jueves, 24 de julio de 2008

LAICO Y LAICISTA, LAICIDAD Y LAICISMO: NO SÓLO CUESTIÓN DE PALABRAS.


LAICO y LAICISTA, LAICIDAD y LAICISMO: NO SÓLO CUESTIÓN de PALABRAS

Revista Acontecimineto - 10/11/2004

Teófilo González Vila

Doctor en filosofía español contemporáneo. Inspector de Educación, ha ocupado altos cargos en la administración educativa española y fue Director General de Coordinación y de la Alta Inspección del Ministerio de Educación y Cultura (desde el 17 de mayo de 1996 al 5 de diciembre de 1998, en que cesó a petición propia).



Con frecuencia, entre nosotros, figuras (o figurones) de la Política o de la Cultura, «intelectuales» y famosos «enteradillos» tercian en determinadas polémicas con la inicial y enfática declaración de que el «Estado español es laico». Algunas veces, alguien puntualiza: «El Estado español no es laico, sino aconfesional». Y pocos advertirán que ni el término laico ni el de aconfesional aparecen como calificativos del Estado en la Constitución, aunque el segundo -aconfesional- tiene un claro e inmediato soporte literal en el artículo 16.3 de ésta, donde se establece: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Con lo cual, podemos, a la inversa, afirmar que, según la Constitución, «el Estado no tendrá carácter confesional» o, más sencillamente, que es aconfesional. Advertir que el Estado es aconfesional y no laico resultará pertinente frente a quien, como ocurre en la mayoría de los casos a los que aludimos, por «laico» se entiende «laicista», que no es lo mismo. Pero, ¿acaso no hay una recta acepción de laico en la que este término resulte tan aceptable como el de aconfesional? ¿Qué diferencia hay entre laico y laicista, entre laicidad y laicismo? Laicidad, laicismo, laico, laicista se utilizan con sentidos fluctuantes que se intercomunican y oscurecen. Precisar los términos y clarificar los conceptos es en este caso, más que en cualquier otro, la misma tarea. No estamos ante una mera quaestio de terminis, sobre cuáles fueran los más adecuados para expresar conceptos que fueran ya claros, distintos y compartidos por todos los litigantes. Lo que aquí se plantea es una verdadera quaestio de rebus. No podemos, por eso, dejar de hablar de la cosa misma, aunque hayamos de limitamos a establecer algunas afirmaciones sin entrar en su desarrollo.

Por laicidad entendemos la autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa y eclesiástica -nunca de la esfera moral-. Es ésta la concepción de la laicidad que la Iglesia misma reconoce como «un valor adquirido» que «pertenece al patrimonio de civilización alcanzado» . Es importante advertir que, en efecto, la laicidad no es autonomía respecto del orden moral. Para determinados medios que en muy amplia medida parecen señorear el espacio público español -el carácter laico o aconfesional del Estado situaría el entero orden estatal o, más ampliamente, civil al margen de exigencias morales que, en cuanto proclamadas también desde instancias religiosas, eclesiales, quedarían, sólo por eso, marcadas como específica y exclusivamente religiosas, de tal modo que la pretensión de hacerlas valer y aun el mero proclamarlas públicamente constituiría una falta de respeto, cuando no un grave atentado a la laicidad del Estado. Pero el que también las iglesias hagan objeto de su enseñanza exigencias morales que de suyo son válidas para todos no las convierte en exigencias religiosas que fueran válidas sólo para los creyentes (no debiera resultar difícil entender esto).

La laicidad es una nota esencial al Estado. Adviértase que, en efecto, el Estado es «entitativamente laico, en cuanto, por exigencia de su propia naturaleza, la cosa-Estado no es sujeto posible de acto religioso alguno, es incompetente en cuestiones formalmente religiosas; y es laico también, por eso, en el sentido de «lego», que ni entiende de, ni está, por lo mismo, legitimado para entender en asuntos (doctrinales, institucionales, etc.) específicamente religiosos. El Estado es religiosamente neutro, como lo es cromáticamente el agua. Cabría hablar antes y más radicalmente de neutridad que de neutralidad religiosa. Pero esto no quiere decir que el Estado haya de desentenderse de lo religioso por completo. Al Estado le corresponde una indiscutible competencia sobre las manifestaciones sociales, en cuanto tales, de lo religioso en atención a las exigencias del orden público y, en general, del bien común. Sobre todo incumbe al Estado garantizar la libertad religiosa y, en general, la de conciencia. Hasta tal punto es esto así que, en efecto, la laicidad ha de entenderse ante todo como condición y garantía del efectivo ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad. Para asegurar esta igualdad, la laicidad, que es respeto a la pluralidad de opciones ante lo religioso, se traduce necesariamente en neutralidad (de cuantos ejercen el poder público) respecto de todas ellas, neutralidad que, a su vez, exige y supone la aconfesionalidad. Pero el Estado ha de ser neutral no ante la libertad religiosa misma -en cuya defensa y promoción, al igual que en el caso de las demás libertades públicas, ha de positivamente comprometido- sino respecto de las diversas opciones particulares que ante lo religioso, y en uso de esa libertad, pueden los ciudadanos adoptar. Entre esas opciones está la negativa de quienes sostienen que lo religioso debe desaparecer absolutamente o, en todo caso, quedar expulsado del ámbito público ... Es ésta la opción a la que convendría reservar en exclusiva el término de laicista [ ...) La opción laicista no, por ser negativa, deja de ser particular ni puede, por tanto, identificarse con la postura general propia de la neutralidad por la que el Estado ha de abstenerse de hacer suya, oficial o estatal, cualquiera de las particulares opciones ante lo religioso (incluida, por supuesto, la particular opción laicista). La neutralidad religiosa del Estado supone una negatividad por abstención ante cualquier opción particular respecto de lo religioso. La negatividad propia de la opción laicista es, en cambio, la negatividad por positiva negación de cualquier opción religiosa positiva. El sofisma o, como se ha dicho, el «truco» del laicista supone presentar la negatividad propia de su particular opción -negación, en todo caso, de la legitimidad de la presencia pública de todas las opciones religiosamente positivas -como si fuera la propia de la actitud general de neutralidad religiosa que debe guardar el Estado. Pero, evidentemente, no es lo mismo abstenerse de asumir como propia cualquiera de las opciones particulares ante lo religioso que estar contra todas las religiosamente positivas» No es lo mismo no-profesar-religión -alguna que profesar-el-no-a-la-religión. «Un Estado que asuma como propia la opción particular laicista, la convierte en confesión estatal, con lo cual pierde su aconfesionalidad, su neutralidad y su laicidad. Paradójicamente el Estado laicista no es un Estado laico, puesto que no sería aconfesional, no sería religiosamente neutral».

La laicidad, entendida, en el sentido dicho, como una nota esencial del Estado, puede ser objeto de una consideración teórica en la que se haga abstracción del proceso histórico que ha llevado a su actual generalizado reconocimiento en mundo occidental cristiano. Pero no cabe olvidar que ése ha sido un proceso largo, conflictivo, doloroso, sangriento, a partir de inadecuadas relaciones (fusiones y confusiones) entre lo religioso y lo civil, entre la Iglesia y el Estado. Ese proceso ha sido el de la secularización, entendida en sentido positivo, como proceso mediante el cual, en el mundo occidental cristiano, el orden temporal recupera la autonomía que le es propia (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 36). Pero, en su reverso, obviamente, ese proceso lo ha sido también de emancipación y conquista frente y contra el orden de lo religioso y eclesiástico. Con lo cual, a su vez, vivencias e instituciones religiosas se ven purificadas, en cuanto purgadas de, a veces pecaminosas, adherencias ajenas a su naturaleza. En todo caso, son las connotaciones negativas de esa larga historia las que todavía parecen tener presentes tanto los que no han Regado a aceptar la laicidad (y recelan, por lo mismo, de este término), como quienes la afirman ante todo precisamente como expresión de un rechazo a lo religioso y eclesiástico.

Así como la secularización tiene una derivación negativa en el secularismo (que más allá de la autonomía afirma la total independencia del orden temporal respecto de lo divino creador), la defensa de la laicidad ha derivado en posiciones laicistas que no se conforman con poner al Estado y a la Iglesia en sus propios sitios, sino que pretende negar a lo religioso sitio alguno, de modo absoluto, o al menos en el ámbito de lo público. Excluida la postura extrema de quienes propugnaran la erradicación absoluta de todo lo religioso, lo definitorio de la posición laicista más usual, según las propias manifestaciones de quienes la sostienen, se sitúa en la pretensión de recluir lo religioso en el ámbito de lo estrictamente privado. No nos oponemos a la religión, vienen a decir, con tal de que se mantenga en su sitio, la esfera de lo privado, y se abstenga de pretender ocupar el espacio público. Y como ciertamente la Iglesia, lo religioso, no puede ocupar el espacio del Estado y éste ocupa todo lo público, lo religioso tiene que quedar relegado, si no desaparece en absoluto, al ámbito estrictamente privado. El laicista comete así un grave error de partida. Es evidente u lo público no se agota en lo estatal. Son múltiples las realidades públicas que no son estatales. Negar esa distinción es negar la distinción misma entre sociedad y Estado, es asumir una concepción totalitaria del Estado. Laicistas hay, sin embargo, justo es reconocerlo, que admiten como plenamente legitima la presencia de las diversas particulares opciones de sentido, entre ellas las religiosas, en el espacio público-social. Donde lo religioso no podrá tener cabida en absoluto es en la esfera de lo público-común. Lo común a todos, los valores compartidos por todos, las exigencias asumidas por todos, susceptibles de ser impuestas a todos y cada uno de los integrantes del pueblo (laos, en griego), eso es por definición, lo público-común y es con eso con lo que el Estado laico se identifica. La laicidad no sería sino justamente la garantía de respeto a lo común. Por ello, las exigencias integradas en lo común está justamente la del respeto a las diversas opciones particulares, a la presencia de éstas en el espacio público-social y al cultivo de cada una de ellas, siempre que no pretendan erigirse en elemento de lo común y no impida el cultivo de otras opciones particulares legítimas. A esta, versión más avanzada y conciliadora de la posición laicista no cabría oponer, por cierto, otro reparo que la pretensión de acaparar bajo su nombre principios, valores y exigencias que lo son, sin más, de la democracia, en cuya aceptación coincidimos quienes, sin embargo, aunque defensores de la laicidad, rehusaríamos ser tenidos por laicistas . Pero ese laicista más suave vuelve por sus fueros y muestra sus verdaderas señas de identidad cuando excluye tajantemente cualquier opción particular del ámbito escolar. Toda la bella teoría general de la laicidad como garantía de libertad y pluralismo hace aguas en la teoría restringida de la laicidad escolar, según la cual la formación ciudadana en lo común es -el laicista lo da por supuesto, le falta probarlo- incompatible con cualquier inspiración particular. El único garante de la formación ciudadana en lo común, al margen y aun contra la sociedad y las familias, si fuere menester será el Estado. Para este laicista, la Escuela es una institución constitutiva de la república, el Estado es el maestro universal de ciudadanía. El laicismo resulta así inseparable de un estatismo educativo difícilmente compatible con un sistema de libertades públicas. Podría desearse que el término laicista quedara reservado para designar esa posición, esa pretensión de mantener lo religioso fuera del ámbito de lo público, aunque, en su versión más moderna, terminara por limitarse al espacio público escolar. Laicismo podría asimismo reservarse para significar la doctrina que expone, fundamenta y defiende -y la actitud de quien sostiene- esa pretensión. Sin embargo, laicismo va a estar todavía cargado de ambigüedad, ya que con frecuencia el contexto le confiere un sentido que equivale al más positivo de laicidad. La preferencia generalizada de la que es hoy objeto en Francia el término laicité frente a laicisme reflejaría, por una parte, la actitud de quienes pueden dar en su contexto por ya realizado en gran medida el ideal laico, y obedecería, por otra, al deseo de alejar de éste las resonancias polémicas que gravan al término laicisme. Los dos términos, con todo, estarían justificados y «habrán de entenderse como complementarios laicidad, para el ideal ya realizado; laicismo, para la movilización militante y la conquista histórica de la emancipación laica [cursivas nuestras]».

Aunque laicidad es término cada vez más frecuentemente utilizado en español y se encuentra registrado en los correspondientes bancos de datos de la Real Academia, aún no ha sido objeto de acogida oficial en el Diccionario de ésta (el DRAE) , en el que sólo encontramos precisamente laicismo. Esto sin duda explica que sea este término ˆlaicismo- el que todavía más se utiliza para significar también esa notam positiva del Estado que aquí consideramos mejor expresada con el término laicidad. Y por la ambigüedad que envuelve a ambos sustantivos -laicidad y laicismo- se ven también inevitablemente afectados los usos que se hacen de los adjetivos laico y laicista. Los borrosos y permeables contornos contornos significativos de laicidad y laicismo los exponen a unos usos pegajosamente sinonímicos, fuente de equívocos y alimento de sofismas. Se explica así, por una parte, la habilidad con que unos trasladan a laicismo (como si éste fuera el único que le correspondiera) el sentido positivo que puede y debe atribuirse a laicidad y la facilidad con que otros transfieran al término laícídad las connotaciones negativas de las que laicismo no consigue desprenderse.

En el DRAE, laicismo (de laico) aparece definido como «doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa». Y el adjetivo laico, a su vez, en su segunda acepción, significará «independíente de cualquier organización o confesión religiosa», donde confesión, a su vez, ha de entenderse en la acepción que el mismo DRAE le atribuye, a saber, la de credo religioso. La nota definitoria de la cualidad o condición de laico (lo que sería la laicidad) se sitúa así en la independencia respecto tanto de instituciones como de creencias religiosas. Y los ejemplos que el propio DRAE ofrece del uso de laico en la segunda acepción dicha son, por cierto, justamente Estado laico 0 enseñanza laica, sumamente significativos ya que, como hemos visto, las pretensiones laicistas sobre la Escuela vienen a hacer de ésta un órgano del propio Estado. Laicista, por su parte, según el mismo DRAE, será el «partidario del laicismo» o, en general, lo «perteneciente al laicismo» . (Y no olvidemos tampoco que laico es originariamente término de uso eclesial en el que significa, tal como se recoge en la primera acepción que le atribuye el DRAE, «que no tiene órdenes clericales». Laico se contrapone aquí a clérigo y es, en ese sentido, también el lego, en cuanto quien no ha recibido órdenes y no ha accedido a la condición de clérigo, dentro de la comunidad a la que se hace referencia, tampoco -se entiende- está en posesión de los conocimientos propios de éste. (Ya dijmos que también en este sentido de lego, es laico el Estado).

Un término en -ismo puede simplemente designar una doctrina, que toma su nombre de un autor (darwinismo, marxismo) o de su objeto (evolucionismo, socialismo) o de características o circunstancias significativas que rodean a éste (protestantismo). Pero, de hecho, esos términos en -ismo, con carácter general y salva alguna excepción contextual, no designan propiamente una doctrina con la que simplemente se expone, explica o enseña, sino una doctrina con la que, además, se defiende o propugna, una determinada realidad, teoría o práctica. Así también laicismo es, como señala la definición, antes transcrita, que ofrece el DRAE, la doctrina que «defiende» la independencia del hombre o de la sociedad respecto de cualquier organización o confesión religiosa. El laicismo no es, pues, pura laicilogía o laicología. Por otra parte, con el término en -ismo no se designa sólo ese tipo de doctrina apologética sino la actitud de quien la asume y propaga. A quien se sitúa en esa actitud y asume esa postura apologética, militante, de defensa de una doctrina que, por esto mismo, puede decirse, profesa, se le designa con un término de la misma raíz pero terminado en -ista. El defensor del laicismo será el laicista. Esa posición militante en la defensa de una doctrina parece, además, llevar en su reverso una actitud hostil a las doctrinas contrarias y a quienes defiendan éstas. Por su propia génesis, en sus usos habituales e incluso con carácter general, los términos en -ismo del tipo que consideramos, se presentan marcados por connotaciones polémicas. Y en este caso, efectivamente, laicismo y laicista parecen atraer sobre sí de modo preferente e inevitable las connotaciones negativas del conflictivo proceso histórico con el que están vinculados. Siendo todo esto así, parecería que a estos términos habrían de reservárseles en exclusiva esas connotaciones negativas, en tanto habríamos de hacer de laicidad y laico términos limpiamente positivos, receptores exclusivos del sentido que corresponde a la realidad a la que con ellos nos remitimos, entendida en el sentido antes expuesto.

En cualquier caso, no parece que sea laicidad el término positivo que hubiera de contraponerse a laicismo. Si laicismo, conforme a su estructura, designa una doctrina y una actitud, laicidad, conforme a la suya, al igual que otros términos semejantes, designará la cualidad o condición de laico. Ésa habría de ser la primera acepción que el Diccionario le reconociera a laicidad: «cualidad o condición de laico». Esa condición, la laicidad, será, en el sentido positivo que aquí le damos, la de «autónomo respecto de la esfera religiosa y eclesíástica», en tanto que, según la definición de laico en el DRAE, consistirá en la «independencia de cualquier organización o confesión religiosa». Ahora bien: la condición de laico -la laicidad (cualquiera sea la definición que de ella se dé)es la realidad misma, la cosa, a la que se referirá la doctrina y/o actitud que la enseña y defiende. Y el nombre que se designara esa doctrina y/o actitud -sobre y en defensa de la laicidad- habría de ser, si hubiéramos de construirlo ahora, de acuerdo con reglas puramente formales, el de laicidadismo (sit venia verbo). Pero en este momento, ya lo sabemos, es laicismo el sustantivo al que los más acuden para designar tanto la doctrina y actitud que ya hemos caracterizado, como la cosa misma, a la que esa doctrina y esa actitud se -refieren, esto es, la condición de laico. 13

Una vez que se establezca una definición adecuada de laicídad, éste sería el término que designara la cosa a la que laicismo se refiriera. Y laicismo podría entonces decirse que es la que defiende la laicidad (con independencia, ahora, de cómo se la entienda), así como la posición de quien sostiene tal doctrina. El término laicismo nos valdría en ese caso para esa doctrina y posición de defensa de la laicidad, en cuanto, aunque no derivado de este mismo término, sí del correspondiente concreto: laico. No habría que inventar laicidadismo. La razón, en todo caso, para ese extraño neologismo no sería tanto de índole teórica, estructural, como histórica y práctica, en cuanto laicismo resultara, en la estimación más generalizada, definitivamente inservible para asumir una acepción asépticamente positiva. Lo cierto es que, en este momento, cuando todavía laicidad no ha alcanzado una estable, generalizada y oficial posición como término al que hubiera quedado reservado el significar la condición de laico, nos encontramos con que laicismo es el término que se emplea también para designar esa condición. Laicismo, pues, salta de uno a otro de esos dos planos. Y tanto significa- según sugiere la semejanza morfológica de dicho término con los demás en -ismo- - la doctrina y/o actitud de defensa y promoción, etc. de una realidad, principio, propuesta, etc, como la realidad misma que se esa doctrina enseña o desde esa posición se defiende, propugna, etc. Así, por ejemplo, se habla, en este momento, del laicismo del Estado o del laicismo de la enseñanza para designar no ya la doctrina que expone y defiende la condición de laico y laica de uno y otra sino la realidad misma o en sí de esa condición real de laico y laica que se atribuye al Estado y a la Enseñanza de que se trata. Podría considerarse deseable que el término laicidad acaparara el sentido positivo con que aquí se concibe la realidad por él mentada, sin ninguna connotación anti- y laicismo, por su parte, quedara reservado, como ya se ha dicho, para hacer referencia a la posición que propugna eliminar lo religioso totalmente o, al menos, relegarlo a la esfera de lo privado. ¿Sería entonces inevitable utilizar laicidadismo para referirnos a la doctrina y defensa de la laicidad sin más?

Las precedentes consideraciones ponen de manifiesto, sin duda alguna, la necesidad de dar cabida con una adecuada definición al término laicidad en el DRAE y establecer así para laicidad y laicismo sentidos claramente distintos Y mutuamente incomunicables. De este modo se reorganizaría, en el mismo sentido clarificador, la correspondencia de laico y laicista con laicidad y laicismo. No sería fácil un acuerdo sobre la asignación fija de esos significados a los indicados términos. En esta materia ninguna propuesta obedecería a una inocua cuestión técnica, sino a una posición respecto de las realidades que se mientan. En todo caso, obviamente serán los usuarios expertos de estos términos los que con su efectivo uso puedan establecer esos significados nítidos que, por su parte, puedan luego, una vez consolidados, recoger los diccionarios y la Real Academia en el suyo. Pero el uso que hagan los expertos de estos términos sólo conducirá a esa deseable precisión terminológica en cuanto esté respaldado por un amplio acuerdo en la correspondiente clarificación conceptual, fruto de la reflexión y el debate. A esa tarea pretenden servir, en la modesta medida en que puedan ser capaz de ello, consideraciones como las precedentes, de las que pueden extraerse, a modo de conclusión, las siguientes proposiciones.

Laico es lo autónomo respecto de la esfera religiosa y eclesiástica. Laico, en este sentido, puede y debe predicarse del Estado y, en general, del entero orden temporal (entendida su autonomía según el Concilio Vaticano 11, Gaudíum et spes, n. 36). Laicidad es la condición de laico, es, pues, la autonomía antes señalada. La laicidad del Estado, que es entitativa neutridad religiosa, lleva consigo la exigencia de neutralidad del poder público respecto de las opciones particulares ante lo religioso que, en uso de su libertad religiosa, adopten los ciudadanos. Y esa neutralidad religiosa del poder público exige la aconfesionalidad, condición y garantía del ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos en pie de igualdad. Laicismo es la doctrina que defiende, así como la actitud de quien defiende y propugna, la total independencia de todo lo público respecto de lo religioso y la reclusión de todo lo religioso en la esfera de lo privado o, en la versión más suave, la consideración de todo lo religioso como opción particular que puede legítimamente hacerse presente en el espacio público-social, excluido el escolar (que de este modo aparece como ámbito de excepción en el que no es posible el ejercicio de la libertad y/o que se integra -¿en razón de qué?- en el espacio público-estatal). Laicista será el defensor del laicismo en el sentido inmediatamente antes dicho. Pero laicismo todavía, en español, se utiliza con frecuencia en un sentido contextualmente positivo" que sería el propio, si existiera, del término laicidadismo. Laicidadista sería el defensor del laicidadismo.

Y, en cuanto a la realidad misma a la que estas consideraciones terminológico-conceptuales se refieren, valga dejar sentada una afirmación básica: La laicidad, la neutralidad religiosa, la aconfesionalidad del Estado -términos con que designamos, bajo distintos aspectos, una misma realidad y exigencia- han de entenderse como condición y garantía del ejercicio de la libertad de conciencia y religiosa por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad. Con lo cual podemos, a sensu contrario, establecer un criterio seguro para juzgar las distintas posiciones y pretensiones existentes respecto de la laicidad: no es válida ninguna concepción de la laicidad de la que se deriven obstáculos o restricciones para el legítimo ejercicio de la ibertad de conciencia y religiosa de los ciudadanos.



Notas:

1. En la elaboración de este articulo se han utilizado consideraciones y expresiones que figuran en el trabajo corresporidiente a la intervención del autor del curso «Existir en Libertad», que, organizado por la Facultad San Dámaso, de Madrid, se desarrolló en 213103, entre los Cursos de Verano de la Universidad Complutense, en El Escorial, bajo la dirección de¡ Prof. Dr. D. Alfonso Pérez de Laborda, a quien agradecemos la autorízación para ayudarnos parciairnente con el correspondiente texto, pendiente de próxima publicación.

2. Las cuestiones que aquí entran en juego no se circunscriben a un sereno espacio académico, sino que ocupan el centro de apasionados debates que se libran hoy, con estruendo a veces, en la plaza de la opinión pública española, como, p. e., sobre la legitimidad de la enseñanza religiosa escolar en los centros educativos públicos o sobre la incidencia de determinadas exigencias morales en la regulación de ciertas materias, desde las llamadas «parejas de hecho» homosexuales al tratamiento de embriones humanos congelados, la cionación humana, etc.

3. «Para la doctrina moral católica, la laícidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica --nunca de la esfera moral--, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado». (Nota Doctrina¡, de noviembre de 2002, de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, n. 6). La laicidad de lo civil y político o del Estado es, pues, autonomía tanto doctrina¡ como organizativa respecto del orden religioso-eciesial. No deja de ser significativo que es «autonomía» el término con que en inglés --Aengua a la que significativamente le es extraño un término perfectamente correspondiente con laicidad- se significa la nota a la que nos referimos con el término laicidad. En la versión inglesa de la Nota Doctrinal antes citada el término correspondiente a laicidad -Wicité, Lalzitát, laicitá, laicidade- es precisamente -the righIful autonomy».

4. González Vila, Teófilo, «El ¡alcista, contra la laicidad», en Alfa y Omega, n.º 388, 5-11-2004, pp. 3-5.

S. Es más: la autonomía del Estado respecto de la esfera específicamente religiosa y eclesial no habría recibido el nombre de laicidad si su afirmación no hubiera tenido que hacerse en frente y contra indebidas pretensiones confesionalizadoras.

6. Parece como si, cuanto más democráticamente avanzado se encuentra un ¡alcista, tanto más «expuesto. está a dejar de serio (dicho sea con todo respeto).

7. Peña-Ruiz, Henri, La emancipación ¿pica. Filosofía de la laicidad, Madrid, Ediciones. del Laberinto, 2001 (Versión española de Dleu et Mariaríne. Philosophíe de la laibité, PUF. Paris, 19991).p.36. Esa complementariedad es la de matices subrayados por uno y otro término que no impiden afirmar que en español funcionan sinónimos, atendido el uso que de uno y otro se hace en numerosos contextos.

8. Si se busca el significado de laicidad en el DRAE a través de internet, (todavía el 14.02.04) se obtiene esta respuesta: «Aviso. la palabra -laicidad. no está en el Diccionario».

9. Un buen ejemplo del ambiguo uso actual del término laico nos lo brinda Várgas Llosa («El velo islámico», El País, 22.06.03) a quien aquí citamos exclusivamente en su condición de eximio usuario de
la lengua española.

10. En Moliner, María, Diccionario de uso del español, 22 edición (Madrid, Editorial Gredos, 1998, vol. 22, p. 144), el término «ausencia- es el que aparece, en vez de independencia: «Laicismio>> será, según una de las acepciones registradas. «Ausencía de influencia religiosa o eclesiástica en alguna Institución; particularmente, en el Estado., así como, en otra acepción: Doctrina favorable a esa ausencia de influencia. Aunque para lo que pretendemos en estas consideraciones, no hemos considerado necesario extendernos en un recorrido por los diccionarios de uso del español más acreditados, una vez que hemos accedido al antes citado, señalemos que en él se registra, junto a laicismo, los términos de laicado, laica¡, lalcalizar, laicidad, ¡alcista, laicización y laicizar.

11. En que el DRAE defina el laicismo por referencia a la «independencia del hombre o de la sociedad respecto de cualquier organización o confesión religiosa- habrá quien vea la Intención antilaicista de reducirlo a una mera postura negativa, corno ausencia de creencias, en lugar de buscar una definición que dé cabida positivamente al laicismo como opción positiva por determinados valores e ideas. «La definición de laicismo en nuestros diccionarios entraña una tergiversación consciente y malévola promovida por las iglesias. No hay que caer en el garlito. (Puente Ojea, http://www.audínex.es). Para Peña-Ruiz, Henri, en cambio: «En el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra laicismo no tiene connotación peyorativa» (o.c., 0. 37 s.). Quien quiera reservar al término laicismo un sentido negativo no sólo no pondrá esos reparos a la definición del DRAE, tino que considerará adecuado el recurso al concepto de independencia en lo que tiene de negativo (por contraste con la idea de autonomía, en el sentido del C. Vaticano li, GS 36).

12. Con laico en el sentido ahora considerado se relacionan términos y conceptos como los de laica¡ y laicado. Laicidad sería la condición de laico, en ese mismo sentido, pero difícilmente se utilizará para designar al conjunto de los fieles laicos que constituyen lo que propiamente se dirá el laicado. Hoy con frecuencia es el término seglar el que se utiliza, en lugar de laico, para designar al no-clérigo o al no-religioso (en sentido juríridico canónico), sin que, en cambio, este término, seglar, incluya, afortunadamente, referencia alguna a la posible ignorancia religiosa de quien tiene el estatuto canónico de tal.

13. Para Moliner, María, o.c., ¡.c., laicismo significa, en la primera acepción que ofrece, lo mismo que laicidad en la única acepción que le asigna: «cualidad de laico».

14. Un ejemplo de uso contextualmente positivo de laicismo nos lo ofrece alguien en quien concurren el historiador, el escritor y el religioso, Garocla de Cortázar, Femando, «Pluralidad y ciudadania», El País, 32 de enero de 2004). Una consideración crítica, negativa, del laicismo como una opción simplista ante lo religioso es, en cambio, la que encontramos en e¡ clarificador articulo de Cortina, Adela, «Confesionalismo, laicismo, pluralismo», ABC, 4 de enero de 2004.

EUGENIO TRÍAS, LA FILOSOFÍA DEL LÍMITE.





Entrevista en Popular TV:

martes, 22 de julio de 2008

DE LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA A LA EDUCACIÓN PARA LA SOLIDARIDAD.

De la Educación para la ciudadanía a la Educación para la solidaridad.

Juan Pablo García Maestro .Teólogo, trinitario, profesor del
Instituto Superior de Pastoral de Madrid.


Desde una lectura cristiana sobre la educación creo que lo primero que pediría es recuperar la memoria filosófica, cada vez más olvidada o deformada por los centros docentes, la industria de la cultura y los “mass media”.


Pienso que el exilio de la filosofía significa el exilio de la verdad en su acepción integral;afecta por ello directa o indirectamente al ámbito de la política y la historia real en su conjunto. Sin una filosofía al servicio de la verdad todo lo demás está condenado a convertirse en mentira. Desestimar o ignorar la enseñanza filosófica es el primer paso hacia la pérdida de la conciencia crítica, sin la cual el hombre se convierte inevitablemente en un ser alienado y, por tanto, en un uguete del poder establecido.

Creo que el estudio de la filosofía es indispensable para la formación humana,intelectual,moral y espiritual de la persona.


Actualmente, y ya desde hace tiempo, el papel de los políticos en la educación es fatal,porque en términos generales están al servicio de la publicidad, del consumismo, del entretenimiento banal y del embrutecimiento ético, en vez de promover valores humanos y culturales.


Lo que el discurso dominante llama globalización es una deformación del concepto clásico de universalidad y una maniobra semántica para encubrir la hegemonía que el Imperio Norte ejerce sobre los países del Tercer Mundo. ¿Está dispuesta la Iglesia a denunciar esta realidad? ¿Prepara el Estado para que los ciudadanos sean críticos contra la actitud que toman los poderosos con los países pobres?

Pretender un Estado confesional o teocrático es un anacronismo, sea en su versión judía, cristiana, musulmana o de cualquier otra religión, por la sencilla razón de que atenta contra la libertad de las personas agnósticas o ateas. Pero, por los mismos motivos, considero que el Estado no debe poner trabas al ejercicio de la fe religiosa. No haberse atenido a este mutuo respeto y tolerancia ha costado muchas tragedias a nuestro país.

Desgraciadamente, hoy predomina la antropofobia y no la antropofilia. Y a este proceso de deshumanización pertenece, en lugar destacado, el auge cada vez más brutal de lo que el filósofo alemán Max Horkheimer denominaba “imperialismo del yo”.


Dicho esto, empezaré diciendo que el concepto de ciudadanía me parece demasiado abstracto, superficial y ambiguo para impartir a la juventud una educación digna de este nombre. Tiene además una clara connotación burguesa, que es la clase que acuñó el término. A mí me suena a despotismo ilustrado. Personalmente me gustaría que en vez de hablarse de “Educación para la ciudadanía” se hablase de Educación para la solidaridad o igualdad social.


Me llama la atención que desde hace muchos años no se haya implantado un sistema de enseñanza que esté pensado para un proyecto largo de duración. En menos de tres décadas se ha cambiado en nuestro país tres veces de sistema educativo. Estoy en desacuerdo que la enseñanza esté en manos de los partidos políticos de turno que nos gobiernan, según quien gane las elecciones. La enseñanza actualmente está muy politizada,y en ella se intenta imponer el sistema ideológico de turno. Se debería buscar una educación integral, que ayude a las nuevas generaciones a pensar por sí mismas, a saber hacerse preguntas, y a dar respuestas a las grandes cuestiones existenciales.Me niego a que los demás sean los que piensen por ellos. Ni los padres, ni la Iglesia, ni el partido de turno han de ser los que anden dando directrices de cómo tenemos que pensar. Aunque sí estoy de acuerdo en que la educación es siempre un ejercicio de polifonía. Es decir, que la tarea de la educación es sólo viable si se fomentan alianzas entre la escuela, la familia, los movimientos sociales, las parroquias, los vecinos…


Más positivo y eficaz sería dejar en manos de un grupo de intelectuales la preparación y presentación un sistema educativo que durase bastantes años. En ese sistema se buscaría una educación que ayude a la realización de la persona, en la que se prepare para que los que elijen su futuro no sea sólo para vivir bien, como un ciudadano aburguesado, sino que se sienta realizado con el trabajo que ha elegido. Hoy nos forman en una mentalidad muy utilitarista y no tanto para realizarnos como personas. Por eso, el sistema educativo ideal es el que potencie las asignaturas de humanidades. Anteriormente he mencionado la filosofía, pero también la religión, la literatura, la historia y las lenguas clásicas (latín y griego). Hoy la gente padece de una falta de dominio del lenguaje. Todo ello porque se lee poca literatura y porque se desconocen la raíces de nuestra lengua. Los jóvenes manejan el sistema de mensajes que envían con los móviles y que luego lo proyectan en la redacción de los exámenes y los trabajos. De seguir así, terminaremos matando el lenguaje.


También la Iglesia ha entrado en este debate sobre la Educación para la Ciudadanía, pero desde mi punto de vista de una forma muy beligerante y con cierto tono apocalíptico. Se han hecho declaraciones en la que demostramos no saber en qué sociedad vivimos y, sobre todo, de que no estamos exentos del peligro de lo que nosotros mismos criticamos, es decir, de ideología.


Si la Iglesia pretende que no se margine la religión,me parece muy bien que lo haga. Pero examinemos bien qué tipo de religión queremos impartir en las aulas. Me causa tristeza, y a veces dolor, la mentalidad política de muchos seglares, religiosos/as, clérigos, obispos muy afín a los partidos más conservadores. Muchos del gremio, sólo escuchan la COPE, o leen la prensa más a fin a los partidos de derechas. ¿No es esto también demagogia? Y mucho de esa mentalidad se transmite en nuestros discursos.


El filósofo español Reyes Mate publicó el 1 de julio de 2007 un artículo que llevaba como título “Creyentes y ciudadanos” en el que escribía lo siguiente: “Se equivoca gravemente la Iglesia española si mide su presencia social por el eco que encuentra en un partido político. Ese eco es ruido y la triste verdad es que cada vez interesa menos su discurso a los creyentes, también a los de ese partido, y al conjunto de la sociedad española. Es verdad que no corren tiempos favorables a la lírica, pero se echa de menos una voz que despierte lo mejor de una tradición tan fecunda como la cristiana que es algo más que familia y sexo”.


Creo que despertar lo mejor de nuestra tradición significa apostar por una educación para la igualdad y la solidaridad. Una solidaridad que vaya más allá de una entalidad en donde se cree que sólo la felicidad consiste en comprar el último modelo de móvil, o el último ordenador que han inventado los americanos o japoneses. Esta es la alternativa que también se debería presentar desde la laicidad. Pero creo que es pedir demasiado a unos y a otros.



Revista Educar(Nos),nº 39.

domingo, 20 de julio de 2008

A. Domingo Moratalla habla sobre Educación para la Ciudadanía.


Entrevista a Agustín Domingo Moratalla

Profesor de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Valencia
Emitida por el programa “Últimas Preguntas” [TVE]

María Ángeles Fernández: Estamos ya muy próximos al verano, a las vacaciones de verano, pero tenemos que pensar, y ahora me dirijo de un modo más especial a los padres de familia, en el curso que viene.Un curso que se presenta con algunas novedades, entre ellas, esa materia o asignatura, ahora lo veremos,que ha sido muy polémica en los últimos meses: la Educación para la Ciudadanía. Nosotros hoy queremos saber qué es la “educación para la ciudadanía”, qué contenidos tiene esta materia, por qué ha generado tanta controversia... Pues, a quién mejor que preguntárselo que a quien hoy nos acompaña, él es don Agustín Domingo Moratalla, es profesor de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Valencia, ha participado en numerosas conferencias, ponencias, encuentros, congresos... hablando, entre otros, de este tema, de la Educación para la Ciudadanía. Que, además, ha plasmado muchas de estas cosas que ahora nos va a contar en este libro: “Ciudadanía, religión y educación moral. El valor de la libertad religiosa en el espacio público educativo”.Mi primera pregunta, para situarnos un poco, ¿qué es la Educación para la Ciudadanía?

Agustín Domingo Moratalla: La Educación para la Ciudadanía es una propuesta que hace la nueva Ley Educativa, que ya está en vigor, y -tal como aparece en el preámbulo de la Ley- es una materia, un área de conocimiento y un espacio de reflexión. Creo que debería haberse precisado muchísimo mejor si es sólo una materia, si es un área de conocimiento o si es un espacio de reflexión... Hay que tener en cuenta que el de la ciudadanía es un tema muy complicado y se presta a lo que podríamos llamar la ideologización del sistema educativo.

Este ha sido uno de los puntos que más polémica ha generado. ¿De qué modo se va a aplicar?, ¿a modo de asignatura?, ¿dentro del horario escolar va a haber unas horas dedicadas expresamente a Educación para la Ciudadanía?, ¿va a ser una de esas asignaturas que antes se llamaban transversales, como Educación en Valores...?

Precisamente, la Educación para la Ciudadanía surge como respuesta a las Insuficiencias que en la LOGSE había respecto a la Educación en Valores. Una de las deficiencias fundamentales de la LOGSE fue el entender la Educación en Valores como algo transversal en todo el currículum. Es decir, que desde las matemáticas, la lengua, la historia y todas las materias, los profesores educaban a los alumnos en valores. La tolerancia, el respeto, la justicia, la igualdad... eran valores fundamentales en todas las materias del currículum.

Los expertos en teoría de la educación consideran que es necesario un espacio de reflexión, una materia,un tiempo dentro del currículum educativo para reflexionar explícitamente sobre cuestiones que tienen que ver con valores fundamentales. Y no sólo con valores fundamentales, sino con lo que podríamos llamar virtudes y lo que tiene que ver con la convivencia. Una de las respuestas fundamentales a la crisis de la LOGSE y al fracaso de la transversalidad de la educación en valores es la sistematización y organización de una nueva materia, de una nueva área de reflexión para todo el currículum... la llamada Educación para la Ciudadanía. Está en Infantil, está en Primaria, está en Secundaria y va a estar en todo el currículum.

Ahora los valores estarán presentes en el currículum educativo pero tendrán un espacio, un área y una materia propia, pero... no sólo como valores, no sólo como virtudes, sino como profundización en lo qué es la ciudadanía, con sus dimensiones legal, política, social y, también, moral.

Planteado así, yo me pregunto ¿por qué ha generado tanta polémica? Suena bien.

En realidad, la propuesta de introducir en un currículum educativo la asignatura es loable y plausible. Ahora bien, no ha sido la mejor forma de introducirla. Lo que ha generado polémica no es el que aparezca una asignatura que se llame “Educación para la Ciudadanía”; lo que está generando la polémica -y esta no ha hecho más que empezar- es la forma en la que el Gobierno ha puesto en marcha esta asignatura, que, repetimos, está planteada como algo mucho más que eso y tiene la dudosa calificación de “área” y “espacio de reflexión”. No es una puesta en marcha o una aplicación inocente o aséptica desde el punto de vista “epistemológico” de la materia.

Detrás hay toda una mentalidad a la que responde esta asignatura, hay toda una cosmovisión a la cual responde la aplicación de esta materia y muchas veces no es tanto la materia cuanto la cosmovisión o la mentalidad desde la cual la materia se promueve.

Y, ¿cuál es esa mentalidad?

Teóricamente, podríamos decir que la mentalidad -desde la que los redactores de la LOE y la Educación para la Ciudadanía han hecho la propuesta- es, desde mi punto de vista, fundamentalmente laicista y beligerante las fuentes morales de la ciudadanía. En realidad, la Educación para la Ciudadanía, tal como está planteada, está presentada como una reflexión sobre las leyes que rigen el sistema democrático y, en general, son, lo que podríamos llamar, una cultura de la legalidad. Ahora bien, la pregunta fundamental que tendríamos que hacernos es... “y ¿por qué es bueno cumplir las leyes y no sólo cumplirlas en si mismo?”, ¿dónde queda la dimensión social, política y moral de la ciudadanía?

La Educación para la Ciudadanía se está planteando como una materia en la que se identifica ciudadanía con legalidad, con conocimiento de la legalidad... y hay un olvido de las razones morales, religiosas o estéticas -por llamarlo de alguna manera- por las cuales es bueno ser ciudadano. Se ha sustraído a la comunidad educativa las razones, los motivos por los cuales hay que ser buen ciudadano o mal ciudadano. Por eso se trata de una tendencia a realizar apología de lo políticamente correcto.

Nuestros alumnos, nuestros hijos van a estudiar leyes, van a estudiar, lo que podríamos llamar el ordenamiento constitucional, pero no se les va a decir porqué, no se les va a explicar cuáles son las fuentes. El problema fundamental está ahí: no se atiende a lo que sería el origen ético del derecho en la cultura de la legalidad.

Y luego hay otro problema muy importante en la Educación para la Ciudadanía: el riesgo de adoctrinamiento de una asignatura donde, en realidad, cuando se realiza desde un planteamiento laicista, desde un planteamiento beligerante con las fuentes y las tradiciones morales se corre el peligro de plantearse cómo única y exclusivamente el aprendizaje de un conjunto de leyes. Tenemos la garantía de que son las leyes de la Constitución y el programa, tal y como está, parece que va a ir en esa dirección, pero hay serias dudas de que en su aplicación concreta vaya por ahí. No tenemos más que analizar los documentos elaborados por el PSOE para descubrir la estrecha relación que han entre esta materia y la vuelta a la legitimidad de la segunda república, como indica el documento que el pasado año elaboraron con ocasión del aniversario de la Constitución.

El pasado mes de noviembre -creo recordar- la Conferencia Episcopal organizó unas jornadas sobre Educación para la Ciudadanía, en las que usted participó. Han sido muchos los obispos españoles que, de un modo particular en sus diócesis se han manifestado. También la Conferencia Episcopal se ha manifestado llamando la atención sobre esta nueva materia o sobre esta nueva área de conocimientos. ¿Qué pasa? ¿No conocemos realmente todo lo que puede albergar esa asignatura? ¿Tan en contra está de los principios cristianos que los obispos están llamando la atención de esta manera?

Son muchas las cuestiones que planteas en tu intervención y la reflexión se ha realizado no sólo por parte de la Conferencia Episcopal, sino también desde sectores como el Foro de la Familia, o la propia CONCAPA. La cuestión es muy amplia. Vamos a intentar centrarla en algunas cuestiones.

En primer lugar, es preocupante que el titular del derecho a la educación sea el Estado. Quienes pensamos que el titular del derecho a la educación no es el Estado, sino que son las familias tenemos que estar atentos y preocupados respecto a los Proyectos de Ley y asignaturas que pongan en cuestión que esta titularidad del derecho.

En segundo lugar la ciudadanía es un tema muy amplio, y en cierta medida, pueden entenderse como un “cajón de sastre” en el que caben muchas cosas. Por tanto es normal esa preocupación de la sociedad en general y, de manera especial, por parte de los obispos, de CONCAPA o del Foro de la Familia. ¿Por qué? Porque fundamentalmente hay un olvido de las fuentes religiosas como fuentes de ciudadanía. Creo que el acierto de las reflexiones que se han producido y el éxito que hayan podido tener de cara a la opinión pública no está tanto en el enfrentamiento a un proyecto de ley... como en llamar la atención a la sociedad de que: primero, el titular del derecho a la educación son los padres; y segundo, -y aquí hay una cuestión fundamental- que las condiciones religiosas son fuente de vida moral y, por tanto, fuente de ciudadanía.

Los obispos, en este caso, están defendiendo, primero, la libertad religiosa; segundo, la libertad de conciencia; y, tercero, lo que podríamos llamar, el hecho de que para construir ciudadanía y para motivar a los ciudadanos a participar en la vida pública, para practicar las virtudes cívicas, una de las fuentes es la religiosa.

En el proyecto, en el desarrollo de la Educación para la Ciudadanía se corre el peligro de olvidar -o dejar de lado- las fuentes religiosas o las tradiciones morales que tienen una vinculación religiosa de cara a explicar, lo que podríamos llamar, la motivación para la ciudadanía. Ahí es donde está el problema. Ciertamente estamos de acuerdo en muchas cosas y podemos encontrar un programa donde se recoja este acuerdo de mínimos de ciudadanía, pero no se puede excluir la legitimidad de los máximos en reflexión sobre los mínimos. Para evitar problemas, conflictos y reflexiones incómodas se dejan de lado las tradiciones religiosas, como si no por el hecho mismo de ser tradiciones religiosas fueran dogmáticas y tuvieran que restringirse a la vida privada.

Hay otra cuestión importante. Los obispos están preocupados por el analfabetismo religioso de los jóvenes. Cuando por parte del sistema educativo no hay la mínima intención o pretensión de formar en cultura religiosa, entonces el sistema educativo promueve generaciones enteras de analfabetos en una dimensión importante de la vida y la cultura. En este sentido, el documento que en febrero la Conferencia Episcopal preparó, mostrando sus preocupaciones, no sólo sobre Educación para la Ciudadanía sino sobre el sistema educativo en general, elabora una serie de reflexiones que llaman la atención sobre esta tendencia cultural y educativa. Los obispos llaman la atención para que la administración educativa y la sociedad en general se de cuenta de que hay lugares de nuestro territorio donde los alumnos no van a poder elegir y se cortará de raíz cualquier conocimiento, estimación y valoración de lo que supone la dimensión religiosa de la vida.

Los colegios donde la Educación para la Ciudadanía no sea planteada de manera abierta o en diálogo con las distintas tradiciones religiosas correrán el peligro de promover generaciones enteras de estudiantes que van a desconocer elementos estructurales de la cultura.

Debemos estar atentos y, sobre todo, motivar a los padres para que asuman con mayor responsabilidad la tarea de llevar adelante una ciudadanía crítica reflexiva. Es interesante observar cómo esta polémica está consiguiendo que muchos padres se sitúen ante sus responsabilidades y descubran hasta qué punto se habían desentendido de sus obligaciones en la educación moral de sus hijos. Ahora se plantean muchos cómo distribuir esas obligaciones con la escuela y se preguntan en qué medida la escuela completa la formación familiar, la pone en cuestión para hacerla socialmente más creíble o la pone en cuestión para destruirla.

Nos hablaba del derecho que tienen que ejercer los padres, que tienen que elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. En el momento actual, en nuestro país... ¿esto está garantizado?

En general, hoy los padres no pueden elegir el colegio que desean para sus hijos, y la prueba está en el elevado número de familias que se quedan sin plaza en determinados colegios concertados e incluso públicos con determinadas características. Es difícil encontrar un sistema justo pero lo que está claro es que el sistema debe revisarse en orden a mejorar su equidad, su eficiencia y, sobre todo, sus posibilidades de garantizar la libertad de elección de las familias. Hoy asistimos a una deriva estatalista, excesivamente administrativista de la educación. Faltan espacios para la libertad de educación, espacios para que los padres podamos elegir el colegio que queramos y, sobre todo, falta una cultura de la responsabilidad de los padres respecto al colegio que queremos para nuestros hijos. La asignatura de Educación para la Ciudadanía está incentivando a las familias para que también conozcan el complejo aprendizaje de sus responsabilidades ciudadanas. Sin pretenderlo, el Ministerio está promoviendo ejercicios prácticos de ciudadanía familiar, y cuando se reacciona a ellos descubrimos dónde está cada cual, quiénes defienden planteamientos positivistas y legalistas, quienes defienden planteamientos críticos y iuspositivistas, y quiénes se desentienden de estos ejercicios de responsabilidad.

Y en el caso de que, una vez que los padres vean cómo se plasma esta Educación para la Ciudadanía en el colegio que han elegido, si es que han podido elegir ese colegio, si no están de acuerdo con ese planteamiento, con ese o con el planteamiento de cualquier otra asignatura... ¿qué pueden hacer los padres, por un lado, y los profesores? ¿Puede haber, incluso, un enfrentamiento o un conflicto entre la materia que hay que impartir y el orden moral de cada uno?

Hay toda una campaña de promoción de objeción de conciencia respecto a esta materia que está empezando y se está desarrollando. Hay argumentos consistentes y sólidos para promover una objeción de conciencia a la Educación para la Ciudadanía, tal y como está planteada en este momento.

Ahora bien, el ejercicio de este derecho -sea en el campo educativo o sea en cualquier campo- requiere un ejercicio de la responsabilidad, no sólo del alumno, sino de la familia. Los padres que estén dispuestos a defender sus principios y sus convicciones religiosas con respecto a esta asignatura no pueden estar solos. Tiene que saber que desde el Foro de la Familia, desde CONCAPA y desde otras asociaciones, tiene información y se les apoyará.

Esta es una tarea complicada donde, el que esté dispuesto a hacerlo, debe saber que se va a encontrar con numerosos problemas: desde el director del instituto, desde el inspector de zona o desde la propia comunidad autónoma le pueden a hacer la vida imposible por haber objetado. Aquí hay un problema estructural, y la gente tiene que armarse de moral para poder enfrentar este tipo de tarea. Dependerá, en muchos casos, del centro educativo, del profesor y la vigilancia o resistencia que hagan las familias.Cuando 10 familias objetan los padres tienen un problema, cuando son 100 familias lo tiene la inspección educativa y cuando son 1000 o más, entonces el problema lo tienen en el Ministerio.

Hay un elemento estructural que no reside sólo en la materia “Educación para la Ciudadanía”. El elemento estructural es una ley excesivamente estatalista, administrativista, que no garantiza la libre formación en cultura religiosa. Una ley que generará -igual que pasó en la LOGSE- dentro de unos años analfabetos religiosos, que, en la vida civil, no van a tener argumentos para poder defender su convicciones religiosas y convicciones morales como fuentes de ciudadanía. No van a poder establecer argumentos para defender que los derechos humanos o que la lucha por la justicia social están relacionados con fuentes morales y con tradiciones religiosas.

Y, una última cuestión que no tiene que ver con la Educación para la Ciudadanía, como asignatura o como materia... pero sí con la práctica, es decir, ciudadanos que sepamos convivir. Uno de los espacios donde se aprende a convivir es, desde luego, la escuela. Sin embargo, nos estamos dando cuenta de que cada vez hay más agresiones -o, al menos, se denuncian más agresiones- hay más problemas, los profesores se quejan de que han perdido autoridad... ¿Qué va a pasar con la práctica o qué está pasando en la práctica?

En la práctica hay dos niveles. Por un lado, el nivel de escándalo con que los medios de comunicación alarman innecesariamente respecto a situaciones. El hecho de que haya una situación puntual de agresividad o violencia en un determinado centro exige un tratamiento concreto y responde a un problema muy localizado, que ha sucedido en otros momentos y que seguirá sucediendo en los contextos educativos.

El tema preocupante en este caso es el hecho de que los profesores estén desmoralizados, el hecho de que la actual ley educativa que se ha promovido, no fomenta el espíritu de respeto al profesor y no supone para nada una confianza en la autoridad del maestro. Mientras no se aborde la confianza en el profesorado; mientras no se dignifique la tarea del profesorado; mientras no se crea que la tarea educativa es una tarea que tiene que ver con la responsabilidad y con el ejercicio de la autoridad en un espacio educativo y en un espacio “público” educativo como el de la escuela, entonces cualquier ley educativa estará condenada al fracaso. La escuela no puede ser la única institución que resuelva los problemas de la violencia que tienen planteados esta sociedad, pero sí tiene que ser un espacio público donde se respeten los aprendizajes, se disfrute con las tareas educativas y se desarrolle toda una cultura de la autoridad moral, el esfuerzo y la exigencia que deberíamos reinventar.

Entonces, ¿cómo aplicarlo y cómo desarrollarlo en el nivel cotidiano? En primer lugar, con la participación e implicación de los padres. En segundo lugar, denunciando cualquier violación de derechos, teniendo en cuenta que el titular de la educación, en este caso, son los padres. La educación democrática no es aquella donde la administración se convierte en familia, sino aquella donde las familias dialogan con las administraciones para promover valores comunes con la finalidad de que los ciudadanos puedan descubrir el valor de la responsabilidad y luchar contra todas las formas de despotismo.

En el tema de la violencia lo más peligroso es el silencio, el autoengaño y la hipocresía. Es fundamental que a la menor situación de acoso, de agresividad o de conducta patológicamente violenta utilicemos todos los recursos educativos posibles. La comunidad educativa no puede promover una cultura de la impunidad ante este tipo de conducta y hacen falta medidas disciplinares ejercidas por todos, no sólo por los maestros o las autoridades educativas, sino por los padres, por los vecinos y por toda la comunidad.En cualquier caso, es deseable trabajar en clave preventiva e ilusionar a unas comunidades educativas que en lugar de estar enfrentándose por el asunto de la ciudadanía estuvieran construyéndola codo con codo. La confianza en el profesorado y la promoción de su autoestima son elementos estructurales que completan la responsabilidad prioritaria de las familias en una verdadera educación para la ciudadanía.

SOCIALISMO Y CLONACIÓN.


AGUSTIN DOMINDO MORATALLA.


Don Agustín Domingo Moratalla, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política, de la Universidad de Valencia, explica las diferentes actitudes de los grupos políticos tras el anuncio de las primeras clonaciones humanas en Corea del Sur. Para el autor, los socialistas deberían sustituir el principio de utilidad por el de responsabilidad en materia de reproducción asistida

....................................................................................


Cuando, el pasado 13 de febrero, los científicos surcoreanos Woo Suk Hwang y Shin Yong Mon anunciaron que habían conseguido aislar células madres de embriones humanos creados por clonación, desconocían la relevancia de esa fecha en la historia de la ética y la política occidental. Ese día conmemorábamos el bicentenario de la muerte de Inmanuel Kant, quien, con las diferentes formulaciones de su imperativo categórico, dejó bien claro que todos los seres humanos merecen ser tratados como personas, es decir, son fines-en-sí mismos y nunca medios. Esta coincidencia de acontecimientos no puede pasar desapercibida en una opinión pública internacional, donde aún no hay unanimidad para regular este tipo de experimentos, porque está en juego la dignidad de las actuales y futuras generaciones.

Es una pena que en el actual contexto preelectoral tendamos a simplificar los problemas y emitir juicios poco matizados en temas tan complejos. Ya conocemos el juicio de la Conferencia Episcopal que –con toda legitimidad– se ha mostrado contraria a cualquier manipulación, instrumentalización o industrialización de células madre embrionarias, como la que se realiza en los laboratorios cuando no se respeta la dignidad de todo el proceso de la vida humana desde el primer momento de la fecundación. También conocemos el juicio del PP, y no tanto por las precipitadas declaraciones que sus líderes hayan realizado, sino por la exposición de motivos de la reciente ley 45/2003, de 21 de noviembre, que modifica la anterior legislación sobre técnicas de reproducción asistida, promulgada en 1988 durante el Gobierno socialista.

Se podrá estar o no de acuerdo con la posición del PP cuando Javier Arenas o Ana Pastor reclaman prudencia, cautela y evaluación sosegada de estos revolucionarios avances. Se podrá discrepar abiertamente de ellos cuando en sus arrebatos electorales afirman: «¡De entrada, no!», incluso se podrá llegar a decir de ellos que son excesivamente cautelosos porque en la legislación publicada el pasado mes de noviembre establecen límites y restricciones a la investigación con células madre.

Los socialistas han tenido una ocasión de oro para dar un giro importante a su trayectoria ideológica y convencer a su electorado para que sepa de una vez que, en estos temas, les preocupa más la responsabilidad que la utilidad. En el anterior debate parlamentario sobre estas técnicas, proponían una enmienda que suprimía todas las trabas a los tratamientos, dejando en manos del médico y la pareja la elección del número de óvulos que se fecundan y embriones que se implantan. Ahora se siguen dejando llevar por el ciego utilitarismo más optimista, que no impone ninguna restricción llegando a decir el candidato ZP algo así como: «¿Clonación?, ¡de entrada, sí!» Aunque es probable que la mayoría de los españoles estén de acuerdo con esta ingenua respuesta, no está del todo claro que apoyarán una legislación biomédica que se deje arrastrar por argumentos de utilidad y no de responsabilidad.

Aquí el socialismo español tiene deberes pendientes y sabe que su historia está llena de contradicciones. El optimismo ciego que ha mostrado ZP afirmando que se trata de un gran avance, sin ni siquiera haberse esperado para leer con detalle la publicación, demuestra una precipitación de principiante. Además, en estos temas, al Gobierno se le podrán achacar otros defectos, pero nunca los de dar la espalda al progreso científico, o imponer su moral.

Los políticos no sólo están obligados a tener convicciones cuando se presentan a las elecciones, sino a ponerlas en juego cuando gobiernan. En los últimos años, el Gobierno también podía haberse dejado seducir por los argumentos de utilidad científica o conveniencia socio-política, pero se ha orientado por el único principio con el que hoy cabe enfrentarse al desafío de la clonación: el principio de responsabilidad. Por eso no sólo cambió la legislación para aplicar las recomendaciones elaboradas por la Comisión Nacional de Reproducción Asistida y el Comité Asesor de Ética de la Ciencia y la Tecnología, sino que pondrá en marcha del Centro Nacional de Transplantes y Medicina Regenerativa.

Los socialistas no deberían perder esta oportunidad de subirse al tren de la responsabilidad y darle la espalda al ciego principio de utilidad. Si estuvieran más atentos a Kant, se habrían dado cuenta que el principio de utilidad nunca es el camino más fácil para abanderar el verdadero progreso, la investigación biomédica más creíble y la razonable esperanza de un futuro mejor para miles de enfermos.

En estos temas, las expectativas que tienen los enfermos en la investigación para luchar contra el sufrimiento, y las esperanzas que todos tenemos para mejorar la calidad de vida, no aumentan cuando todos nos dejamos llevar por la aparente e inmediata utilidad de estas investigaciones. El principio de responsabilidad no sólo obliga a los investigadores para seguir experimentando con cautela, sino a los representantes políticos para rectificar cuando, en lugar de comprometerse con lo justo, se comprometen con lo conveniente.

Agustín Domingo Moratalla



Grupo Correo, 14 de febrero de 2004

LAS TRAMPAS DE EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA.


AGUSTÍN DOMINGO MORATALLA.

Una de las cuestiones más polémicas e importantes del nuevo curso escolar será la preparación del área, materia o grupo de asignaturas que aparecen con el nombre de Educación para la ciudadanía. Será polémica no sólo porque roza la constitucionalidad o porque algunas asociaciones y grupos de profesionales avalarán la objeción de conciencia de los padres para que no sea recibida por sus hijos cuando se implante el próximo curso 2007-2008, sino porque es todo un símbolo de una política educativa intervencionista.

Quienes conocen los procesos de negociación iniciados para elaborar el programa de esto que ni es área, ni es materia, ni es asignatura sino espacio de reflexión (así consta cuando se aprobó en el BOE el 4 de Mayo de 2006, página 17163) saben que se ha tenido que dar marcha atrás a sucesivos borradores de programa porque alguna de las organizaciones convocadas para elaborarlos ha denunciado el intervencionismo. Cuando veamos el programa definitivo y lo comparemos con el que se distribuyó antes de las reuniones del 4 de Abril o 6 de Junio pasado, comprobaremos que se habrán introducido ciertas correcciones, que en educación no se consiguen cuando se convocan procesos de negociación para diseñar los programas, sino cuando se quiere una sociedad abierta.

Por cierto, el hecho de iniciar un proceso de negociación para diseñar esta materia se quedaría en una anécdota si no fuera por el imaginario ideológico que esconde. Si este espacio de reflexión es tan importante como se afirma, ¿por qué someter a negociación el programa?,¿algún padre entendería que el programa de Matemáticas se negociara con los aficionados al sudoku, o que el programa de Lengua se negociara con los lectores del Código da Vinci? El hecho de manifestar interés en un programa no es razón suficiente para intervenir en su redacción, y menos aún en un tema tan serio.

Aunque al Gobierno no le haya quedado más remedio que ceder en este proceso y presentarse ante la opinión pública con el pedigree de la negociación, los impulsores de este espacio de reflexión han lanzado varias trampas a la opinión pública para que su crítica o cuestionamiento pueda deslegitimarse fácilmente como expresión de una mentalidad reaccionaria, cavernícola y antimoderna.

En primer lugar nos encontramos con la trampa del derecho comunitario y la aplicación de lo que supuso el año 2005 como Año Europeo de la Educación para la Ciudadanía Activa. La administración nos recuerda que todos los países de nuestro entorno tienen este espacio de reflexión, pero no nos dice las competencias educativas que incluye, cómo se determinan y el papel activo que en algunos países desempeñan, por ejemplo, las comunidades religiosas. En EE.UU y Europa no hay un único modelo y, para sorpresa de muchos, en esa materia no sólo se enseñan valores sino virtudes tan importantes como la cohesión nacional, el patriotismo o el diálogo interreligioso. ¿Por qué no aparecen en los borradores? ¿Por qué no se busca un acuerdo sobre estas competencias?

Hay una segunda trampa que podríamos llamar la trampa de la modernidad. Quienes se oponen son personas o grupos que no confían en la autonomía de los poderes públicos y están tutelados por intereses poco claros, poco ilustrados y poco modernos. El talismán de la ciudadanía se ha convertido en el talismán de la modernidad, como si hubiera sólo una forma de entender la modernidad y como si las anteriores leyes educativas hubieran generado súbditos y no ciudadanos.

La tercera trampa es una derivación de la segunda y se nos presenta como la trampa del pluralismo. Por fin aparece una administración educativa defensora de la pluralidad, de la diversidad y de la heterogeneidad, por fin contamos con un poder administrativo con capacidad para que la verdad se revele a los alumnos sin que nadie la imponga. Basta leer los criterios de evaluación que aparecen en los borradores para comprobar que se sacrifican la sinceridad, la coherencia, la honestidad y la verdad para garantizar un civismo políticamente correcto (el llamado buenismo). Es curioso comprobar que todo el peso que pierden las materias de Ética y Filosofía en detrimento de la Ciudadanía y los Derechos humanos, lo pierde también el tema de la verdad, como si desde la segunda mitad del siglo XX toda pasión por la verdad no estuviera animada por los Derechos humanos.

También está la trampa de la ética pública, se nos hace creer que ante el fracaso de la transversalidad de la educación en valores que aparecía en la LOGSE, ahora contamos con una verdadera reflexión explícita sobre «los valores comunes que constituyen el sustrato de la ciudadanía democrática en el contexto global» (preámbulo LOE). Los padres libertarios o creyentes se presentan bajo la sombra de sus credos respectivos, como si desconocieran la luz del poder político que ha mediado benéfica y parlamentariamente para transformar los bienes públicos en derecho. Es la trampa del positivismo jurídico que confunde ética pública con ética constitucional y que descalifica dogmáticamente como ética privada toda tradición moral que se resiste a identificar lo público con lo político.

Más importante todavía es la trampa del racionalismo mecanicista, como si los padres que se oponen no quisieran que sus hijos ejercieran la razón pública y tuvieran capacidades cognitivas para controlar las emociones o los sentimientos. Quienes se oponen son presentados como ciudadanos sectarios, contrarios a las normas de convivencia y defensores de una educación elitista, aristocrática y antidemocrática. En la escuela, la gestión convivencial de los sentimientos no es un problema mecánico que se arregla con leyes, normas y pactos, como si el simple conocimiento de los derechos garantizase una convivencia armónica.

Aunque habría alguna más, valga la enumeración de estas cinco trampas para evitar la desmoralización de unos padres y profesores que, trabajando por una ciudadanía democrática, desconfían de este mal llamado espacio de reflexión. El debate está abierto y sólo habrá ciudadanía democrática cuando haya, de verdad, juego limpio.