jueves, 5 de febrero de 2009

FIEL A LOS PROFETAS Y A LOS FILÓSOFOS


Fuente: www.alfayomega.esSe cumplen cien años del nacimiento de Emmanuel Levinas

Fiel a los profetas y a los filósofos

Cien años después del nacimiento de Emmanuel Levinas, el filósofo judío que fue testigo del horror nazi, el diario francés La Croix recoge una entrevista con su alumna Catherine Chalier, hoy profesora de Filosofía en la Universidad de Nanterre-París

¿En qué medida el horror nazi influyó en la filosofía de Levinas?
Levinas estudió filosofía en Alemania con Heidegger, y allí fue testigo del ascenso del nazismo. Más tarde hablará de la continua desesperación en la que vivió aquellos años. Sus escritos de antes de la guerra están preñados del presentimiento del horror que estaba por venir, y después de ella su filosofía estuvo marcada por lo que acababa de vivir. Se trataba de un recuerdo bien cercano, pues él fue prisionero de guerra durante cinco años, y toda su familia, que permaneció en Lituania, fue asesinada.

¿Cómo incidió semejante prueba en su labor filosófica?
Incidió en su idea de no ceder ante la desesperación, y en su idea de la responsabilidad personal. Es un pensamiento centrado en la concepción de la responsabilidad por el otro, y de justicia para todos.

En el centro está la figura del otro y el descubrimiento de que la ética es la filosofía primera. ¿En qué manera constituye esto una innovación?
La pregunta por excelencia de la filosofía es ¿Qué es?: una cuestión que afecta al ser, a la esencia de las cosas, al conocimiento. Sin renunciar a semejante pregunta, el gesto filosófico de Levinas se centra en otra cuestión: mi relación con el otro, mi respuesta a su llamada.

¿Cómo fue acogida su obra filosófica?
Pocos se interesaron por ella en Francia antes de los años setenta. Levinas comenzó a enseñar tarde; hizo su tesis de doctorado, Totalidad e infinito, en 1961. Él estaba atento a todo lo que sucedía en filosofía, en particular a la corriente antihumanista ligada a Foucault, Lacan y Levi-Strauss.

¿Cómo respondió a esta crisis del humanismo?
Levinas acepta el desafío de la derrota del sujeto a manos del inconsciente, de la teoría del lenguaje y del relativismo cultural. Él prueba a buscar de un modo todavía más profundo una dimensión de lo humano que sobreviva al naufragio del humanismo clásico, y descubre un punto de nuestro psiquismo que está ligado al bien y que puede desarrollarse frente a la fragilidad del rostro del otro. No es un sólido fundamento, sino una vulnerabilidad, lo que nos lleva hacia el otro. Es una fuente de esperanza.

Levinas habla del otro y del Otro. ¿Cómo afronta la cuestión de la religión y de Dios?
Levinas no utiliza mucho el término religión, sino que habla de un vínculo que se establece entre el yo y el otro. Es un vínculo siempre abierto, sea hacia el otro, sea hacia Dios.

Judío devoto, practicante y, al mismo tiempo, muy crítico hacia la religión.
Tiene palabras muy duras acerca de cómo la religión se puede servir de Dios para el hombre: un Dios para consolarme, para que responda a mis expectativas, para recompensarme, también para castigarme. Levinas llama a esto el Dios económico. En contraposición, defiende una religión de adultos conscientes de que Dios no está para responder a mis necesidades. Para él, el Dios de la Biblia corre el riesgo del ateísmo, entendido positivamente como el buscar a Dios de lejos, sin hacerle objeto de una necesidad.

«Dios está cuando un hombre ayuda a otro», escribió Levinas. ¿Cómo liga la cuestión de Dios con la ética?
Cuando un hombre responde al rostro de otro que lo busca, cuando responde Aquí estoy a la llamada del otro, entonces, en ese instante, Dios viene a la mente, según Levinas. Venir es lo que cuenta, porque supone un acontecimiento. El camino hacia Dios no puede prescindir nunca de la respuesta al otro.

¿Cómo se lee su obra hoy?
Ciertos lectores consideran que la dimensión judía de sus escritos no puede ser considerada filosofía. Los tachan de teológicos, acusación que él siempre rechazó. Otros hacen la lectura contraria, tratando de apropiarse de Levinas para el judaísmo. Hay un modo de leer a Levinas que considero más pertinente: considerar su obra como una tensión entre dos fuentes, la griega de la filosofía y la judía de las Escrituras. En Totalidad e infinito, habla de una doble fidelidad, a los profetas y a los filósofos. En este sentido, su obra es excepcional.


Élodie Maurot

LAICISMO Y LAICIDAD.


Laicismo y laicidad
Por Manuel Casado Velarde, catedrático de la Universidad de Navarra (EL CORREO DIGITAL, 05/02/09):


En el último Congreso del PSOE, el XXXVII, se puso de relieve el interés del partido por seguir avanzando en la aplicación de su ideario laicista a la política. Ramón Jáuregui, ponente de la comisión de Nuevas políticas e instituciones para una sociedad en igualdad, destacó que en la próxima Ley de Libertad Religiosa se abordarán cuestiones debatidas en el citado congreso, como la ‘progresiva’ desaparición de símbolos religiosos en los actos oficiales y en espacios públicos. Se dibuja, así, en el horizonte de la presente legislatura la paulatina imposición de un prejuicio rancio: el de que la creencia en Dios pertenece, como todo lo religioso, al ámbito de lo irracional, sobre lo cual no cabe argumentar y llegar a consensos de alcance social, razón por la que debe desterrarse del espacio público.
En esta argumentación se esconde un razonamiento falso, propio de la ideología positivista hoy triunfante, que trataré de poner brevemente en evidencia. La falacia estriba aquí en una opción inicial arbitraria. Como ha advertido Coseriu, uno de los lingüistas más importantes -si no el que más- de la segunda mitad del siglo XX, se opta antes de todo, en forma tácita, por reconocer como única realidad (o como única realidad de la que se puede razonablemente hablar en términos de ‘verdad’) la realidad físico-natural; y se concibe y define la existencia -personal y social- únicamente con respecto a dicha realidad. A continuación se declaran carentes de sentido las afirmaciones que no tienen relación con entes u objetos ‘existentes’ en el ámbito de esa misma realidad físico-natural. O con enunciado puntual: 1) se opta por admitir como única realidad el mundo físico-natural; 2) se define la existencia como presencia empírica o experimentalmente verificable de un tipo de entes en este mundo físico-natural; 3) se considera entonces que pueden ser sólo ‘verdaderas’ o ‘falsas’ (correspondientes o no correspondientes a la ‘realidad’) las afirmaciones que conciernen a entes existentes con ese carácter; 4) las afirmaciones que no conciernen a tales entes no pueden ser entonces ni verdaderas ni falsas, y resultan, por lo tanto, ‘carentes de sentido’. Si después se pregunta en sentido contrario: ‘¿Por qué 4?’, se responde: ‘Porque 3′; y luego: ‘¿Por qué 3?’: ‘Porque 2′; ‘¿Por qué 2?’: ‘Porque 1′, o sea: porque así lo hemos decidido nosotros mismos como axioma desde el principio.

El PSOE, consciente de que la palabra laicismo evoca la postura que vengo exponiendo, la ha sustituido por laicidad. Pero laicidad significa otra cosa muy distinta. La Iglesia católica defiende el principio de laicidad, según el cual hay que separar las funciones de la Iglesia y las del Estado, siguiendo la prescripción de Cristo de dar «al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Lucas 20, 25). Las realidades terrenas gozan, pues, de una autonomía efectiva respecto de la esfera eclesiástica: toda intervención de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida, como afirman los papas.

Ahora bien, el hecho de que el ordenamiento político y social goce de autonomía con respecto a las religiones o a los eclesiásticos no significa que sea independiente de todo orden moral. Si es verdad que la actividad legislativa pertenece propia y exclusivamente al Estado, nadie puede negar a la Iglesia ni a los cristianos la defensa de los grandes valores prepolíticos que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Pues estos valores, como ha recordado Benedicto XVI, antes de ser cristianos son humanos. Un ejemplo: el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, defendido también por muchos que no profesan religión alguna. La laicidad respeta que cada ciudadano manifieste públicamente las propias convicciones, estén o no inspiradas en creencias religiosas, con tal de que no se hallen en contraste con el orden moral (la apología del terrorismo, por ejemplo, no cumple esa condición) o interfieran en el orden público.

El laicismo, en cambio, hace del prejuicio de que las creencias religiosas personales no deben comparecer en público (y de que deben sustituirse por otras, digamos ‘laicas’) una religión de Estado. Este carácter ‘religioso’ del laicismo propicia que vea, en las ‘otras’ religiones, competidoras de la única ‘religión’ con derecho de ciudadanía: la decretada por el Estado. Por eso al laicismo le molestan las manifestaciones públicas -y no me refiero sólo a las masivas ni principalmente a ellas- que del hecho religioso hacen los ciudadanos en uso de su libertad. Pero, como en diferentes ocasiones afirmó Juan Pablo II, «no se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental». ¿Todavía quizá estemos a tiempo?

miércoles, 4 de febrero de 2009

DIOS PROBABLEMENTE EXISTE.

Dios probablemente existe
Por Juan Antonio Herrero Brasas, profesor de Etica Social en el departamento de Estudios de Religión de la Universidad del Estado de California en Northridge (EL MUNDO 04/02/09):


La campaña de promoción del ateísmo en los autobuses urbanos, inicialmente impulsada por la Asociación Humanista Británica y después trasladada a España por la Unión de Ateos y Librepensadores de España, fue concebida como respuesta a una provocación del fundamentalismo religioso. Entusiasta y económicamente apoyada por el biólogo evolucionista y ateo militante Richard Dawkins, dicha campaña ha conseguido al menos abrir un incipiente debate sobre una cuestión que nunca ha dejado de ser vital: ¿existe Dios?

En 2004, el filósofo Antony Flew, tras toda una vida dedicada a promover el ateísmo, anunció haber llegado a la irrefutable conclusión de que Dios existe. Las razones para este cambio de convicción las explica en su libro There Is a God. En él nos informa de que su lema siempre ha sido seguir la evidencia racional, le lleve a donde le lleve. En este caso, la evidencia procede de los últimos avances de la ciencia y de la matemática. El origen de la vida, la extrema complejidad y carácter arbitrario de las leyes físicas y lo estadísticamente improbabilísimo de que por un proceso de ciego azar la evolución haya dado lugar al mundo en que vivimos son las cuestiones que han llevado a Flew a afirmar la existencia de un Poder y una Inteligencia supremas más allá del mundo físico. Un mismo Einstein, extasiado ante la complejidad de las leyes de la física y el insospechado orden que revelan, afirmó la existencia de Dios, de quien dijo que «no juega a los dados» con el universo, pues todo parece responder a un perfecto cálculo.

NO HACE FALTA ser un intelectual de élite para entender el argumento más común para la existencia de Dios, argumento que a lo largo de los siglos han ponderado tantos pensadores en el mundo occidental.Me refiero al llamado argumento cosmológico. Se trata de un argumento cuasiintuitivo que delinearé aquí del modo más simple posible para beneficio del lector no familiarizado con los formalismos del lenguaje filosófico. Dicho argumento se basa en la imposibilidad de entender el origen del universo sin postular un creador.

Contrariamente a lo que afirmaba Aristóteles, y a lo que muchos sostenían hasta el mismo siglo XIX, ahora sabemos con certeza que el Universo no es eterno. Tiene una edad (unos 13.700 millones de años) y, por tanto, tuvo un principio. Y de la misma manera que todo lo que tiene una edad y un principio, el Universo no existía antes de ese principio. Si no existe nada más que materia, si no hay Dios, nos encontramos con que el Universo -en última instancia una roca inmensa- ha decidido existir y ha dado lugar a su propia existencia. Pero esa es una conclusión poco plausible.Normalmente no vemos piedras aparecer en el aire sin motivo ni causa alguna. Es más, pensaríamos que es algo imposible, o al menos extremadamente improbable, y eso en un mundo donde existen piedras y donde podría existir una misteriosa ley física que permitiera tal fenómeno. Si eso nos parece imposible, cuánto más el pensar que una roca de las dimensiones del Universo vaya a dar lugar a su propia existencia a partir de la nada, de la absoluta no existencia.

EN SU CONOCIDO ensayo Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell nos informa de que a los 18 años de edad descartó el argumento cosmológico porque si Dios ha creado el Universo entonces habría que preguntarse quién ha creado a Dios, y ello nos llevaría a una infinita y absurda cadena de dioses. Mejor quedarse con el Universo sin más. Mal ejemplo de filosofía el de Bertrand Russell.Evidentemente, tener un principio, y con ello implícitamente una edad, es una condición de los objetos naturales. De Dios precisamente lo que se afirma es que está por encima de la naturaleza (es «sobrenatural») y, por tanto, no está sujeto a las condiciones de la naturaleza, condiciones que El mismo ha legislado. Preguntarse por la edad de Dios es análogo a preguntar cuánto pesa, cuánto mide, cómo huele. Son preguntas que sólo tienen sentido en los seres naturales.

Como parte del argumento cosmológico se suele incluir el misterio que representan las leyes de la física, su carácter arbitrario y el hecho de que todas, en su inconcebible complejidad, estuvieran en pleno funcionamiento desde el primer instante del Big Bang (de lo contrario la expansión del Universo no podría haber tenido lugar). Una mera roca, la pura materia, si es que eso es lo único que hay, no tiene capacidad para inventar leyes de semejante complejidad y ponerlas en marcha en el mismo momento de su nacimiento.

Pero es la Teoría de la Evolución lo que con más frecuencia se ha convertido en arma arrojadiza del ateísmo militante. La evolución biológica, se conciba como se conciba, no plantea un problema especial para la religión. Es, en última instancia, una expresión más de la inteligencia divina. La cuestión crucial está en el origen de la psique humana, es decir, el alma. Incluso Alfred Russell Wallace, hombre de izquierdas y originador, junto con Darwin, de la Teoría de la Evolución, no pensaba que la psique humana, por su naturaleza tan diferente, pudiera ser resultado de la selección natural.

La relación entre cerebro y pensamiento es algo que no entendemos, pero una analogía quizás nos ayude. Si pudiéramos traer a nuestro tiempo a un entusiasta científico del siglo XVIII y le pusiéramos a chatear por internet en un ordenador portátil sin conexiones visibles de cable, seguramente concluiría que los hombres del siglo XXI hemos logrado crear máquinas que piensan, el objetivo final de la ciencia. Sería muy difícil explicarle la enorme complejidad del sistema, y que nos creyera. Pues bien, si Dios existe, la relación entre cerebro y alma/pensamiento representaría el internet final, por así decir, una creación más de la mente divina, que en su extrema complejidad tan sólo la ciencia del final de la historia podría llegar a entender.

CIENCIA y religión ocupan dos ámbitos de pensamiento estrictamente separados. La religión habla de verdades últimas. La ciencia sólo puede hablarnos de lo que aquí y ahora conocemos, que es necesariamente muy limitado. La ciencia de ayer es el chiste de hoy y, sin ninguna duda, la ciencia de hoy será el chiste de mañana. Sobre aquellas cosas que la ciencia no sabe simplemente debe callar, y no ponerse al servicio de ideologías. Las lagunas de la ciencia no se pueden cubrir con actos de fe. Que la ciencia un día averiguará o demostrará tal o cual cosa es una expresión de fe. Es convertir a la ciencia en algo que no es: una religión, o peor aún una superstición. Lo que la ciencia no sabe simplemente no lo sabe. Y no hay que construir conjeturas ideológicamente motivadas ni actos de fe sobre ello porque entonces lo que se está haciendo es ciencia ficción en sentido estricto.

Una buena parte del mundo científico ha adoptado el llamado ateísmo o materialismo metodológico. Es decir, la exclusión sistemática, como cuestión de principio, de cualquier causa no material. Ello a veces lleva a hacer afirmaciones disparatadas, como es el caso de Dawkins en algunos de sus más conocidos libros. En otros casos esa militancia científica conduce a ignorar, o incluso falsear, datos y eventos que constituyen un reto al conocimiento científico.

El mayor obstáculo que presenta la religión convencional es su falta de respuesta satisfactoria al problema del mal y el sufrimiento.Eso es lo que lleva a muchos al abandono de la religión y al ateísmo, y es un problema que es imposible tratar ni someramente en la brevedad de estas líneas. El ateísmo, por otra parte, es difícil de sustentar intelectualmente. El problema es que frecuentemente se sustenta en una percepción extremadamente selectiva de la realidad, y se reviste de la característica arrogancia de quien cree saberlo todo cuando en realidad es víctima de la más patética ignorancia.

LA UTOPÍA DEL ISLAM REVOLUCIONARIO


www.forumlibertas.com/La Firma
04/02/2009
Francesc Torralba Roselló
La utopía del Islam revolucionario


Se presenta como instrumento de una finalidad política que difícilmente puede acotarlo, pues significa el derrumbe de la lógica y la razón


El mundo, políticamente hablando, ya hace tiempo que ha dejado de ser una elipse para convertirse en una esfera. Desde la caída del muro de Berlín, ya no tiene dos centros: Washington y Moscú. Desde hace ya casi dos décadas, tiene un único centro, pero eso no significa que no tenga enemigos que deseen desestabilizarlo. Como algunos han sugerido: el final de la guerra fría dio pie al choque de civilizaciones.

El camino emprendido por ciertos sectores del Islam hacia su conversión en una utopía de sustitución de carácter mundial, estructurada en una red de microestructuras globales que conforman el Islam revolucionario, tiene unas notas muy específicas: una cúspide bien estructurada con una base heteróclita, flexible y autónoma, una ideología utópica, presentada como una ideología de la periferia, una vocación internacional y una explosiva combinación entre el uso de las nuevas tecnologías, manifestado en la guerra en red, y el empleo de suicidas como medios de combate.

El Islam revolucionario no debe confundirse con la rica tradición religiosa del Islam. Esta confusión, fruto de la ignorancia, olvida los ricos valores de esta tradición de raíz bíblica: el sentido del mundo como creación, la pasión por la justicia y el cultivo de la espiritualidad de la persona. Esta confusión, acrecienta la islamofobia y los prejuicios negativos con respecto a quienes profesan esta religión.

El Islam revolucionario tiene un impreciso anclaje terrestre y una clara vocación política utópica, de tal modo que en él se considera la historia como el preludio de un mundo nuevo que constituirá otra forma de materializar el mito dialéctico que se encontraba detrás del nacionalsocialismo y del marxismo.

El Islam revolucionario se constituye, pues, en la nueva ideología de la periferia explotada que lucha contra el centro, entendido como el núcleo del sistema capitalista que trata de imponerse a todo el orbe. Canaliza, de este modo, el malestar de miles de seres humanos explotados y humillados que no encuentran posibilidades reales de vivir una vida digna.

Este proyecto político, fuertemente utópico, justifica la destrucción completa del viejo orden y constituye el recipiente perfecto para enfrentarse a su enemigo occidental. Se expresa, fundamentalmente, en el terrorismo global y genera una sensación de permanente miedo que se traduce en una sociedad preocupada, casi de un modo obsesivo, por la seguridad y la vigilancia.

El terrorismo islamista se revela por su carácter transnacional y alcance global y tiene una gran capacidad de infligir daño indiscriminadamente. Respecto a su finalidad política, se presenta como instrumento de una finalidad política utópica que difícilmente puede acotarlo, pues significa el derrumbe de la lógica y de la razón.

Ante este horizonte, del que no se puede descartar la tremenda prueba del empleo de armas de destrucción masiva por actores no estatales contra alguna de nuestras grandes ciudades, es de trascendental importancia tomar conciencia de las posibilidades de la fuerza bélica. Debemos ser firmes en la defensa de nuestro sistema de libertades civiles y no podemos aceptar la derrota de valores que configuran la base de nuestras sociedades abiertas.

El mundo occidental debe saber responder a tal amenaza, a esa guerra que trata de imponer una nueva toma de la tierra y que sabe integrar su carácter ofensivo revolucionario en el fuerte cauce del resistir, donde para ganar es suficiente con no perder.

lunes, 2 de febrero de 2009

SECULARIDAD CRISTIANA Y DOCTRINA DE LOS DERECHOS HUMANOS


Secularidad cristiana y cultura de los derechos humanos

Arvo.net
Martin Rhonheimer, profesor de ética y filosofía política
01/02/09


La relación entre libertad y verdad debería ser respetada también por los medios de comunicación, sin por ello coartar su libertad —ni siquiera su libertad para la estupidez—, pero sí fomentando su sentido de responsabilidad y castigando democráticamente su abuso

En las páginas que a continuación siguen me propongo bosquejar cómo se relaciona la identidad cristiana —pensando principalmente en los católicos— con el secularismo político moderno y qué significa esa relación para la justificación pública de los derechos humanos.

Es bien sabido que la Iglesia católica sólo ha llegado a reconocer plenamente la secularidad del Estado y los principios políticos de la democracia constitucional como un logro cultural tras un largo periodo de mutua hostilidad y conflicto. pero al obrar así, la Iglesia se ha reconciliado con una parte esencial de su propio legado cultural, que está marcado por el dualismo, genuinamente cristiano, de poder espiritual y poder temporal y por la afirmación de la intrínseca secularidad del último. Esta evolución ha sido posible gracias a que ya en los primeros siglos de su existencia el cristianismo había asimilado el espíritu filosófico de la racionalidad y la cultura griegas y el espíritu racional del pensamiento jurídico romano.

Es bien sabido, asimismo, que mientras que el catolicismo y el protestantismo europeos estuvieron marcados por largas tradiciones modernas de alianzas entre «el trono y el altar» y de Estados confesionales, en los Estados Unidos de América el reconocimiento de la secularidad del poder estatal y del gobierno fue una característica del proyecto fundacional de la Constitución estadounidense desde sus primerísimos comienzos. Una religión no oficial fue parte de la solución que permitió encontrar un modo pacífico de unir en un proyecto constitucional común a ciudadanos y grupos sociales de ideas religiosas y filosóficas divergentes. En consecuencia, la religión llegó a convertirse en una fuerza constructiva en la vida pública estadounidense, y la secularidad del Estado y la religión no se percibieron como valores necesariamente incompatibles.

En Europa, en cambio, la religión fue considerada desde la Reforma protestante y las posteriores guerras de religión como un problema de primera magnitud. De aquí que la Ilustración europea y el constitucionalismo liberal llegasen a entender la libertad religiosa como un instrumento para asegurar la independencia y la secularidad del poder estatal en orden a neutralizar, si no a destruir, la posible influencia de la religión sobre la política. En el habitual modo europeo de entender las cosas, «secularidad» y «laicismo» significan frecuentemente una especie de credo político areligioso, que implica incluso la negativa a reconocer la tradición cristiana al menos como el legado cultural común que contiene los recursos que hicieron posible el Estado secular moderno.

Este carácter parcialmente anticristiano, e incluso anticatólico y antieclesiástico, de la Modernidad europea ha sobrevivido en algunas formas extremas de «laicismo» (adquiriendo su expresión más típica en Francia). Este proceso ha llevado a alternativas engañosas: se opone la «secularidad» a la «fe religiosa», el «derecho a la libertad religiosa» (incorrectamente identificado con el «indiferentismo religioso») a la «existencia de la verdad religiosa», etc. Ese mismo proceso ha llevado también a hacer una desafortunada equiparación ideológica e institucional de estas alternativas. La secularización del poder estatal, su independencia y autonomía, especialmente en las condiciones que carac terizan a la soberanía popular democrática, así como la secularización de la sociedad en el sentido de su desclericalización, fueron percibidas, desde un punto de vista religioso o incluso clerical, como dirigidas esencialmente contra la misión misma de la Iglesia. Con el Concilio Vaticano II, sin embargo, la Iglesia católica ha llegado a reconocer plenamente el Estado secular y neutral en lo religioso como un valor positivo y como un logro cultural, y también junto con ello la idea moderna de los derechos humanos. Me parece significativo que en su mensaje navideño dirigido a la curia romana el 22 de diciembre de 2005 Benedicto XVI no sólo se haya referido positivamente al «modelo de Estado moderno» originado en la Revolución americana, sino que también haya distinguido la segunda fase de la Revolución francesa —su fase jacobina o «radical»— «que ya no quería dejar prácticamente espacio alguno a la Iglesia» de su primera fase liberal-constitucionalista. Ahora bien, esa primera fase, caracterizada por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, fue condenada en su momento por el papa Pío VI como apostasía nacional de la fe católica. Este cambio de actitud hacia la realidad terrena del Estado y de la política —que no ha sido un cambio en la doctrina de la fe— no es sólo una prudente adaptación, comprensible porque hoy en día la Iglesia católica existe en un entorno secular y pluralista. Según muestra la declaración del Concilio sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, se trata más bien de un cambio de actitud que refleja un giro hacia lo que ahora se juzga como más congruente con el espíritu del Evangelio.

Sin embargo, a mi parecer, no todos los problemas quedan resueltos con este reconocimiento de la cultura política secular y de la idea moderna de los derechos humanos. Una pregunta crucial para los cristianos, planteada por la Modernidad, sigue sin respuesta. Se podría formular esa pregunta como sigue: «¿Qué significa para los cristianos participar como cristianos en una cultura política y en una vida pública definidas por la idea moderna de secularidad?». O bien, con otras palabras: «¿Es posible para un cristiano que cree en una verdad religiosa determinada y se adhiere a valores morales objetivos enraizados en ella participar en una cultura política definida por los valores seculares, el pluralismo y la neutralidad en lo tocante a esa verdad religiosa y a las exigencias morales que dependen de ella?».

El problema al que hacen referencia estas preguntas no es el problema del multiculturalismo. Es un problema muy distinto. El problema que suscitan estas preguntas concierne al simple hecho de que el pluralismo de la Modernidad occidental es la consecuencia de la libertad y de las instituciones liberales características de una sociedad que reconoce los derechos humanos. Ahora bien, el pluralismo así originado es también el resultado de un desacuerdo sobre cuestiones morales fundamentales legítimo y en ocasiones epistemológicamente comprensible. El pluralismo, por otra parte, es también el resultado de la ignorancia, del abuso de la libertad y de hábitos viciosos. No obstante, es esencial para la libertad política y la libertad civil que esté permitido usarlas mal: de otro modo, no existiría libertad alguna. Forma parte de una cultura política que acepta plenamente la libertad permitir también esta clase de pluralismo, dentro de ciertos límites definidos por la ley. La libertad política y la libertad civil que lo hacen posible no dejan por ello de ser valores políticos. El pluralismo está definido como una especie de variedad interna —religiosa, ideológica, también étnica— de una cultura política determinada y está enraizado en su suelo común (parte del cual podría ser la cultura de los derechos humanos). Por lo tanto, el pluralismo no es un riesgo para la cooperación social, la unidad ni la paz. El multiculturalismo, por otra parte, no es sencillamente pluralismo, sino precisamente la variedad consistente en la coexistencia en una misma sociedad de suelos culturales comunes, y por ello también de culturas políticas y jurídicas.

Es un grave problema y, como tal, no es posible aceptarlo sin poner en peligro el orden constitucional de una sociedad democrática. En suma: una sociedad multicultural en sentido estricto no es posible. Por esa misma razón, la vida pública internacional y la cultura de los derechos humanos presuponen un suelo cultural común. La cuestión es qué clase de suelo debe ser ése.

Precisamente los desafíos del multiculturalismo —planteados sobre todo por el fundamentalismo islamista en la medida en que es hostil al pluralismo secular— nos proporcionan la evidencia de que en la raíz del pluralismo occidental hay un fundamento común de valores, aunque ese fundamento está definido en la mayor parte de las ocasiones en términos políticos de un tipo estrictamente secular. La ciudadanía misma, que es un valor político y público básico, debe ser definida sobre un suelo común de valores culturales compartidos; no se la puede definir de un modo multicultural. La cultura moderna de los derechos humanos en la forma occidental de entenderlos deja su impronta en el modo de entender la ciudadanía de una manera concreta y específica que no está abierta a cualificación multicultural alguna. La ciudadanía entendida en estos términos es una especie de «absoluto político». Esta es la razón de que una «sociedad multicultural» en sentido estricto no resulte posible: ya que no podría definir «estándares» comunes de ciudadanía, ni los derechos, libertades y valores políticos correspondientes1.

En el modo europeo de entenderlo, la naturaleza de ese suelo común es la idea de ciudadanía liberal-democrática —«liberal» en un sentido amplio— que está estrechamente relacionada con libertades y derechos básicos que definen el estatus de los ciudadanos independientemente de sus identidades religiosas, culturales o étnicas. La variedad «multicultural » o el pluralismo en este nivel son imposibles. No existe un término medio o coexistencia, por ejemplo, entre la sharia por un lado y el modo secular occidental de entender el imperio de la ley. Creo que se puede aplicar esto mismo, mutatis mutandis, a la vida pública internacional.

También a mí me parece evidente que los cristianos, particularmente los católicos que creen sin reservas pueden y deben compartir el modo secular de entender la ciudadanía democrática moderna. Igualmente, deben participar en la implementación de los derechos humanos en el plano internacional. Sin embargo, lo harán —o, en mi opinión, deberían hacerlo— de una forma distinta de la que emplee, por ejemplo, un ciudadano ateo, agnóstico o sencillamente no creyente. El ideal de ciudadanía secular democrática de un cristiano podría ser lo que me gustaría denominar «secularidad cristiana». «Secularidad cristiana », según yo la entiendo, significa desarrollar la propia identidad cristiana y realizar la propia vocación cristiana en el contexto de una sociedad —y de una comunidad internacional— cuyas instituciones públicas están definidas de forma secular, aceptando plenamente —con la información y a la luz que proporciona la experiencia histórica— esa secularidad como un valor político y considerando esa aceptación parte integrante de la propia autocomprensión como cristiano. Para utilizar un término rawlsiano, «secularidad cristiana» significa para los cristianos entrar en un overlapping consensus o «consenso entrecruzado», que podría ser apoyado y alimentado epistemológicamente por las firmes convicciones morales y religiosas que albergan los cristianos, pero que no es idéntico a ellas ni se deriva de ellas. La secularidad cristiana, así definida, significa ser capaz de vivir una especie de «identidad diferenciada » o «doble» como cristiano y como ciudadano.

Es de notar que esa «identidad doble» o «diferenciada» no significa partirse uno en dos realidades existenciales, ni vivir una doble vida, ni tampoco, como ciudadano y primariamente en la esfera pública, dejar de comportarse y de tomar decisiones propias de un cristiano. «Doble identidad» significa, más bien, la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales, y, con ello, de afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad humana y necesitadas de cambio (por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó «cultura de la muerte»). También significa, asimismo, la capacidad de distinguir entre, por un lado, lo fundamental en el nivel de los valores políticos para una sociedad civil y para el bien común estrictamente político, y, por otra parte, lo más alto y, desde las propias convicciones religiosas y morales, más santo en el nivel de los valores. Por consiguiente, «doble identidad» significa la disposición a reconocer la legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien, y por tanto a apoyar como legítimas a instituciones políticas incluso cuando, en determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la razonabilidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la legitimidad de las instituciones democráticas (es decir, no actuar así solamente porque se considere improbable que los medios ilegales o incluso violentos tengan éxito).

En el pasado, esto de la «secularidad cristiana» se consideraba una paradoja. Así, era típico de los católicos reclamar el derecho a la libertad religiosa sólo para los católicos, y conceder a las otras creencias una prudente tolerancia. No encontraba aceptación el principio de reciprocidad implícito en la aceptación de una democracia constitucional, puesto que la tradición católica previa al Concilio Vaticano II no aceptaba como valor político la fundamental reciprocidad de las demandas de derechos políticos con independencia de que fuesen o no ejercitados de conformidad con la verdad. La reciprocidad es esencial también para una cultura de los derechos humanos en el plano internacional. Y es que presupone para los miembros de otras culturas y religiones algo análogo a lo que he denominado «secularidad cristiana».

La antes mencionada «doble identidad» como cristiano y como ciudadano no significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una contribución específica como cristianos a la conformación social y política de este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero en un mundo secularizado y de un modo secular. Un mundo secularizado es un mundo sin instituciones religiosas que, por razones espirituales, estén en condiciones de establecer efectivamente limitaciones de la soberanía de las instituciones políticas o de ejercer alguna forma de tutela políticamente institucionalizada. De igual modo, un mundo secularizado es un mundo en el cual los cristianos, siguiendo su conciencia bien formada, están llamados a cooperar codo con codo con todos los hombres, compartiendo con ellos su identidad común como ciudadanos y sin reclamar otros derechos que los que comparten con todos los ciudadanos.

La secularidad tiene consecuencias no sólo para la cooperación política de los ciudadanos en general —y, en el plano internacional, para la cooperación de las naciones, que pueden ser consideradas ciudadanas de una comunidad internacional— sino en primer lugar para la razón pública y los discursos justificativos públicos. Concierne al modo en que los «ciudadanos de fe»2 se relacionan con la cultura política pública. La mejor manera de ilustrarlo es tomar como ejemplo la justificación de los derechos humanos. Existen diferentes discursos acerca de los derechos humanos: discursos exclusivamente políticos, pero también discursos religiosos y metafísicos. De hecho, la Iglesia católica usa ambos. A veces se dice que los derechos humanos sólo se pueden fundamentar firmemente en la verdad metafísica sobre el hombre, o que su fundamentación estable presupone incluso la aceptación de la antropología cristiana, de conformidad con la cual el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Sin embargo, dado el hecho del pluralismo moderno y del carácter multicultural de la plaza pública y de la vida política internacionales, proporcionaría una base política muy débil a los derechos humanos. Si su efectivo reconocimiento político y su validez jurídica necesitasen depender de supuestos metafísicos compartidos acerca de la naturaleza del hombre, o de un reconocimiento compartido de la verdad teológica de que ha sido creado a imagen de Dios, la posición política de los derechos humanos sería bien incierta y frágil. En realidad, los fundamentos metafísicos y teológicos estarían lejos de proporcionar un suelo común, y serían más bien objeto de disputas y desacuerdos, como lo son generalmente los asuntos metafísicos y teológicos.

El politólogo canadiense Michael Ignatieff arguye, por tanto, que la fuerza de una cultura basada en los derechos humanos está precisamente en suministrarles justificaciones exclusivamente políticas que sean lo más independientes que resulte posible de supuestos y pretensiones de verdad metafísicos o religiosos, y que apelen más bien a convicciones compartidas intuitiva y comúnmente acerca del carácter ventajoso de esos derechos: aunque no podamos ponernos de acuerdo acerca de por qué tenemos derechos, todos vemos de qué nos sirven en realidad y por qué los necesitamos, y esas «razones prudenciales para creer en los derechos humanos son mucho más seguras»3.

Esto puede sonar a provocación o incluso una muestra de cinismo —principalmente porque Ignatieff opone a la «política de los derechos humanos» la «idolatría de los derechos humanos»— pero en realidad es el modo en que tienden a funcionar las cosas en la moderna sociedad pluralista. La Modernidad secular, que es esencialmente pluralista, está necesitada de un mínimo fundamento para conseguir un máximo consenso. Según hemos mencionado más arriba, esto es incluso más verdadero cuando se aplica a la vida pública internacional en un mundo globalizado, que a la vez que es genuinamente multicultural está necesitado de «estándares» compartidos de justicia y de cooperación equitativa. En este sentido, el carácter secular de las organizaciones internacionales es una ventaja. En suma: la idea moderna de los derechos humanos es, en realidad, una concepción política basada en un fundamento justificativo relativamente tenue. Cuanto más ligada esté su justificación pública a premisas metafísicas y religiosas, menos capaz será de hacerse valer políticamente y de llegar a ser implementada universalmente.

Ahora bien, eso es sólo una verdad a medias. Es, por así decir, la mitad estrictamente política de la cuestión. La otra mitad, sin embargo, no es necesariamente idolatría o, como sugiere Michael Ignatieff, «imperialismo moral». La política vive, en realidad, de recursos morales que no pueden crearse a sí mismos. Además, muchos de esos recursos morales surgen, no sólo históricamente, sino también en la conciencia de los ciudadanos, de sus convicciones religiosas, o al menos están ligados a ellas. Este es el caso, o debería serlo, principalmente de los cristianos, cuyo credo, junto a su carácter sobrenaturalmente revelado, incluye también —al menos en su forma católica— una tradición de ley natural que posee en sí misma una dimensión política y secular, es decir, puramente racional. Por otra parte, la política misma es un tipo específico de comportamiento moral y debe ser evaluada en último término con criterios de moralidad. Así pues, incluso una cultura de los derechos humanos justificada en la esfera pública mediante valores exclusivamente políticos debe ser entendida por sus partidarios como un valor moral. Dado el carácter secularizado y pluralista —y, en el plano internacional, incluso multicultural— de la realidad política moderna, la justificación política reductiva es una necesidad política. No obstante, el pluralismo necesita fundamentos categóricos que no sean a su vez pluralistas o meramente políticos, o que al menos sean aptos para darle base sobre convicciones morales firmes y sobre la clase de discurso racional apoyado en la justicia que denominamos «ley natural»4.

Por consiguiente: ni una concepción política de la justicia justificada en el contexto de un «consenso entrecruzado» entre ciudadanos de distinta orientación filosófica y religiosa ni las instituciones correspondientes pueden vivir sin ser alimentadas con la sustancia moral de las creencias, credos y convicciones de quienes forman ese consenso. En este nivel de argumentación, estamos convencidos como cristianos de que sólo una fundamentación enraizada en la verdad metafísica acerca del hombre puede proporcionar a una cultura de los derechos humanos la base cognitiva última y estable y de que, por lo tanto, la secularidad cristiana tiene una misión crucialmente importante. Considerando las comprensibles dificultades que no sólo el catolicismo sino también amplias corrientes del protestantismo han tenido con la creciente cultura política de la Modernidad secular y la idea misma de los derechos humanos y la igualdad política civil, como cristianos tenemos que afirmar esto con una cierta humildad. Al mismo tiempo, sin embargo, como cristianos deberíamos tener lo que ha sido denominado «complejo de superioridad»5: deberíamos saber que, una vez aceptada la lógica del mundo secular y del pluralismo como resultado de la libertad, la revelación cristiana y la fe cristiana proporcionan el más fuerte apoyo cognitivo —y de ese modo, indirectamente, también político— a una cultura política basada en dar fuerza de ley a los derechos humanos. El magisterio de Juan Pablo II sobre los derechos humanos ha hecho su más decisiva contribución precisamente en ese plano y en ese sentido. Particularmente en su encíclica Centesimus annus encontramos la reconciliación de la Modernidad política secular (constitucionalismo, democracia, la prioridad de la libertad, los derechos humanos) con una fundamentación trascendental, metafísica y en último término religiosa de la base moral de la secularidad moderna6. Esta lógica de la política es necesaria y plenamente idónea para proporcionar una plataforma común a la cooperación de los ciudadanos en condiciones de pluralismo. Pero la lógica de esta política no es capaz de mantener en pie su legitimidad y rectitud morales sin tener raíces en algo que es esencialmente no sólo «político».

En lo que he denominado «secularidad cristiana » hay, así, una paradoja: es la paradoja de la necesidad existente en las sociedades seculares modernas y pluralistas y en la vida pública internacional de, a la vez, una justificación política minimalista de los derechos humanos, la justicia política, etc., y una concepción metafísica y ética de esas nociones que no sólo vaya mucho más allá de tales justificaciones meramente políticas, sino que también les preste apoyo.

A mi parecer, esta paradoja, en primer lugar, prueba la inesquivable validez del principio moderno —unilateral en su original forma hobbesiana — authoritas, non veritas facit legem, es decir, el principio de la primacía institucional, legal y práctica de lo político sobre lo metafísico. Ni que decir tiene que estoy lejos de abogar por la solución hobbesiana de este problema, que somete las pretensiones de verdad y las normas de justicia enteramente a la factualidad de la ley positiva7. Pero suscribo esa máxima en el sentido de reconocer la legitimidad democrática y, así, la validez legal de la ley aun en los casos en que se considere, dentro de ciertos límites, que es injusta, falsa y necesita ser anulada por medios igualmente legales y democráticos. Este es el precio que tenemos que pagar por la cooperación pacífica social e internacional, la prosperidad, la justicia —siempre imperfecta— y, sobre todo, la libertad política y civil. Sin embargo, este precio es más bien bajo y, ciertamente, es razonable pagarlo. Según sabemos por la historia, las alternativas son la continua amenaza de guerra civil o bien, en otros casos, la represión autoritaria o incluso totalitaria en nombre de alguna ideología que pretende estar en posesión de la verdad, y, en el plano internacional, la dominación injusta y la guerra.

En segundo lugar, y precisamente por la razón de la inevitable primacía práctica de lo político sobre lo metafísico, se debe reforzar entre los ciudadanos la verdad acerca del hombre. Justamente porque la libertad política en el plano nacional y los derechos de participación en las organizaciones internacionales se definen y legitiman por su relación no con la verdad moral y religiosa, sino con valores políticos como la paz, la libertad, la igualdad, la eficiencia económica, el desarrollo, etc., la conciencia de la relación de la libertad con la verdad se debe reforzar en el nivel no político o prepolítico. Se la debe cultivar primariamente en la familia y, en general, en la educación. El sistema educativo de la sociedad no puede seguir la lógica pluralista y meramente política de la justificación pública, aunque también tiene que respetar valores fundamentales de libertad civil e igualdad. La educación tiene que promover virtudes morales. Mientras que la política y la ley hablan predominantemente el idioma de los «derechos» (que, por supuesto, siempre generan deberes de terceros), la educación y las virtudes morales deben, principal aunque no exclusivamente, hablar el idioma de los deberes y del compromiso con lo verdaderamente bueno. Finalmente, la relación entre libertad y verdad debería ser respetada también por los medios de comunicación, sin por ello coartar su libertad —ni siquiera su libertad para la estupidez—, pero sí fomentando su sentido de responsabilidad y castigando democráticamente su abuso: la manipulación y la estupidez se deberían castigar mediante las leyes del mercado, es decir, rehusando consumir productos que ofendan a la dignidad humana o sencillamente sean indecorosos.

De este modo, «secularidad cristiana» significa reconocer la secularidad de las instituciones políticas y simultáneamente apoyarlas, e incluso impregnarlas con la sustancia moral de la fe cristiana y de la rectitud; ello debe tener lugar principalmente en el nivel regulado por la ley natural, que, como tal, no es «cristiana», sino sencillamente humana, si bien hoy en día son sobre todo los cristianos quienes la promueven y defienden. Por ejemplo: garantizar legalmente un derecho al aborto y apoyar con el sistema público de salud las correspondientes decisiones es, ciertamente, un gran mal, y se opone al bien común de la sociedad humana, pero de ello no tienen la culpa la cultura política democrática o la secularidad del Estado, sino que, antes bien, es un problema de la sociedad civil y de su sistema predominante de valores, que hace posibles tales leyes o tal jurisprudencia. Es exacta y predominantemente en este nivel donde el fermento cristiano está llamado a hacerse notar, y en el plano internacional a veces encuentra aliados en otras culturas.

De este modo, la famosa y tan denostada frase de Ernst-Wolfgang Böckenförde de que el Estado secular moderno vive de presuposiciones que él mismo no puede crear ni garantizar pudiera ser invocada una vez más, e incluso extendida a la vida pública internacional y a sus instituciones de autoorganización política: esas presuposiciones son la sustancia moral de sus ciudadanos y de la sociedad como un todo, y también de naciones enteras8. Es en este nivel, donde yo veo el papel de la Iglesia como institución jerárquica con autoridad: actuar a través de sus enseñanzas y de su atención pastoral sobre las conciencias de los ciudadanos, pero no participar directamente en la política misma. Implicarse en política es tarea de los laicos cristianos, y lo harán como ciudadanos, pero como ciudadanos de fe, ejercitando por ello sus derechos políticos libre y responsablemente9.

En mi opinión, aún tenemos que descubrir el moderno ciudadano cristiano para el que el carácter secular de la vida pública y del pluralismo no es sencillamente una molestia o incluso un atropello, sino que se siente en él como en casa y reconoce el pluralismo, en cuanto resultado de la libertad política, como un valor político fundamental que ha de ser defendido. La secularidad, sin embargo, no es un proyecto consistente en secularizar la plaza pública en el sentido de una ideología de laicismo que aspire a la ausencia en la misma de cualquier referencia a la religión o a los valores religiosos.

La secularidad no es libertad respecto de la religión, sino libertad religiosa, que sólo es posible si el Estado ni entra en una alianza con un credo religioso, ni sucumbe a tentaciones de definir o incluso imponer una verdad religiosa. Admito que libertad religiosa también significa proteger de la religión las instituciones públicas que encarnan el poder coercitivo del Estado. No obstante, para obtenerla, no se necesita una cultura pública de «no religión», «antirreligión», «agnosticismo» o cosas parecidas. Lo que se necesita, en vez de eso, es una conciencia pública no sólo de la incompetencia del poder coercitivo del Estado para definir y sancionar la verdad religiosa, sino también, y simultáneamente, de la importancia que tiene para la sociedad estar formada por ciudadanos que mantengan firmes convicciones morales —estén o no enraizadas en una religión— que den soporte y alimento a la cultura política secular. El ideal del Estado secular y de la cultura política secular no corre peligro por semejante presencia de la religión en la vida pública nacional e internacional.

Así, incluso en el marco de la secularidad y del pluralismo modernos hay muchas posibilidades de integrar las creencias religiosas y las pretensiones de verdad metafísica con un modo democrático, constitucional y liberal (en el sentido amplio del término) de entender la vida política. La conformación concreta de esa integración, en el plano de cada país, dependerá de las tradiciones y particularidades de las diferentes naciones. En presencia de los desafíos del multiculturalismo, esencialmente la presencia en países europeos de un creciente número de ciudadanos musulmanes que no comparten el legado común occidental y cristiano, Europa tendrá que cobrar conciencia de sus raíces cristianas, no para «recristianizar» la vida pública en el sentido de invertir el proceso de secularización moderna y discriminar a los no cristianos, sino exactamente al contrario: para mantener y, si es necesario, defender la fuerza pacificadora e integradora de una cultura política secular basada en los derechos humanos y en las libertades políticas fundamentales.

Quizá vaya resultando cada vez más obvio que necesitamos recordar las raíces cristianas de la secularidad y de la cultura política modernas precisamente para defenderlas con éxito y seguir desarrollándolas en su secularidad misma. Sobre esa base podremos también como ciudadanos ofrecer una integración real a quienes posean un origen cultural distinto del nuestro: sin urgirles a que entren en una cultura cristiana, pero también sin negar que este mundo moderno secular es un fruto maduro de la índole civilizadora histórica del cristianismo capaz de llegar a ser patrimonio global en un mundo multicultural.

Qué suceda finalmente en el plano de la vida pública internacional no puede ser sino una reacción a la exitosa acomodación entre religión, cultura y valores seculares en la vida de las distintas naciones.


Texto integro de la ponencia elaborada por Martin Rhonheimer, profesor de ética y filosofía política en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), para el simposio «Una disparidad creciente. Raíces cristianas vivas y olvidadas en Europa y los EE.UU.», celebrado en Viena en 2006, dentro de un ciclo de sesiones sobre los principios rectores de la vida pública internacional. La traducción del original en inglés ha sido realizada por José Mardomingo. Publicado en Nueva Revista,


N O T A S


1 Ver mi trabajo «Cittadinanza multiculturale nella democrazia liberale: le proposte di Ch. Taylor, J. Habermas e W. Kymlicka», en Acta Philosophica 15:1 (2006), 29-52.
2 Tomo esta expresión de John Rawls, «The Idea of Public Reason Revisited», en Rawls, The Law of Peoples, with «The Idea of Public Reason Revisited» (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999).
3 Michael Ignatieff, Human Rights as Politics and Idolatry (Princeton: Princeton University Press, 2001), 55.
4 Ver mi conferencia de 2005 (Notre Dame Law School) sobre la ley natural (de próxima publicación) The Political Ethos of Constitutional Democracy and the Place of Natural Law in Public Reason: Rawls’s «Political Liberalism» Revisited, «The American Journal of Jurisprudence» 50 (2005).
5 Esta expresión era usada frecuentemente por San Josemaría Escrivá.
6 Cf. Russell Hittinger, «The Pope and the Liberal State», First Things 28 (Dec. 1992), 33-41. 7 Ver mis estudios «Autoritas non veritas facit legem: Thomas Hobbes, Carl Schmitt und die Idee des Verfassungsstaates», Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, 86 (2000), y La filosofia politica di Thomas Hobbes. Coerenza e contraddizioni di un paradigma (Roma: Armando, 1997).
8 E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation, en E.-W. Böckenförde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. Studien zur Staatstheorie und zum Verfassungsrecht (Frankfurt/M.:Suhrkamp, 1976), 60.
9 Cf. mi trabajo «Laici e cattolici: oltre le divisioni. Riflessioni sull’essenza della democrazia e della società aperta», Fondazione Liberal, n. 17 (2003), 108-116.

domingo, 1 de febrero de 2009

LA LIBERTAD POSITIVA




Alejandro Llano

LA LIBERTAD POSITIVA


La Gaceta (30 de marzo 2008)


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A finales de los años 60 y comienzos de los 70, era yo un profesor novato que daba clases de Antropología en la Universidad de Valencia. Al llegar el mes de mayo coincidían todos los años dos acontecimientos. Por una parte, la revolución estudiantil —activada por el hervor primaveral de los adolescentes— alcanzaba su máxima virulencia. Por otra, me correspondía explicar en clase el tema de la libertad, situado a mitad de un programa que nunca completaba por la abundancia de huelgas y manifestaciones. Y lo que pasaba es que los alumnos más comprometidos en política —marxistas y anarcos— se negaban a aceptar la existencia de la libertad. Yo me sorprendía y les preguntaba extrañado:

-¿Cómo es posible que rechacéis la existencia de una libertad que es el valor máximo que reivindicáis en vuestras proclamas?
No lograba salir de mi perplejidad, hasta que un alumno me dio por fin una contestación reveladora:

-Pedimos libertad precisamente porque no existe, porque todavía no existe.

En aquel momento aún no conocía la distinción de Isaiah Berlin entre libertad negativa y libertad positiva. Lo que los estudiantes rebeldes pedían era la libertad negativa, es decir, la libertad de no estar atados a nada, de transgredir las normas vigentes, de desvincularse de la sociedad burguesa y autoritaria que decían despreciar.

A punto de llegar al cuadragésimo aniversario de mayo del año 68, vuelvo a oír la monótona cantinela de que aquella revolución fracasó, cuando lo cierto es que ha sido la única revolución que, con planteamientos marxistas, ha triunfado en Occidente. Lo cual se muestra también en el hecho de que el concepto dominante de libertad, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político, es hoy el de libertad negativa.

Era el sentido de libertad que Isaiah Berlin, como buen liberal, defendía: la libertad de constricciones y vinculaciones. Y sigue siendo hoy día la idea que de libertad tienen los neoliberales y los neoconservadores: libertad del individuo en un mercado sin regulaciones, con un Gobierno que ni siquiera se preocupa de la justicia social, en la línea prescrita por Hayek.

Pero es que también los postsocialistas que en España nos seguirán gobernando durante otros cuatro años, por lo menos, defienden un concepto negativo de libertad. Los individuos deben estar libres de normas éticas, mientras que el aparato administrativo del Estado se preocupa de que no tengan capacidad de iniciativa para llevar a cabo sus proyectos libres con relevancia social.

El lema sería éste: haz lo que quieras con tu cuerpo y con tus sentimientos, siempre que no pretendas intervenir en la configuración de la vida pública, porque de eso se encarga el Estado, que está en nuestras manos y, por lo tanto, al reparo de toda sospecha de parcialidad. Berlin desconfiaba de la libertad positiva, porque temía que unos ciudadanos se impusieran sobre otros. Quizá no se daba cuenta de que el riesgo consistente en que algunos se impongan sobre todos es mucho mayor.

Contra el hecho de que semejante peligro se ha realizado ampliamente entre nosotros, sólo cabe una respuesta eficaz: el ejercicio de la libertad positiva, es decir, de la libertad para lanzar iniciativas y proyectos que surjan de la libertad concertada de los ciudadanos y tengan la mayor relevancia social posible. Ésta es la auténtica libertad democrática, la que vislumbró Tocqueville en América tras una revolución que superaba a la francesa precisamente porque no tenía una idea negativa y destructiva de la libertad, sino una concepción netamente positiva.

Y ahora me pregunto: ¿No será que la democracia española se encuentra atrofiada, porque los dos partidos mayoritarios defienden un concepto negativo de la libertad? Estando así las cosas, esperar que las burocracias que dominan unas siglas, unas listas y un trivial programa político —si lo tienen— se lancen a abrir campo a los proyectos positivos de los ciudadanos, es como pedir peras al olmo. La libertad positiva es emergente, procede de la acción solidaria de personas y grupos que se comprometen para promover la creatividad, la innovación, el conocimiento compartido, la responsabilidad social, la justicia distributiva y la calidad ética de la convivencia. No es otro el camino.

LA DERECHA Y LA CULTURA

La derecha y la cultura
...Fuera del mundo moderno sólo hay sitio para el rincón de la nostalgia. Gritar a la defensiva con tono de apocalipsis es una fórmula infalible para perder la batalla. La sociedad de masas es así, y con ella su forma de gobierno, la democracia mediática. Es urgente construir un mensaje atractivo en dura lucha contra el desconcierto general...
BENIGNO PENDÁS Profesor de Historia de las Ideas Políticas Domingo, 01-02-09
Diario ABC




COMO siempre, hablo de «derecha» y de «izquierda» en sentido convencional. Es muy impreciso, pero ustedes me entienden sin problema. En este contexto, «cultura» significa cualquier forma de producción de ideas o manifestaciones artísticas susceptibles de influir en el comportamiento del público -ilustrado a medias- que produce la sociedad de masas. A partir de tales premisas, como si fuera un manual anglosajón de filosofía analítica, la tesis es la siguiente: la derecha necesita con urgencia plantear y ganar la batalla ideológica y recuperar el terreno perdido -absurdamente- en el ámbito cultural. El fenómeno, casi universal, multiplica sus efectos en España. Para traducir en prosa las consecuencias electorales, recuerden cuántos años han gobernado los socialistas y cuántos los populares en el último cuarto de siglo. Las ideas, aquí y ahora, son pocas y malas. La izquierda opta por la indiferencia permisiva, de vaga raíz posmoderna. La derecha, por un realismo versátil que conduce a esa inútil «escuela del desaliento», como la llama lord Byron: no hay nada que hacer en este campo sembrado de minas. No sirve de consuelo, al menos no debe servir, la sonrisa escéptica del ejecutivo arrogante y poco dispuesto a perder su valioso tiempo con esta monserga. Para citar a uno de los nuestros, Mariano José de Larra: «¿Letras? Las de cambio. Todo lo demás es broma...»
La izquierda juega con ventaja, al menos eso parece. Cuando hace falta, siempre en el momento preciso, despliega su poder mediático y académico mientras el adversario se bate en retirada. Si me lo permiten, recupero algunas ideas de mi primera Tercera de ABC. Era el 28 de agosto de 1998, allá por el siglo pasado. Esas activas minorías que dominan el debate cultural nos imponen qué literatura, qué arte, qué política debemos consumir para ser «libres» a su modo y manera. Configuran así una rechazable tiranía de la opinión pública ante el escándalo de los liberales genuinos. No cabe recurso de ningún tipo contra su dictamen implacable, que conlleva la condena -a través de la hoguera o del silencio más espeso- para quienes no encajan en esa poderosa corriente y en los círculos que la sustentan. Nos exigen que utilicemos un lenguaje edulcorado («género», «progreso», «solidaridad») y que ensalcemos a los aburridos genios posmodernos. Tal vez lo principal: es obligado adoptar en tiempo y forma sus expresiones artísticas o literarias y, por supuesto, adquirir y pagar el producto en el lugar oportuno. La derecha calla y otorga. La izquierda se acomoda en el triunfo. El debate casi no existe. La buena gente hace lo que le mandan. La vida pública pierde calidad. Ganan los mediocres. Perdemos todos. A muchos, tampoco les importa.

¿Acaso no hay pensadores y creadores ajenos al tópico progresista? Me resisto a poner ejemplos, para no confundir anécdotas con categorías. Les garantizo que, desde Homero en adelante, podemos llenar las mil doscientas palabras que contiene este artículo con nombres y apellidos del más alto rango universal. La clave está en disputar con éxito la herencia del humanismo y de la Ilustración. Fuera del mundo moderno sólo hay sitio para el rincón de la nostalgia. Gritar a la defensiva con tono de apocalipsis es una fórmula infalible para perder la batalla. La sociedad de masas es así, y con ella su forma de gobierno, la democracia mediática. Es urgente construir un mensaje atractivo en dura lucha contra el desconcierto general.
No nos engañemos: mucha gente honrada compra recetas de moral evasiva con la única finalidad de sobrevivir en la oscura vida cotidiana. Se palpa una angustia latente en el centro comercial y en otros «no lugares» (la expresión, ya saben, procede de Marc Augé), esos espacios imposibles para el auténtico «vivere civile». ¿Soluciones? Ninguna es mágica, pero casi todas están inventadas. Libertad y responsabilidad. Imperio de la ley. Educación, respeto, civismo. Familia y principios éticos. Rigor, austeridad, honradez. Carácter instrumental de los bienes materiales. Excelencia, calidad, valor de la obra bien hecha. Reconocer el mérito: el triunfo de los mejores es bueno para todos. Espíritu abierto al mundo. Patriotismo sensato, lejos del localismo ridículo y estrecho. Ideas claras y rechazo del pensamiento débil y confuso. Perseverancia e ilusión renovada frente al ambiente apático y hedonista... Rajoy apeló hace poco a estos valores positivos, pero los oyentes sólo pensaban en películas de espías. Son las viejas virtudes liberales, de honda raíz humanista. Nada nuevo, si se fijan: Atenas, Roma, Jerusalén, Europa moderna, América contemporánea...

La fuente clásica sigue siendo el discurso de Pericles, piedra angular de la teoría política en Occidente. Es fácil percibir ecos lejanos incluso en el mensaje presidencial de Barack Obama. Una copia menor, sin duda: es muy difícil pasar a la historia en el capítulo reservado a los gigantes. Por supuesto, cualquier comparación le favorece cuando miramos a nuestro alrededor. Elogio brillante de los Padres Fundadores y sus principios ilustrados, con la excepción significativa del libre comercio. Un socialdemócrata «muy puro», según Zapatero. El historiador de las ideas no sabe si reír o llorar. El analista de la vida española descubre la maniobra de siempre. El objetivo es desplazar a la derecha hasta el pelotón de los torpes. Un día sí, y el otro también. El sectarismo nubla el intelecto y anula la racionalidad. Si la izquierda dice «buenos días», algún coro responde indignado: mentira, porque yo digo «buenas noches». La trampa funciona. Gente decente, conservadores o incluso liberales, terminan recluidos en el infierno dialéctico: les obligan a defender lo indefendible o, cuando menos, quedan al margen de cualquier novedad cultural que pueda calar en la mentalidad posmoderna, frágil por naturaleza pero influyente como ninguna. Algunas veces, el Partido Popular disfraza sus conflictos internos bajo un sedicente barniz ideológico. Es imprescindible apagar un fuego que amenaza incendio. En todos los partidos del mundo civilizado conviven dos o tres «almas». En los americanos, por cierto, al menos quince o veinte. El mensaje sigue siendo el medio. Es una buena idea abrir el campo político a las tecnologías de la sociedad de la información. Ahora hace falta transmitir virtudes liberales vía «tuenti» o «facebook» o algún «blog» atractivo para ganar la confianza de tantos jóvenes renuentes. Caso práctico sobre control ideológico. El «foro abierto» organizado por los populares merece el elogio sincero de los teóricos de la democracia participativa y deliberativa. No lo tendrá, naturalmente, porque todos esos teóricos son de izquierdas...

Las elecciones se ganan y se pierden en el estrato más profundo de la mentalidad colectiva. Los seres humanos no sólo queremos conseguir la victoria y llevarnos el premio. También queremos tener razón y disfrutar del reconocimiento ajeno. Por algo inventamos las ideologías, complemento racional -a veces- de las pasiones irracionales. Desde la izquierda más culta, el malogrado Rafael del Águila escribió con frecuencia sobre la «sobredosis» de creencias que inunda el mundo actual. Incluso el nihilismo -real o imaginario- funciona como un impulso para la voluntad de poder. No sé qué pensarán de nosotros las generaciones futuras... Volvamos al asunto: aquí y ahora, es preciso disputar y ganar el debate ideológico y cultural por parte de una derecha indolente en exceso. Por cierto, tal y como están las cosas: ¿es buen momento para hablar de las virtudes liberales? Me temo que tiene razón el personaje de Balzac: «ciertas sensaciones incomprendidas hay que reservarlas para uno mismo».

EL EJEMPLO Y LAS LECCIONES DE DARWIN


El ejemplo y las lecciones de Darwin
Cuando se cumplen 200 años del nacimiento del científico y 150 de la publicación de 'El origen de las especies', el creacionismo sigue dando batalla en numerosos países ilustrados de Occidente, incluida España
JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON 01/02/2009

Diario El País




Hace 200 años, el 12 de febrero de 1809, nació Charles Darwin. Podemos debatir si los trabajos y teorías -y a la cabeza de éstas, la del origen de las especies mediante selección natural- de Darwin son más o menos importantes que el sistema geométrico que sistematizó Euclides, que la dinámica y teoría gravitacional de Newton, que la química que creó Lavoisier, que la relatividad de Einstein, que la física cuántica o que la teoría biológico-molecular de la herencia, pero lo que es difícil negar es que ninguna de esas contribuciones logró lo que consiguieron las de Darwin, que desencadenaron una serie de procesos que afectaron a algo tan básico como nuestras ideas acerca de la relación que nos liga con otras formas de vida animal que existen o han existido en la Tierra. En este sentido, abordó cuestiones que van dirigidas a la médula de la condición humana.

Expresado muy brevemente, Darwin sustanció con muy variadas evidencias la idea (que otros antes que él habían propuesto) de que las especies evolucionan, encontrando además un mecanismo que hacía plausible tal evolución; defendió que la vida es como un árbol, de cuyas raíces han ido brotando diferentes ramas, esto es, especies que con el paso del tiempo continúan diversificándose, dando origen a otras bajo la presión de determinados condicionamientos. Después de esforzarse por encajar en una gran síntesis las piezas (zoología, botánica, taxonomía, anatomía comparada, geología, paleontología, cría domestica de especies, biogeografía...) del gigantesco rompecabezas que es la naturaleza, y estimulado por la noticia de que Alfred Wallace había llegado a conclusiones similares, aunque no tan sustanciadas, en noviembre de 1859 -pronto hará, por consiguiente, 150 años- publicó un libro que forma parte del tesoro más precioso de que dispone la humanidad: El origen de las especies. Doce años más tarde, en otro gran libro (El origen del hombre), aplicó a los humanos las lecciones del primero, despojándonos del lugar privilegiado en la naturaleza que hasta entonces nos habíamos adjudicado.

A lo largo del siglo y medio que nos separa de la publicación de El origen de las especies, la esencia de su contenido no ha hecho sino recibir confirmación tras confirmación. Puede que aún resten cuestiones por dilucidar, pero el evolucionismo darwiniano nos suministra un marco conceptual y explicativo imprescindible para comprender el mundo natural de manera racional, sin recurrir a mitos.

A la vista de todo lo dicho, podría pensarse que la única actualidad de Darwin y de su obra es la de honrar su memoria utilizando la excusa de los dos mencionados aniversarios. Ojalá fuese así. La evolución entendida a la manera de Darwin es un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y su relevancia para situarnos en el mundo es obvia, pero no es universalmente aceptada. En Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

La historia de la oposición de los creacionistas a Darwin ha sido comentada en numerosas ocasiones y no pretendo volver a este asunto, que, sin embargo, continúa vigente, aunque ahora sea recurriendo sobre todo a una nueva terminología: el diseño inteligente, la idea de que un Dios debió de diseñar cada una de las especies que existen. Me interesa más hacer hincapié en el hecho de que una teoría científica contrastada y de enorme relevancia social sea rechazada o muy pobremente comprendida. En mi opinión, una explicación posible del tal rechazo reside en el desconocimiento.

Debatimos insistentemente -ahora estoy pensando en España- acerca de los programas educativos para nuestros jóvenes; por ejemplo, si es aceptable o no imponer asignaturas como Educación para la Ciudadanía, ante la cual algunos argumentan que limita la libertad de los padres a ejercer sus derechos en la formación (moral y religiosa) de sus hijos. Y, mientras tanto, la enseñanza de ciencias sufre cada vez de más carencias.

No parece preocuparnos demasiado, por ejemplo, si se enseñan adecuadamente sistemas científicos tan básicos como la teoría de la evolución de las especies. El pasado noviembre, se publicó un libro en el que se adjudicaba a la Reina, doña Sofía, la siguiente manifestación: "Se ha de enseñar religión en los colegios, al menos hasta cierta edad: los niños necesitan una explicación del origen del mundo y de la vida".

Podrá resultar doloroso a algunos, pero la única explicación que da lugar a comprobaciones contrastables sobre el origen del mundo y de la vida procede de la física, de la química, de la geología y de la biología. La religión pertenece a otro ámbito.

¿Es legítimo ocultar a los niños ese mundo científico, condicionando así sus opiniones futuras, en aras a algo así como "mantener su inocencia", o por las ideologías de sus padres? Haciendo públicas sus opiniones en una cuestión cuya importancia no puede ignorar, y por la elevada posición que ocupa, doña Sofía hizo publicidad de una determinada forma de entender el mundo, que jamás ha recibido comprobaciones contrastables.

Una forma, además, que, al menos en España, de la mano de la jerarquía católica, pretende intervenir en apartados que pertenecen al poder legislativo, como son los programas educativos o lo que es admisible o no en los tratamientos médicos (no puedo olvidar en este punto las manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española a raíz del nacimiento, en octubre de 2008, de un niño tratado genéticamente para curar a un hermano que sufría anemia congénita: "El nacimiento de una persona humana ha venido acompañado de la destrucción de sus propios hermanos a los que se ha privado del derecho a la vida"; palabras no sólo cuestionables desde el punto de vista de la ciencia sino también, en mi opinión, carentes de compasión ante el sufrimiento ajeno).

Necesitamos educar en la ciencia a nuestros jóvenes; no, naturalmente, para que entiendan que ella es el juez supremo para las opciones que quiere asumir una sociedad democrática. La ciencia es, simplemente, un instrumento -el mejor- que los humanos hemos inventado para librarnos de mitos, orientarnos ante el futuro y protegernos de una naturaleza que no nos favorece especialmente. Sucede, no obstante, que no se ha instalado de manera tan segura en nuestras sociedades como se podría pensar, siendo contemplada frecuentemente con sospecha. Si como muestra sirve un botón, he aquí la siguiente cita (Juan Manuel de Prada, XL Semanal, 5-11/X/2008): "La ciencia parece dispuesta a demostrar esto y lo otro; y mañana podrá sin empacho alguno desdecirse y demostrar que lo opuesto a lo contrario es lo cierto, en un tirabuzón enloquecido y sin fin. Y todo ello bajo un manto de inapelable respetabilidad". Por supuesto que existen científicos envanecidos, incluso tramposos, y también que se cometen errores, pero no olvidemos que en última instancia la ciencia no es sino capacidad de identificar y remediar equivocaciones, de buscar sistemas con capacidad predictiva.

Recordar y celebrar a Darwin es más que un acto festivo; constituye un homenaje a la ambición y el rigor intelectual, al poder de nuestra mente para comprender el mundo. Y también es un ejemplo de que la investigación científica no tiene por qué ser ajena a atributos humanos como son el amor a la familia, la decencia, la discreción o el ansia de justicia. La biografía de Charles Darwin -un hombre que llevó a cabo un largo y complejo camino, que le llevó a consecuencias que no había previsto y que le obligaron a desprenderse, en un doloroso proceso, de las creencias religiosas en que había sido educado- está repleta de todo esto.


José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.