la salvaguarda del justo orden público y, en general, en aras del bien común . 7


Y, sobre todo, en lo que ahora es preciso subrayar, al Estado le incumbe asimismo el reconocimiento y la defensa de la libertad religiosa. Es más: podemos decir que la laicidad del Estado adquiere su pleno sentido justo como exigencia, condición y garantía del ejercicio de la libertad religiosa. El Estado democrático no es, no puede ser, indiferente, neutral o imparcial respecto de la libertad religiosa misma en cuanto tal. Al igual que en relación con las demás libertades públicas (la de expresión, de educación, de manifestación, de sindicación, etc.) el Estado democrático ha de reconocer, proclamar y defender la libertad religiosa y asegurar las condiciones que permitan a todos los ciudadanos ejercerla en condiciones de igualdad. Un Estado que no tome así partido por las libertades públicas, entre ellas la muy fundamental religiosa, sencillamente no es un Estado democrático. A la vez, justamente por respeto a la libertad religiosa, el Estado y, por lo mismo, cualquiera que actúe en el ejercicio del poder público (en uno u otro grado, de una u otra manera), ha de guardad una estricta neutralidad, entendida como imparcialidad, ante las diversas posibles particulares opciones que los ciudadanos, en uso, cada uno de ellos, de su de la libertad religiosa, puedan adoptar. El Estado que, justamente para asegurar esa igualdad a todos los ciudadanos en este terreno, ha de ser imparcial ante todas las posibles particulares opciones ante lo religioso, ha de abstenerse por lo mismo de hacer suya cualquiera de esas opciones (con lo cual la convertiría en su propia confesión oficial y le conferiría carácter estatal), esto es, ha de ser aconfesional.

Es preciso, en efecto, tener presente que la libertad religiosa lo es para adoptar cualquiera de las posibles particulares opciones ante lo religioso. Esta “definición” permite advertir fácilmente que una, entre esas posibles particulares opciones ante lo religioso es la laicista, esto es, la de quienes propugnan, según diversas variantes, o la total erradicación de lo religioso o su reclusión en lo estrictamente privado o, en el mejor de los casos, su exclusión del proceso de formación de las decisiones público-políticas normativas comunes. Esa opción negativa, la laicista, es, por cierto --hay que destacarlo-- una opción religiosa ya que se constituye por referencia a lo religioso y sin que deje de serlo (religiosa) por el hecho de que lo sea con un signo negativo (negativamente religiosa). Y esa opción negativa –esto también hay que subrayarlo-- es una opción particular y de ningún modo puede identificarse con la postura general de imparcialidad religiosa que debe guardar el Estado respecto, precisamente, de todas las posibles particulares “religiosas” (incluidas las negativas, las laicistas), que los ciudadanos adopten en el ejercicio de la libertad religiosa.

Con términos que pueden ser especialmente clarificadores, digamos que una cosa es no-profesar-religión-alguna (posición general de imparcialidad propia del Estado) y otra cosa es profesar el-no-a-toda-religión (opción particular que, en uno u otro sentido, niega legitimidad a todas las demás opciones particulares positivamente religiosas); una cosa es no-tomar-partido-por-ninguna-opción-religiosa y otra, muy distinta, tomar- partido-contra-todas-las-opciones-positivamente-religiosas. Es más: si hay una opción, entre las posibles particulares ante lo religioso, que esté radicalmente alejada de la imparcialidad religiosa del Estado es justamente la que, de uno u otro modo, pretende negar carta de ciudadanía a las opciones positivas, con lo cual, en último término, niega la misma libertad religiosa y se sitúa así fuera de un orden verdaderamente democrático. El Estado que hiciera suya la opción laicista (en cualquiera de sus variantes), esto es, que le confiriera carácter estatal actuaría contra la exigencia de su propia laicidad, pasaría a ser un Estado confesional (dejaría de ser aconfesional), de modo que, según esto, paradójicamente el Estado laicista no es un Estado laico (= aconfesional).

Si como queda dicho, la laicidad ha de entenderse como garantía del ejercicio de la libertad religiosa por todos los ciudadanos en condiciones de igualdad, podemos tener con seguridad por incorrecta cualquier concepción de la laicidad de la que se derive directamente cualquier obstáculo o restricción de la libertad religiosa. No deja de ser sorprendente que a los ciudadanos que hacen uso de prestaciones públicas se les quiera exigir en contrapartida la renuncia al ejercicio de su libertad religiosa, o de expresión, etc. o imponerles restricciones en el ejercicio de éstas. Algunos parecen considerar que el Estado es una especie de Rey Midas de la Laicidad que la transfiere a todo cuanto toca. Las prestaciones públicas, muy especialmente las que se producen en el ámbito educativo y, en general, en el cultural, tienen como finalidad, razón de ser y justificación precisamente “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud” (Constitución española, artículo 9, apartado 2).

De acuerdo con todo lo expuesto sobre el concepto mismo de laicidad, y en el caso del que ahora tratamos, no cabe entender que la opción más acorde con la neutralidad-imparcialidad religiosa del poder público sea la impedir o suprimir la presencia los símbolos religiosos en los centros escolares públicos. ¿Por qué no podría ser acorde, y aun más acorde, con esa imparcialidad (aparte los reparos prácticos que puedan formularse a esta alternativa) la aceptación de la presencia de los símbolos religiosos correspondientes a todas las concretas opciones religiosas de quienes concurren en esos centros? Adviértase que las opciones negativas pueden contar también con los particulares símbolos específicos que, a estos efectos, quieran crear, y quizá convendría que, en efecto, crearan, quienes las sostienen, de manera que resultara “visible” la condición de opciones particulares que corresponde también a las religiosamente negativas. Se haría así más fácilmente perceptibles las exigencias del principio de igualdad en este terreno. Quien adopta una opción religiosamente negativa no puede legítimamente pretender que su específico signo consista en que del espacio en el que él se haga presente se hagan ausentes los signos de todas las demás opciones que sean religiosamente positivas (o aun negativas de otra identidad). Aceptar semejante pretensión, cualquiera fuera la instancia que lo hiciera, no sería atenerse a las exigencias de la neutralidad-imparcialidad religiosa del Estado, sino justamente conculcarlas de modo flagrante: supondría privilegiar, con máximo quebranto del principio de igualdad, a la opción negativa hasta el punto de reconocer así a quienes la profesan una especie de derecho de veto contra la presencia de los signos expresivos de las demás particulares opciones ante lo religioso”

Según, pues, todo lo expuesto, cuando en un centro educativo público la presencia de símbolos religiosos suponga un conflicto, éste habrá de entenderse no como un conflicto entre la presencia de tales símbolos y la laicidad o aconfesionalidad del Estado, sino como un conflicto entre personas, ciudadanos, que quieren ejercer su libertad religiosa en sentidos divergentes. Y es a estas personas, en cuanto titulares del derecho a la libertad religiosa, a las que corresponde buscar mediante los procedimientos dialogales democráticos adecuados, buscarle solución. Pero algo ha de estar claro desde el primer momento: ese tipo de conflictos no puede darse por resuelto a priori (a favor de quienes propugnan la desaparición de tales símbolos) a partir de la laicidad o aconfesionalidad del Estado, puesto que ésta, como se ha dicho, según su propio concepto, constituye una garantía, y no una fuente de restricciones, de la libertad religiosa y de la igualdad de todos en el ejercicio de ésta.

Ante estas cuestiones tan sensibles, y cualesquiera sean nuestros sentimientos, filias y fobias, actitudes, tendencias e intereses, es preciso que pongamos el máximo empeño por alcanzar rigor conceptual y debatir con el propósito de que prevalezca el mejor argumento, la fuerza de la razón y no la pura fuerza extra-argumental del poder político y el peso meramente cuantitativo de una mayoría que se limita a obedecer las órdenes del capataz.

Teófilo González Vila
Aldea del Pinar (Burgos), 11 de agosto de 2009.


Notas al pie

1 Ley orgánica 7/1980, de libertad religiosa (BOE., n. 177, de 24 de julio). Esta Ley constituye una de las “piezas” técnicamente mejor elaboradas y más acertadas de las aprobadas en aplicación de la vigente Constitución de 1978. Sus previsiones garantizan el debido trato igualitario a todas las confesiones religiosas. Desde hace mucho tiempo, sin embargo, hay quienes están empeñados en derogarla y sustituirla por una Ley orgánica que regule en toda su amplitud la libertad de conciencia. La libertad religiosa es la libertad de conciencia en materia religiosa. Según el Concilio Vaticano II, la libertad religiosa exige que “en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (Dignitatis Humanae, n.2).

2 V. ABC 10.08.09.

3 La presunta fundamentación doctrinal de la posición que el Gobierno asume ante la libertad religiosa, en especial, frente a la presencia y uso de símbolos religiosos en espacios públicos y, concretamente, en los públicos estatales, viene a ser la que se recoge en el informe de la Fundación Alternativas, elaborado por José María Contreras y Óscar Celador, sobre "Laicidad, manifestaciones religiosas e instituciones públicas" V. http://www.falternativas.org/documentos/(search)/simple/(keywords)/124/2007.

4 Las consideraciones que aquí se exponen sobre el concepto y exigencias de la laicidad son aplicables, obviamente, no sólo al caso de la presencia de los símbolos religiosos en los centros educativos públicos, sino a otros muchos que pueden caer bajo las previsiones de la posible anunciada nueva Ley de libertad de conciencia. Utilizamos en buena parte el texto de un artículo, de quien subscribe el presente, publicado en el Boletín de Doctrina Social de la Iglesia, del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân, edición española, n.1, año 1, enero-marzo, pp. 22ss.

5 Aunque hay quienes recelan del término laicidad y prefieren utilizar, en su lugar, el de aconfesionalidad, ha de tenerse en cuenta que no cabe mantener reparo alguno ante términos como laico y laicidad si la laicidad se entiende tal como la define la Nota Doctrinal, de 24 de noviembre de 2002, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de la que era a la sazón Prefecto el entonces cardenal J. Ratzinger. Se nos dice allí: “Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política [respecto] de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal, de 24 de noviembre de 2002, sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n.6).

6 Esa autonomía y mutua independencia de las esferas estatal y religiosa les obliga a un mutuo respeto, pero no supone mutuo desentendimiento y menos aun hostilidad. Esa mutua autonomía entra ambas esferas, no sólo es compatible con la cooperación entre ellas, en aras del bien común, sino conveniente, cuando no necesaria. Esas “relaciones de cooperación” están expresamente previstas en la Constitución Española (art. 16.3).

7 La exigencia de que en el ejercicio de la libertad religiosa “se guarde el justo orden público” se encuentra expresamente recogida también en la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, n.2.

lunes, 10 de agosto de 2009

KOLAKOWSKI O "CRISTIANOS SIN IGLESIA"

Kolakowski o «Cristianos sin iglesia»
Por Olegario González de Cardedal (ABC, 09/08/09):


El calor creciente del verano y la inminencia de las vacaciones han impedido a la Prensa española oír la voz de la muerte llegando en Oxford al filósofo polaco Lezek Kolakowski. Pensador riguroso y crítico, rompió con el marxismo por defender la libertad, pagó su independencia con la expulsión de su cátedra junto con el exilio en Occidente, permaneciendo hasta el final abierto a la dimensión religiosa de la existencia y a las preguntas que propone la fe a la vez que a sus respuestas, fiel al pensar inquisitivo y simbólico frente a la mera razón instrumental.

El entusiasmo absoluto de G. Albiac en la nota necrológica de este periódico comentando su obra «Cristianos sin iglesia», me sorprende por razones estrictamente históricas y teóricas. El siglo XVII, elegido por Kolakowski para estudiar la relación existente entre la conciencia religiosa y el lazo confesional, nos hace asistir al estallido de lo que se ha llamado «la segunda Reforma», es decir de las iglesias protestantes nacidas de Lutero, Calvino Zwinglio…; y a la elevación a categoría de absoluto de la libertad del individuo y del cristianismo radical. En este sentido los Países Bajos son el símbolo de una organización política donde esa libertad es el quicio de todo ordenamiento jurídico y social.
La obra de Kolakowski lleva un título tan sugerente como «abusivo» (H. de Lubac). Es radicalmente problemático para un libro que trata ampliamente de San Juan de la Cruz, de Bérulle, de Mme. Guyon, de Surin, de Angelus Silesius. ¿Son ellos acaso cristianos sin iglesia? El autor no dice que estos autores estuvieran fuera de la Iglesia: pero afirma: «Sus pensares los sitúan obligatoriamente fuera de ella, ya que comportan fundamentalmente la negación de la idea misma de Iglesia». Detrás de esta afirmación está la sugerencia una veces explicitada y casi siempre implícita de que la libertad y razón llevadas al límite no permiten la religación del individuo a una comunidad con autoridad significativa para la propia conciencia. Es la tesis de la soberanía absoluta de cada hombre ante Dios sin la comunidad y de la filosofía frente a la fe, que ciertos grupos han repetido desde comienzos del cristianismo. He aquí sus variantes: que el gnóstico llegado a la perfección puede despreciar la fe de los simples para los cuales el lenguaje simbólico o de la Iglesia sigue siendo necesario; que en San Agustín en realidad no hubo conversión de la filosofía a la fe positiva del Evangelio sino a un neoplatonismo con más densidad religiosa; que en San Juan de la Cruz la mística implica una real superioridad y ruptura con las fórmulas dogmáticas y morales de la Iglesia; que el acceso al Absoluto desde la imaginación que proporciona la fe es valioso sólo hasta que es sucedido por el acceso en el concepto proporcionado por la filosofía (Hegel); que llegados al universal de la razón absoluta, común a todos, podemos olvidar el particular de la encarnación del Absoluto en uno de nosotros (Jesucristo); que la autonomía de la razón individual hace imposible la fe comunitaria. En una palabra, que para la inmediatez con Dios ninguna mediación humana ni divina termina siendo necesaria. La tesis de «Cristianos sin iglesia» no es ésta pero pertenece a la misma familia. ¿O sólo quiere decir que ella es el clarín con que los pioneros anuncian la era moderna? Pero esta tesis, aparte de ser interesante como hipótesis para comprender a algunos personajes del siglo XVII, ¿es verdadera teóricamente y da razón de la realidad histórica?
La dimensión eclesial de la fe cristiana ha sido un dato constituyente desde el origen: lo había sido para el catolicismo y lo siguió siendo para el protestantismo; más aún lo es para toda actitud religiosa. Me permito citar unas palabras del máximo teólogo francés del siglo XX, H. de Lubac: «No ha existido jamás un cristianismo sin Iglesia. «Unus christianus nullus christianus», dirá San Cipriano, y más tarde Karl Barth: no se llega a ser cristiano «en el vacío». El cristianismo se ha propagado a partir de Jerusalem, por la creación de Iglesias, que procedían todas ellas equipadas por Iglesias madres… A pesar de las fuertes tendencias individualistas de todos conocidas, las comunidades protestantes se han constituido por decirlo así automáticamente, sin intervalo, en el tiempo mismo en el que aquellos que llamamos sus fundadores se separaban del viejo tronco que ellos consideraban carcomido. He ahí un caso que podemos considerar ejemplar. Y los «cristianos sin iglesia» han podido subsistir nada más que como parásitos, al margen de la iglesia pero a su sombra, o por mejor decir captando -para una supervivencia precaria- uno u otro de los rayos de ella».

Esta cita apunta a uno de los problemas de fondo que han agitado la conciencia cristiana durante la segunda mitad del siglo XX, y que en nuestro país, con decenios de retraso, ha conmovido viejas certezas. Conmoción comprensible después de la imposición eclesiástica sobre el individuo; y que es mayor en la medida en que la reflexión crítica anterior había sido menor, llegando hoy algunos a proclamar que no es posible la emancipación de la conciencia con la pertenencia eclesial. La conexión entre libertad y verdad, entre encuentro personal de la verdad por un lado y encuentro comunitario por otro, es una de las aporías de la vida humana. Todo en ella está determinado por esta paradoja: cada uno llegamos a ser y somos persona en la medida en que otro rostro, otra sonrisa, otra palabra, otro lenguaje, otra memoria y otra esperanza nos hacen ser nosotros mismos. Y sólo siendo nosotros mismos podemos recuperar la historia, el pensar, el sentido y las creaciones de los demás. La dimensión eclesial de la fe es el correlato religioso de la dimensión de alteridad y comunidad de la existencia humana. El hombre es humano entre el yo y el ello (naturaleza-historia), entre el yo y el tú (prójimo-Dios), entre el yo y el nosotros (sociedad-comunidad). Las degradaciones se dan en los dos campos: solipsismos y egoísmos mortales junto a colectivismos y totalitarismos asesinos.

El título de Kolakowski refleja el lugar y tiempo propios de su gestación en el decenio 1955-1964. El eco encontrado por el libro correspondía a una generación que salía de los totalitarismos (fascismo, nazismo, comunismo), anhelando libertad absoluta en el mundo. Ser libre, ser persona era existir sin coacción y sin institución. ¿No era también el reflejo de la propia actitud de Kolakowski, todavía dentro de su universo anterior, y que reclamaba validez para un «marxismo real» frente a un marxismo «institucional»? Publicado en España (1983) se convirtió para algunos grupos, dentro del nuevo horizonte cultural y político, en guía de un «cristianismo erasmista» se decía, sin cuerpo eclesial visible y representativo. («La religión contra la iglesia»).

El Kolakowski posterior, alerta siempre ante las cuestiones humanas primordiales, ha recordado que el hombre es una perenne cuestión, que hay problemas que no se resuelven nunca sino que permanecen como manaderos incesantes y que luchar con ellos en la noche como Jacob con el ángel confiere al hombre su esencial dignidad. Ha reconocido la herencia teológica en el pensamiento contemporáneo y si no comparte siempre las respuestas de la religión, subraya la objetividad de aquello a lo que remiten. Significativo es en este sentido su libro: «Si Dios no existe… Sobre Dios, el diablo, el pecado y otras preocupaciones de la llamada filosofía de la religión» (1982). Frente a la distancia altiva con que escritores españoles miran las cuestiones religiosas y teológicas, la actitud de Kolakowski es ejemplar.

Quienes tienen que velar en la Iglesia por la memoria fiel y normativa del Evangelio deben mantener en vilo esa tensión, haciendo justicia a la conciencia y libertad personales por un lado, por otro a la comunidad eclesial y a la palabra divina. Pasión absoluta por la verdad común a todos, paciencia para el camino, mirada humilde e interrogativa a quienes hacen la misma andadura, memoria de los que nos han precedido: una y otras son tareas de todos los caminantes, súbditos y autoridades.