viernes, 24 de octubre de 2008

LOS OTROS Y NOSOTROS MISMOS


Los otros y nosotros mismos

LA VANGUARDIA - 01/09/2002

CHARLES TAYLOR


Entender a "los otros" planteará el reto social más grande del siglo XXI. Los días en los que los "occidentales" podían considerar su experiencia y su cultura como la norma y a otras culturas nada más que como etapas tempranas del desarrollo de Occidente han terminado. Hoy en día, la mayor parte de Occidente percibe la arrogante presunción que se encuentra en el corazón de esa antigua creencia.

Tristemente, esta recién descubierta modestia, tan necesaria para entender a otras culturas y tradiciones, amenaza con desviarse hacia el relativismo y el cuestionamiento de la propia idea de la verdad de los asuntos humanos. Pues puede parecer imposible combinar la objetividad con el reconocimiento de las diferencias conceptuales fundamentales entre las culturas. Así, la apertura cultural plantea el riesgo de degradar la cotización de nuestros valores.

Para poder asir ese dilema, debemos entender el lugar de la cultura en la vida humana. La cultura, el autoentendimiento y el lenguaje median todo lo que identificamos como fundamental para una naturaleza humana común. A lo largo de la historia del ser humano, siempre y en todas partes, esas facultades básicas han demostrado una innovación extraordinaria e interminable.

Al dar razón de tal variedad, algunas personas anclan nuestro entendimiento de la naturaleza humana a un nivel por debajo del de la cultura. La sociobiología, por ejemplo, busca descubrir la motivación humana en las formas en las que los seres humanos evolucionaron. Los partidarios de este punto de vista argumentan que la variación cultural no es más que el juego superficial de las apariencias.

Pero nunca podemos descubrir leyes aplicables a toda la especie, porque nunca podemos operar fuera de nuestro entendimiento histórico y culturalmente específico de lo que significa ser un ser humano. Nuestra relación de la caída del imperio romano no es y no puede ser la misma que la realizada en la Inglaterra del siglo XVIII, y diferirá de las relaciones ofrecidas en el Brasil del siglo XXII o la China del siglo XXV.

Es aquí donde el relativismo se toma su cuota. Pero es erróneo creer que aceptar las diferencias culturales requiere abandonar la alianza con la verdad. El gran logro de la revolución científica del siglo XVII fue desarrollar un lenguaje para la naturaleza que purgó los términos de propósito y valor legados por Platón y Aristóteles a los lenguajes científicos más tempranos, los cuales eran nutridos por civilizaciones más tempranas.

Pero la universalidad del lenguaje de las ciencias naturales no puede aplicarse al estudio de los seres humanos, punto en el que una serie de teorías y puntos de vista compiten. Una razón para esto es que el lenguaje de las humanidades se inspira en nuestro entendimiento ordinario de lo que es ser humano, vivir en sociedad, tener convicciones morales, aspirar a la felicidad, etcétera. No importa tanto que una teoría pueda cuestionar nuestros puntos de vista diarios, pues nos basamos en que nuestro entendimiento de aquellas características básicas de la vida humana parecen tan obvias, que ya no necesitan ninguna formulación. Precisamente son esos entendimientos tácitos los que hacen difícil entender a personas de otro tiempo o lugar.

El etnocentrismo resulta de los entendimientos no cuestionados que cargamos inconscientemente con nosotros y los cuales no podemos disipar adoptando otra actitud. Si nuestra percepción tácita de la condición humana puede bloquear nuestro entendimiento de otros, y si es tan fundamental para lo que somos que no podemos sólo hacerlo desaparecer, ¿estamos completamente aprisionados en nuestras perspectivas, incapaces de conocer a otros?

El verdadero entendimiento en el renglón de los asuntos humanos requiere de una paciente identificación y desarmado de aquellas facetas de nuestras asunciones implícitas que distorsionan la realidad de "los otros". Esto puede suceder cuando empezamos a ver nuestras propias peculiaridades claramente, como hechos acerca de nosotros, y no simplemente como características de la condición humana general que se dan por sentadas. Al mismo tiempo, debemos empezar a percibir, sin distorsión, las características correspondientes en las vidas de otros.

Nuestro entendimiento de "los otros" mejorará a través de tales correcciones, pero permanecerá imperfecto. Si la historiografía del imperio romano en la China del siglo XXV resulta ser distinta a la nuestra, no será porque se descubra que los hechos son diferentes de lo que nosotros, o los brasileños del siglo XXII, pensábamos. La diferencia será que se harán otras preguntas, se discutirán asuntos distintos y serán otras características las que parezcan notables. Claro, como en nuestro tiempo, algunas relaciones serán más etnocéntricas y tendentes a distorsionar, otras serán más superficiales. En pocas palabras, algunos estarán más en lo "correcto" y se acercarán más a la verdad que otros.

Evitar la distorsión requiere reconocer que nuestra forma de ser no es únicamente "natural", sino que representa una de muchas posibles formas. Ya no podemos relacionarnos con nuestra manera de hacer o construir las cosas como si fueran demasiado obvias para mencionarse. No puede haber un entendimiento de "los otros" sin un cambio en el entendimiento de sí mismo, un cambio de identidad que altera nuestro entendimiento de nosotros mismos, nuestras metas y nuestros valores. Por eso es que tan a menudo hay resistencia al multiculturalismo. Tenemos una profunda inversión en nuestras distorsionadas imágenes de los otros.

La mayoría de nosotros reconocemos que nos enriquecemos con el entendimiento de otras posibilidades humanas. No puede negarse, sin embargo, que el camino a reconocer su existencia y valor puede ser doloroso. El momento crucial ocurre cuando las diferencias de "los otros" pueden dejar de percibirse como un error, o un fallo, o un producto de una versión menor, subdesarrollada, de lo que somos, y percibirse como el reto planteado por una alternativa humana viable.

Las otras sociedades nos presentan formas diferentes y con frecuencia desconcertantes de ser humano. Nuestra tarea es reconocer la humanidad de esas "otras" formas al tiempo que seguimos viviendo la nuestra. Que eso sea quizá difícil de lograr, que demandará un cambio en el entendimiento de nosotros mismos y, por tanto, en nuestra forma de vida, es el reto que nuestras sociedades deben enfrentar en los años venideros.

CHARLES TAYLOR, profesor de Filosofía en la Northwestern University, Chicago

CONFESIONALISMO, LAICISMO , PLURALISMO


CONFESIONALISMO, LAICISMO, PLURALISMO

Por ADELA CORTINA

Catedrática de Ética y Filosofía Política. Universidad de Valencia

ABC, 4-1-04


LA polémica del velo islámico, recurrente como el Guadiana, surge de tanto en tanto
en sociedades con democracia liberal, y en los últimos tiempos ha llegado a tal grado
de virulencia en el país vecino que sus dirigentes se han sentido obligados a promulgar una ley regulando, entre otras cosas, su uso. En España algunas voces se han alzado pidiendo que se imite a los franceses en algunas de sus propuestas, por entender que también aquí aumenta la población musulmana y que las escuelas públicas no son suficientemente laicas. Al hilo de la disputa urge recordar -creo yo- cuál es el núcleo de la cuestión, y desde dónde conviene aportar orientaciones que sean justas con la realidad social. Y no sólo porque suele suceder con el tiempo que los lodos vienen de polvaredas que se levantaron sin razón, sino porque actuar de acuerdo con la naturaleza de la realidad social es de justicia.

El problema se plantea en países con democracia liberal, sean o no de tradición
republicana, y se plantea en ellos justamente porque el liberalismo político, si se lo toma en serio, exige que todos los ciudadanos sean tratados con igual consideración y respeto, que la vida compartida se articule de tal forma que no se sientan unos tratados como ciudadanos de primera y otros como ciudadanos de segunda.

Es ciudadano aquél que es su propio señor junto a sus iguales en el seno de la
comunidad política, y esta noción de ciudadanía resulta ser revolucionaria: exige
asegurar a todos los ciudadanos una base de igualdad tal que les permita llevar
adelante sus planes de vida, siempre que no impidan a los demás hacer lo propio; no
cortarlos a todos por el mismo patrón, sino garantizar esa igualdad cívica desde la que puedan desarrollar libremente sus proyectos vitales.

Ocurre, sin embargo, y aquí topamos a mi juicio con el nudo gordiano de la cuestión,
que la ciudadanía igual se puede entender al menos de dos modos, según se interprete
la idea de igualdad, como ciudadanía simple o como ciudadanía compleja. De entenderla
de una forma u otra se siguen consecuencias incalculables.

En el primer caso se trata a los ciudadanos como iguales cuando se eliminan todas las
diferencias de religión, cultura, raza, sexo, capacidad física y psíquica, tendencia
sexual, y nos quedamos con un ciudadano sin atributos. Reconocer, por el contrario,
una noción compleja de ciudadanía implica aceptar que no existen personas sin
atributos, sino gentes cuya identidad se teje con los mimbres de su religión, cultura,sexo, capacidad y opciones vitales, y que, en consecuencia, tratar a todos con igual respeto a su identidad exige al Estado no apostar por ninguna de ellas, pero sí tratar de integrar las diferencias que la componen.

Entender la ciudadanía al modo simplista implica esforzarse por borrar las
diferencias en la vida pública, mientras que entenderla como compleja exige intentar
gestionar la diversidad, articulándola.

En lo que hace a la religión en concreto, históricamente se han ido perfilando -a mi
juicio- tres modelos de Estado, dos de los cuales optan por el simplismo, por eliminar diversidades que dificultan la gestión de la vida pública, y son el modelo confesional y el laicista, mientras que el tercero asume que la realidad social es compleja y como compleja hay que tratarla. Es el Estado laico, que se esfuerza por gestionar una sociedad pluralista.

En efecto, el Estado confesional se compromete oficialmente con una religión
determinada, con lo cual quienes optan por ella son tratados como ciudadanos de
primera y los demás quedan relegados al papel de ciudadanos de segunda. Pero lo
mismo ocurre con el Estado laicista, aunque en versión contraria, que se empeña en
borrar de la vida pública cualquier símbolo religioso, como si fuera algo obsceno que
hay que recluir en la vida privada, condenando a los creyentes de distintas religiones a la ciudadanía de segunda división. Ciertamente, en España hemos vivido décadas de confesionalismo y en los «Países del Este» vivieron décadas de laicismo, y la experiencia no ha sido positiva en ninguno de los dos casos, porque ambos matan la vida al intentar mutilar la diversidad de la realidad social.

Pero existe una tercera forma de Estado, el Estado verdaderamente laico, que no
apuesta por una religión determinada ni por borrarlas a todas de la vida pública, sino que intenta articular institucionalmente la vida compartida de tal modo que todos se sientan ciudadanos de primera, sin tener que renunciar a la expresión de sus identidades. Es, creo yo, la forma de Estado coherente con una sociedad pluralista, en que las gentes llevan el bagaje de distintas culturas, lenguas, capacidades desde las que se identifican, pero también de distintas religiones o de ninguna de ellas. Y precisamente porque la identidad se teje desde la diversidad, el Estado laico y la sociedad pluralista asumen como irrenunciable la cuidadosa construcción de una
ciudadanía compleja en lo que se refiere a las distintas dimensiones de la identidad
personal.

Es ésta sin duda una tarea difícil y delicada, que precisa tanto el concurso del Estado como el de la sociedad civil para llevarse adelante con éxito. Del Estado requiere neutralidad, no entendida como distanciamiento de todas las creencias, sino como la negativa a optar por una de ellas en detrimento de las demás, pero a la vez como compromiso activo en la labor de articular de tal modo las instituciones públicas que todos los ciudadanos puedan expresar serenamente su identidad. La sociedad civil, por su parte, debería ir incorporando esa virtud central en el mundo pluralista que es el respeto activo, el hábito de respetar activamente las creencias o no creencias religiosas que, aunque no se compartan, sean respetables. No todas las opciones son respetables, sí lo son las que comparten los mínimos de justicia propios de una ética cívica, comprometida con la igual dignidad de las personas.

Privatizar las religiones y las distintas morales no es la solución, porque las gentes tienen derecho a expresar su identidad en público, siempre que no atente contra los mínimos de la ética cívica. Tampoco es buena consejera en este negocio la «heurística del temor», la tendencia a agitar el espantajo del fundamentalismo para reprimir cualquier expresión de fe religiosa, identificando «religión» con «fundamentalismo» y tirando al niño con el agua de la bañera. Ni es de recibo asustar al mundo occidental con la especie de que el musulmán trae convicciones fuertes con las que nos van a avasallar, no por el valor de lo creído, sino por la fuerza de la convicción. Da la impresión de que más que a otra cosa tememos a nuestra propia «falta de fe» en el valor de la dignidad personal, en la necesidad urgente de proteger los derechos de todos los seres humanos. Más que a otra cosa tememos a nuestra anemia en convicciones morales, que necesita dosis ingentes de vitaminas.

La tarea del orfebre, que intenta engarzar las piedras con paciencia y esmero, es la
que ha de asumir el Estado laico. El respeto activo a quien piensa de forma diferente
es la virtud de una sociedad civil realmente pluralista. Pero también las religiones
tienen que hacer sus deberes, y en vez de intentar avasallar o presentarse como
armas arrojadizas, enterarse de una vez por todas que la opción de fe es
radicalmente personal, que nadie puede imponerla. Que sólo desde la libertad puede
invitarse a ella, como sólo desde la libertad puede aceptarse.

UN EDUCADOR PARA HOY.


En el 40 aniversario de la muerte de Romano Guardini:

Un educador para hoy


Alfa y Omega.

Ayer se cumplieron 40 años de la muerte de Romano Guardini. La figura de este gran humanista y pedagogo se nos presenta hoy como modelo de lo que debe hacerse en tiempos de desconcierto y apatía espiritual. Imaginemos el temple que habrá necesitado para consagrarse, durante los terribles doce años nacionalsocialistas, a formar sólidamente, en cuestiones éticas y religiosas, a los jóvenes del Movimiento de Juventud... Escribe el profesor López Quintás, gran conocedor de su obra, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

Guardini lo puso todo a la carta de descubrir el método óptimo para formar a los jóvenes de su época atormentada. No se consagró a fáciles labores de crítica; quiso ir a lo hondo, lo más hondo posible. Esto explica que de sus encuentros con los jóvenes y con grupos de mayores afanosos de una formación adecuada hayan brotado, una a una, sus numerosas obras. Por eso conservan una sorprendente vitalidad. Esta fue su lección: atacar los problemas en su raíz y con espíritu constructivo.
Desde muy joven, intuyó Guardini que el hombre sólo puede edificar su vida personal sobre dos bases: la apertura a todas las realidades valiosas del entorno, y el amor a la verdad, como punto de anclaje que da vigor al pensamiento y a la capacidad creativa. Por eso cultivó el pensamiento existencial y dialógico -afanoso de mostrar al hombre como un ser de encuentro-; fundamentó la vida ética en la vinculación profunda a los grandes valores: la verdad, la unidad, el bien, la justicia, la belleza; consagró sus mejores fuerzas a mostrar que «sólo quien sabe de Dios conoce al hombre». Al regalarme la conferencia que pronunció con este título en el renombrado Katholikentag (el Día de los Católicos), me dijo, subrayando las palabras: «Aquí está el núcleo de mi pensamiento». La idea expresada en ese título venía a complementar la frase de Pascal que Guardini puso como lema a un libro sobre antropología que no llegó a publicar: El hombre supera infinitamente al hombre.

Estas tres grandes tareas las llevó a cabo, sobre todo, en estas cuatro obras: Mundo y persona; Ética; El Señor; y La existencia del cristiano. En las dos primeras subraya la condición dialógica del ser humano, abierto en su raíz a otras personas -vistas como un tú- y llamado a nutrir su espíritu mediante el cultivo del bien, la justicia, el amor, la belleza, los grandes valores «sin los cuales su persona enferma». En la tercera y la cuarta, nos muestra, con el estilo firme de las convicciones profundas, que los grandes valores tienen en el Creador su fuente y su plenitud de sentido. Por eso, en El Señor (ed. Cristiandad, 2005), hace radicar el Bien en el Dios vivo de la Escritura: «El Bien es uno de los nombres de Aquel cuya esencia es inefable. Él no exige sólo obediencia respecto al Bien, sino que te sientas vinculado a Él, el Dios vivo; que te atrevas a ello por amor y con el nuevo tipo de existencia que surge del amor. De esto se trata en el Nuevo Testamento, y sólo cuando se lo consigue se hace posible la plenitud de lo ético». Esta plenitud se nos da a conocer en las bienaventuranzas evangélicas, que -a su entender- no son meros «principios de una moral superior, reconocidos universalmente desde los tiempos de Jesús», sino que, «en realidad, son una invitación a engendrar una vida nueva. (...) En la medida en que el hombre realiza lo que supera toda ética, surge también un nuevo êthos. En él queda cumplido y superado a la vez el Antiguo Testamento».

Esta fundamentación de la ética en el Creador, Ser supremo y trascendente que nos creó a su imagen y semejanza, constituye una clave para entender, por una parte, la oposición de Guardini al espíritu autosuficiente de la Edad Moderna y, por otra, su tendencia a entender al hombre como un ser «que se trasciende infinitamente a sí mismo». Por eso, bien podemos decir que todo el pensamiento de Guardini se halla condensado en el siguiente párrafo de su obra póstuma, La existencia del cristiano (BAC, 1997): «La sede del sentido de mi vida no está en mí, sino por encima de mí. Vivo de lo que está por encima de mí. En la medida en que me encierro en mí o -lo que viene a ser lo mismo- me encierro en el mundo, me desvío de mi trayectoria (...). Mas esto significa que, con anterioridad, debo aceptar el existir, aunque no se me haya preguntado si lo quiero». Y afirma: «Dios es el punto de referencia esencial a partir del cual y para el cual el hombre existe. Si las relaciones con Él se desordenan, se trastorna el hombre todo. De esta clase son las secuelas de la culpa de las que habla la Revelación».

El asombro ante la verdad


La figura de Guardini se caracteriza por su êthos de verdad, su decisión básica de defender la verdad y vivir de la verdad. A la luz de lo antedicho, sabemos que para él la verdad está muy lejos de reducirse a un concepto filosófico. Implica la realidad vista en toda su amplitud: su origen, sus manifestaciones terrenas, su última meta. Por todo ello, podemos muy justamente considerarlo como un pensador modélico para estos tiempos sombríos de relativismo y reduccionismo, producto y causa a la vez de un nihilismo demoledor.

En la personalidad de Guardini resalta, ante todo, su actitud de fidelidad inalterable a la verdad de realidades y acontecimientos. En sus clases y homilías, Guardini no intentaba convencer a los oyentes, sino mostrar la verdad con toda la fuerza que ella posee. «La verdad es compleja, polifónica», como lo son las realidades del mundo que queremos conocer. A este concepto relacional de verdad alude cuando destaca, asombrado, el poderío que a veces ostenta la verdad cuando la buscamos como una meta, para vivir en ella y de ella. Con el recuerdo de las conferencias que pronunció en la iglesia de San Pedro Canisio, en el Berlín de 1940, sobrecogido por el terror de los bombardeos, nos confiesa Guardini la idea profundamente realista que tenía de la verdad: «Entre 1920 y 1943 desarrollé una intensa actividad como predicador y he de decir que pocas cosas recuerdo con tanto cariño como ésta. Lo que desde un principio pretendía, primero por instinto y luego cada vez más conscientemente, era hacer resplandecer la verdad. La verdad es una fuerza, pero sólo cuando no se exige de ella ningún efecto inmediato, sino que se tiene paciencia y se da tiempo al tiempo; mejor aún: cuando no se piensa en los efectos, sino que se quiere mostrar la verdad por sí misma, por amor a su grandeza sagrada y divina». Y añade: «Aquí experimenté con intensidad lo que dije antes sobre la fuerza de la verdad. Pocas veces he sido tan consciente como en aquellas tardes de la grandeza, originalidad y vitalidad del mensaje cristiano-católico. Algunas veces parecía como si la verdad estuviese delante de nosotros como un ser concreto» (Apuntes para una autobiografía, ed. Encuentro, 1992). Para hacerse una idea clara de la dignidad que tenemos los seres humanos, debemos ver los conceptos en toda su complejidad, como nudos de relaciones, o, si se quiere, como acordes, no como simples notas. Un acorde musical aúna diversas notas y ofrece una sonoridad peculiar.

Nuestro espíritu enferma...


Ahora comprendemos la razón profunda por la que Guardini afirma que el amor a la verdad nos robustece espiritualmente y la aversión a la misma nos enferma: «Cuando el hombre rechaza la verdad, enferma. Ese rechazo no se da ya cuando el hombre yerra, sino cuando abandona la verdad; no cuando miente, aunque lo haga profusamente, sino cuando considera que la verdad en sí misma no le obliga; no cuando engaña a otros, sino cuando dirige su vida a destruir la verdad. Entonces enferma espiritualmente» (Mundo y persona, ed. Cristiandad, 2006). La verdad primaria del hombre es haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. De ahí su inquietud interior por volver a Dios, como su origen y su meta. Toda la vida y la actividad de Guardini se inspiraron en la invocación de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti» (Confesiones I, 1). Este venir de Dios y volver a Él, como al verdadero Ideal, genera el dinamismo singular del ser humano, que no es mera agitación, sino un sereno orientarse hacia las raíces que lo nutren. Se trata de un dinamismo creador.
Actualmente, la lectura de varios escritos póstumos de Guardini nos permite descubrir que no fue el triunfador nato que suponíamos sus alumnos; fue el hombre que, a través de múltiples avatares y sufrimientos, permaneció fiel a la titánica tarea de defender la libertad frente al poder desmadrado, al relativismo que se erige en dueño de la verdad y los valores, al reduccionismo que dilapida la grandeza del hombre, a la altanera pretensión de autonomizarse frente a todo tipo de trascendencia. (Esta nueva visión de la figura de Guardini inspiró mi obra Romano Guardini, maestro de vida, ed. Palabra, 1998).

Su coherencia espiritual le valió a Guardini ser estimado por propios y extraños y ejercer una forma de magisterio perdurable. En 1963, recibió el Premio Erasmo al mejor humanista europeo. Si hoy, en su querido Berlin, la Guardini Stiftung (Fundación Guardini) acierta a recoger el testigo de este gran valedor de la mejor Europa, podemos esperar fundadamente que este viejo y admirable continente siga nutriéndose de las raíces intelectuales y religiosas que lo alzaron a una gloria secular.

Alfonso López Quintás


Datos biográficos

17-02-1885 Nace en Verona.
1886 Traslado de la familia a Maguncia, Alemania.
28-5-1910 Ordenado sacerdote en Maguncia.
14-5-1915 Doctor en Teología, con una tesis sobre La teoría de la Redención según san Buenaventura.
1922 Profesor de Teología Sistemática en la Facultad de Teología Católica de la Universiadad de Bonn.
11-04-1923 Cátedra de Filosofía de la Religión y Cosmovisión Católica en la Universidad de Berlín.
11-03-1939 Jubilación forzada por el Tercer Reich.
1941 Prohibición oficial de hacer discursos. Alfons Maria Wachsmann lo invita a impartir una serie de conferencias y es condenado a muerte y ejecutado.
1945 Cátedra ad personam de Filosofía en Tubinga.
1948-1962 Cátedra de Filosofía de la Religión y Cosmovisión Católica en la Universidad de Munich.
1961 Nombramiento para la Comisión Preparatoria de la Liturgia para el Concilio Vaticano II.
1962 Cese de la actividad académica por motivos de salud. Le sucede Karl Rahner en la cátedra.
1965 Pablo VI le ofrece ordenarle cardenal (su estado de salud se lo impide, a 3 años de su muerte).

jueves, 23 de octubre de 2008

LOS RESPONSABLES DE LA CRISIS


Los responsables de la crisis

Alfa y Omega, nº 612, 23 de octubre de 2008

Tienen responsabilidad moral ante la crisis quienes no han seguido una política económica sensata, de crecimiento basado en el esfuerzo, porque contribuyeron a generar una opulencia momentánea, de espaldas a los auténticos valores. Y no puede olvidarse a la banca de inversión... Escribe el economista don Juan Velarde, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas


Las causas de esta crisis, contempladas desde España, tienen un doble componente. El nacional y el internacional. Desde el punto de vista nacional, la causa es, lisa y llanamente, una política económica absolutamente desatinada desde hace un lustro. Como existían bajísimos tipos de interés en el mercado mundial, se lanzó a la economía española a solicitar fondos a corto y medio plazo de forma masiva, para financiar multitud de actividades de consumo e inversión en nuestro país. Las inversiones y el consumo originaron una demanda extraordinaria de materias primas, equipo capital, productos energéticos, procedentes de otros países. Como nuestras actividades no eran, en su conjunto competitivas, el resultado era que no exportábamos, pero sí importábamos. La deuda externa española crecía, pero era fácil refinanciarla, por el montaje que tenía el sistema crediticio mundial. Con acudir al interbancario, todo estaba resuelto.

Así se financió un crecimiento gigantesco, que absorbía, como es natural, cantidades enormes de mano de obra, con lo que no sólo se redujo el paro, sino que hubo que facilitar la llegada de alrededor de cinco millones de inmigrantes. Todo esto permitía pavonearse a los dirigentes de la política económica española: conseguíamos, fomentando la demanda, avances espectaculares. Pero los éxitos iban a ser a corto plazo, y todos los expertos -el primero que lo documentó fue Jaime Terceiro, en junio de 2003, en una intervención en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que muy pronto se editó en sus Anales- señalaron la urgencia de alterar el modelo. Pero como hacerlo significaba, a corto plazo, frenar aquellas pretendidas maravillas que se decía habíamos alcanzado, la política económica española se inhibió. De paso, esa opulencia momentánea servía para impulsar los movimientos de una sociedad masificada, carente de referencias éticas elementales, despilfarradora y, desde luego, a espaldas de cualquier actividad coherente con lo que habían sido los valores corrientes de la sociedad española. Hay que decir que esa cultura de masas que concretamente erosionaba instituciones como la familia, al converger con una propaganda anticlerical, era contemplada incluso con gozo por aquellos dirigentes políticos que, precisamente, capitaneaban esa equivocada política económica.

Másters... y desesperados

Simultáneamente, en los principales países del mundo, todo cambiaba en el aspecto financiero. Tomo de la espléndida conferencia del profesor Torrero La crisis financiera internacional, pronunciada en la Universidad de Alcalá el 6 de octubre de 2008, estas palabras, que vinculan lo sucedido con la acción internacional de la banca de inversión:

«Esa banca de inversión, captadora de los mejores talentos universitarios, acostumbrada a una competencia feroz para captar y cerrar operaciones, ha sido la protagonista de la revolución financiera de los últimos treinta años. Esa aristocracia de las finanzas ha promovido la innovación financiera y sus ejecutivos tenían ingresos millonarios en plena juventud..., eran los Máster del Universo... Han sido todo eso... y algo más: han sido los principales responsables de la escalada en la progresión al riesgo en todo el mundo... que... no proviene sólo -ni a mi juicio principalmente- de las intervenciones de las autoridades. Lo engendra el propio sistema financiero, que no responde al diseño de nadie, sino que es la consecuencia de la liberalización y de la presión competitiva. En el actual sistema financiero, el estímulo hacia la innovación financiera y la fortísima competencia hacen que la dinámica gire en torno a una docena de entidades... que operan a nivel mundial. Éstas han sido las auténticas responsables... de la crisis financiera mundial».

Cuando ésta se produjo, desde hace un año, las viejas facilidades crediticias que alentaban el erróneo modelo económico español se vinieron al suelo: ya no existían cómodas captaciones de fondos internacionales. El derrumbamiento, primero, de la industria de la construcción fue el fruto inicial. Después, en cadena, se estremeció toda la economía española. Y lo que es más grave, oleadas de parados, inmigrantes desconcertados, carencias de todo tipo, empresas grandes y pequeñas hundidas, desánimo general y mil proyectos ilusionantes, tanto individuales como familiares, desbaratados, fueron el fruto de las equivocaciones nacionales y exteriores.
La responsabilidad moral de los causantes de todo este estropicio sobrecoge. En síntesis, tal carga moral aparece, en el ámbito nacional, por no haber acertado con una política económica sensata, de crecimiento basado en el esfuerzo, en aras de un aplauso que ahora se ve que era el que condenó, por demagógico, con dureza Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Se ha creado por ello una desesperación que afecta a millones de personas. Y en el mundial, es gigantesca la responsabilidad de quienes antepusieron a todo un crecimiento insensato, lo que de momento favorecía a esas pocas entidades a las que he aludido de la mano de Torrero, y a unos Gobiernos que no acertaron a comprender que el riesgo colectivo era mayúsculo. Por supuesto, cualquier persona normal tiene que sentir un escalofrío ante las cuentas que bastantes de estos personajes tendrán que dar cuando se les recuerde, ante millones de seres, que cuando éstos tuvieron hambre por su causa, no se les dio de comer.

Juan Velarde Fuertes

domingo, 19 de octubre de 2008

¿QUIÉN ERA MILTON FRIEDMAN?


¿Quién era Milton Friedman?


PAUL KRUGMAN 19/10/2008




La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían. La economía clásica, escribía Keynes en 1936, "conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España". Y la economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.

Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran escala en la economía.

El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A finales de siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte del mérito.

No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crítica de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecía poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran hombre.

Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribía análisis técnicos, más o menos apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.

¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos políticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de ciudadanos.

Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.

Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera.

La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente.

¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The methodology of positive economics [La metodología de la economía positiva] sostenía que las teorías económicas no deberían juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.

En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del consumo -no exactamente un título que agradara a las masas, pero sí un tema importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la "hipótesis de la renta permanente" planteada por Friedman y el "modelo del ciclo vital" de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.

El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existía una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de desempleo más baja?

En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostenía que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. "Siempre hay", decía, "una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación permanente". En otras palabras, si los políticos intentaran mantener el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación, sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson más tarde denominaría "estanflación".

¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economía de este año, había llegado de manera simultánea e independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las expectativas.

En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de 1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.

Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en su categoría de grande entre los economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.

Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así como la experiencia pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta doctrina, conocida como las "expectativas racionales", se extendió por buena parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la realidad le advertía de que esto era llevar demasiado lejos la idea del Homo economicus. Y así se demostró: la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han superado.

"A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito", escribía en 1966 Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la política monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.

Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta monetaria

[en inglés, money supply, oferta de dinero] no se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.

Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros países, está institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta monetaria total.

Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economía. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central podría tratar de estimular la economía acuñando grandes cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria, un cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economía, sería ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los países de la Gran Depresión.

¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma de intervención pública en la economía altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la política presupuestaria supone una participación mucho más profunda del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la política monetaria es todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a creer que la política presupuestaria es esencial.

El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras que la política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decía en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:

"La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no importaba".

Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz

Aunque A monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habían refutado el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. "La contracción" de la economía, declaraban, "es de hecho un trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias".

¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.

Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.

Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podría haberse evitado, y eso a su vez podría haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría haber evitado lo peor de la depresión.

A este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrían haber contenido la epidemia. Sería justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero sería un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector público.

Pero muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia, han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que de hecho la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que "las autoridades monetarias estadounidenses siguieron políticas altamente deflacionarias", y que la oferta monetaria cayó "porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas", una afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así su declaración es, como mínimo, muy engañosa).

En 1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que "la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión pública", una declaración que seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habría producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más activo, no menos.

¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economía. La idea era poner la política monetaria en piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las autoridades públicas.

El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían suficientemente pequeñas como para ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economía con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de políticas que habían salido mal. "Un régimen monetario", escribía en 1972, "aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo de la política partidista".

El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.

En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.

En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".

En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que "una política monetaria audaz", no estable ni constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".

Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un día entre bancos, era literalmente cero.

Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.

En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.

En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema

[Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose

[Libre para elegir].

Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.

Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.

Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:

"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".

(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.

La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma. -paul krugman


Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008. © New York Times Service, 2008. Traducción de News Clips.



Discurso de Benedicto XVI al mundo de la cultura


Viernes 12 de septiembre de 2008



Colegio de los Bernardinos
Señor Cardenal,
Señora Ministra de la Cultura,
Señor Alcalde,
Señor Canciller del Instituto de Francia,
Queridos amigos,
Gracias, Señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la Señora Ministra de la Cultura, que representa al Gobierno, así como a los Señores Giscard D'Estaing e Chirac. Asimismo, saludo a los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO, al Señor Alcalde de París y a las demás Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia, que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias al Príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación de la comunidad musulmana francesa que haya aceptado participar en este encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadan. Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente.
Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a comprender más profundamente su llamada y vivir mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las consecuencias del monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué intenciones tenían? ¿Cómo vivieron?
Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era "escatológica". Que no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo. El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cf. L'amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l'amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre -una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra.
Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo que estemos atentos a Dios (cf. Leclercq, ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del individuo es simultáneamente un acto corporal. "Sin embargo, si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican comúnmente una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma", dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21).
Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: "Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos" (cf. Ibid., p. 229).
En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine -delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (cf. 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. Los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una "creatividad" privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los "oídos del corazón" las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad.
Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente no se la califica como "la Escritura", sino como "las Escrituras", que sin embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya este plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no son, desde un punto de vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante: Littera gesta docet - quid credas allegoria... (cf. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación cristológica y pneumática.
Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el "Catecismo de la Iglesia Católica" con toda razón puede decir que el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido clásico (cf. n. 108). El cristianismo capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que irradia su misterio a través de tal multiplicidad. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión, que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan en la palabra y en la historia humana.
Todo el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de san Pablo. Qué significado tenga el trascender de la letra y su comprensión únicamente a partir del conjunto, lo ha expresado de manera drástica en la frase: "La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida" (2 Cor 3, 6). Y también: "Donde hay el Espíritu... hay libertad" (2 Cor 3, 17). La grandeza y la amplitud de tal visión de la Palabra bíblica, sin embargo, sólo se puede comprender si se escucha a Pablo profundamente y se comprende entonces que ese Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: "El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad" (2 Cor 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino. Con la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un vasto horizonte, pero al mismo tiempo se pone una clara limitación a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga de manera inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de la Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del monaquismo y ha plasmado profundamente la cultura occidental. Esa tensión se presenta de nuevo también a nuestra generación como un reto frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del fanatismo fundamentalista, por otra, Sería fatal, si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad sólo como la falta total de vínculos y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de vínculos y arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción.
En la consideración sobre la "escuela del servicio divino" -como san Benito llamaba al monaquismo- hemos fijado hasta ahora la atención sólo en su orientación hacia la palabra, en el "ora". Y de hecho de ahí es de donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica. Pero nuestra reflexión quedaría incompleta si no miráramos aunque sea brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito con el "labora". En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. El monaquismo ha acogido esa tradición; el trabajo manual es parte constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje -como hemos visto- en ella se daban por descontados. En cambio habla explícitamente del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo hace Agustín que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: "Mi Padre sigue actuando y yo también actúo" (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. "Construir" el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. "Mi Padre sigue actuando y yo también actúo". Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja. Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción.
Comenzamos indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras y seguridades antiguas, la actitud de fondo de los monjes era el quaerere Deum -la búsqueda de Dios. Podríamos decir que ésta es la actitud verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las últimas, las verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba por un camino largo y profundo, pero había encontrado ya la dirección: la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo Dios. Entonces debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia Él. Así el camino de los monjes, pese a seguir no medible en su extensión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en algunos aspectos, comporta ya en sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para que esa búsqueda sea posible, que previamente se da ya un primer movimiento que no sólo suscita la voluntad de buscar, sino que hace incluso creíble que en esa Palabra está escondido el camino -o mejor: que en esa Palabra Dios mismo se hace encontradizo con los hombres y por eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con otras palabras: debe darse el anuncio dirigido al hombre creando así en él una convicción que puede transformarse en vida. Para que se abra un camino hacia el corazón de la Palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe antes ser anunciada desde el exterior. La expresión clásica de esa necesidad de la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros es una frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada la razón bíblica para el trabajo de los teólogos: "Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (3,15). (Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse apo-logia, la Palabra debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos.
El esquema fundamental del anuncio cristiano "ad extra" -a los hombres que, con sus preguntas, buscan- se halla en el discurso de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el Areópago no era una especie de academia donde las mentes más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: "Parece ser un predicador de divinidades extranjeras" (Hch 17,18). A lo que Pablo replica: "He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: ‘Al Dios desconocido'. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo" (cf. 17, 23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir. Que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a que todos los hombres en cierto modo sabemos esto -como Pablo subraya en la Carta a los Romanos (1, 21)- ese saber permanece irreal: Un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano consiste en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos -presencia de la Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn 1,14): precisamente así en el hecho ahora está el Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable. Ciertamente hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios.
Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. Quaerere Deum -buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.


Traducción distribuida por la Santa Sede © Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana