miércoles, 14 de enero de 2009

EL EVOLUCIONISMO Y SUS RAMIFICACIONES: CIENCIA Y RELIGIÓN

Por Juan A. Herrero Brasas, profesor de Etica Social en la Universidad del Estado de California (EL MUNDO, 26/12/08):

En el año que ahora termina se cumple el 150 aniversario de la publicación de El Origen de las especies, obra sobre la que Charles Darwin sustentó su teoría de la evolución. La extraordinaria influencia que dicha teoría ha ejercido en la sociedad occidental a lo largo de más de un siglo es algo que tan sólo en la actualidad estamos empezando a vislumbrar en sus auténticas dimensiones.

La teoría de la evolución de Darwin, como es sabido, no surgió en un vacío (Jean B. Lamarck y otros ya habían propuesto sus propias teorías evolucionistas). La idea estaba en el aire, por así decir, pero en El origen de las especies, con sus minuciosas observaciones, Darwin le dio su formulación más sólida y convincente. La teoría darwiniana de la evolución prendió en la mentalidad popular y en las esferas intelectuales con una rapidez y fuerza pasmosas, e influyó decisivamente sobre el clima intelectual y político de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX. Su influencia está presente de un modo central, por ejemplo, en la teoría marxista (El Capital apareció publicado nueve años después de El origen de las especies), como también lo está, entre muchos otros autores decimonónicos, en el pensamiento de Nietzsche y hasta en el del poeta norteamericano Walt Whitman.

En la evolución darwiniana el hombre moderno creyó ver revelada por la naturaleza misma la dirección del progreso, y entendió que lo racional y adecuado era colaborar con ese impulso evolutivo por todos los medios a su alcance. Tal convicción encontró su punto de eclosión en la ideología nazi. Pero para el momento en que el nazismo adquirió su monstruosa forma política, el mundo occidental estaba ya infectado por la ideología del darwinismo social, una ideología de cooperación racional con la evolución de la naturaleza. Racismo y darwinismo social han ido de la mano a lo largo del siglo XX.

La idea de la supervivencia del más fuerte, versión original de la teoría de la evolución darwiniana, entendida como mecanismo exclusivo, carece de suficiente fuerza explicativa. Por ello daría paso en la segunda mitad del pasado siglo a la más sofisticada noción de mutación genética por azar (random genetic mutation). Las mutaciones genéticas, que se producen por azar, pueden ser positivas (las que favorecen una mejor adaptación al medio y proporcionan ventajas reproductivas), indiferentes o negativas. Las mutaciones favorables ocurridas al azar -estadísticamente muy improbables- se habrían ido acumulando hasta dar lugar al estado actual de la naturaleza. Por supuesto, según la teoría, el proceso es más complejo de lo que es posible explicar en un par de líneas, pero lo que subyace en definitiva es la noción del puro azar.

La idea de que, dada la suficiente cantidad de tiempo, el azar es capaz de dar lugar a todo tipo de combinaciones ha sido defendida por los teóricos más radicales del evolucionismo. Es famoso el planteamiento del astrónomo Sir Arthur Edington, que en 1929 afirmó que, dado el tiempo suficiente, un batallón de chimpancés tecleando al azar acabaría escribiendo todas las obras que hay en el Museo Británico. Hoy, sin embargo, una rama de las matemáticas, la probabilística, valiéndose de los últimos avances de la informática, ha demostrado la práctica imposibilidad de la predicción de Edington, y con ello, sin pretenderlo, ha planteado un imponente reto a la teoría de la evolución. Un ejemplo concreto que ponen matemáticos y expertos en probabilidad, como Michael Starbird, de la Universidad de Texas, es el análisis de las probabilidades que hay de que a base de teclear una combinación de 18 caracteres y espacios al azar surja de modo fortuito la shakespeareiana frase To be or not to be.

Este es el resultado: si tuviéramos mil millones de chimpancés tecleando al azar una vez por segundo una combinación de 18 letras y espacios (los que ocupa dicha frase) desde el inicio mismo del universo, hace aproximadamente 13.700 millones de años, la probabilidad de que para el momento actual en alguno de esos tecleos al azar hubiera surgido To be or not to be es una de entre mil millones. Es decir, pese a ese inimaginable número de tecleos, la aparición de dicha frase al azar es infinitamente más improbable que ganar la más difícil de las loterías a base de comprar tan sólo un billete.

Cada una de los millones de coincidencias fortuitas, mutaciones y combinaciones de mutaciones al azar que han tenido que ocurrir para dar lugar a la extrema sofisticación del organismo humano y del resto de la naturaleza implican una probabilidad menor que la aparición de To be or not to be en un tecleado al azar. No hará falta decir más para hacerse idea del descomunal problema que este hallazgo representa para una teoría de la evolución puramente ciega, al azar: dicho de modo simple, no ha habido, ni remotamente, tiempo suficiente desde que hay vida en el planeta Tierra para que se produzcan y acumulen al azar semejante cantidad de mutaciones.

Este problema ya había sido intuido por los grandes físicos del siglo XX. A Einstein se debe la famosa frase de que «Dios no juega a los dados con el Universo», a lo que Niels Bohr replicó: «Quién eres tú, Einstein para decirle a Dios lo que tiene que hacer». Dando aún más la vuelta a la tuerca, Stephen Hawking sentenció: «Dios no sólo juega a los dados, sino que los echa donde no los podemos ver».

El problema no es creacionismo bíblico frente a big bang y evolución. Ese es un dilema ficticio generado a partir de ciertos grupos fundamentalistas norteamericanos. El big bang y la evolución no son de por sí cuestiones que planteen un problema para la religión. El big bang fue descubierto por George LaMaitre, científico belga y sacerdote católico de la primera mitad del siglo XX. Hasta tal punto la teoría del big bang no se veía (ni se ve) como una amenaza para la religión, que Pío XI condecoró a LaMaitre por su descubrimiento. Es más, la teoría del big bang conduce fácilmente a la noción de un poder superior que ha creado el universo a partir de la nada. Precisamente porque esta teoría se veía como tan conveniente para la religión (y especialmente sospechosa, claro, procediendo de un sacerdote católico), Sir Alfred Hoyle, prestigioso matemático, ateo militante y evolucionista convencido, se burló de la misma bautizándola «el big bang», nombre con el que se ha quedado. Poco antes de morir, en 2001, Hoyle, a la vista de los últimos descubrimientos en probabilidad, publicó The Mathematics of Evolution, un libro en que demuestra matemáticamente la imposibilidad de la evolución al azar, por las razones expuestas anteriormente. En su libro, todavía desde un ateísmo militante, Hoyle hace un urgente llamamiento al mundo de la ciencia para que encuentre un nuevo soporte explicativo para la teoría de la evolución antes de que ésta, en su formulación actual, se desplome o caiga en el desprestigio. Un complicación añadida es que, cuando se observan los procesos de azar a gran escala (algo que es posible ahora gracias a los avances informáticos) se observan regularidades. Esto parece sugerir que, en última instancia, incluso si la evolución se hubiera producido por azar, sólo habría sido por un azar aparente.

Son precisamente estos descubrimientos en probabilidad y en física los que están generando entre algunos pensadores una auténtica hipótesis científica de la existencia de un poder e inteligencia supremos, es decir, lo que habitualmente llamamos Dios. Es el caso de intelectuales como Antony Flew, exponente máximo del ateísmo en la segunda mitad del siglo XX. En sus numerosos libros, artículos y debates públicos, Flew argumentó incansablemente a lo largo de décadas a favor de las tesis del ateísmo. En 2004, para perplejidad general, ante una audiencia que esperaba escuchar sus más sofisticadas argumentaciones en defensa del ateísmo, Flew anunció que, basado en la más reciente evidencia científica, había llegado a la inevitable conclusión de que existe Dios. El proceso de su conversión intelectual lo explica en detalle en su reciente libro There Is a God. Pero entiéndase que Flew no estaba necesariamente refiriéndose al Dios bíblico, sino tan sólo a la existencia de un Ser supremo que ha creado el universo y ha guiado la vida sobre la Tierra a su punto actual. De hecho, Flew sigue sin creer en la vida después de la muerte ni en otros postulados que se asocian con el Dios bíblico.

A 150 años de la publicación de El origen de las especies, a 141 de la publicación de El Capital y a poco más de cien de las principales obras de Freud, si una lección debemos sacar es la de ser prudentes y no asumir ciega o fanáticamente lo que la ciencia, y los intereses que subyacen a ella en cada momento histórico, nos presentan como absolutamente evidente e incontrovertible.

PARADOJAS ÉTICAS.





PARADOJAS ÉTICAS, publicado en La tercera de la Gaceta (1-VII-2007) por Alejandro Llano, Catedrático de Metafísica.

El empecinamiento en cuestiones éticas acaba produciendo paradojas que rozan el disparate. España es el primer país del mundo en consumo de cocaína, por encima incluso de Estados Unidos. En el agua de ríos que pasan por ciudades de tamaño medio se detecta la presencia, en alto grado, de esta droga. Pero si en cualquier lugar público se realiza una inspección oficial y se observan rayas de cocaína, los supervisores no podrán hacer nada. Sólo les estaría permitido actuar en el gravísimo caso de que se detecte olor a tabaco o se localice un cuenco con aspecto de cenicero que contenga grapas o clips.

A un Estado que se encuentra ahora en semejantes manos se le encomienda la educación moral de los jóvenes a través de Educación para la Ciudadanía. La base ética de una ciudadanía sana es decir la verdad y su derecho básico consiste en no ser engañada. Ahora bien, el Gobierno que ha impuesto esta asignatura como obligatoria está mintiendo sistemáticamente al pueblo español en lo que concierne a sus conversaciones y pactos con una banda terrorista y con los grupos políticos que la representan. ¿Es éste un ejemplo de recta ciudadanía que se pueda presentar a los alumnos? La paradoja se aproxima peligrosamente en este tema a la contradicción.

Según Aristóteles, en la ciudad perfecta el buen hombre es idéntico al buen ciudadano. Pero no hay ciudades perfectas. De manera que, en la práctica, no es lo mismo el buen ciudadano que la buena persona. El propio Estagirita admite que a quienes rigen la ciudad les corresponde educar a los ciudadanos por medio de leyes justas. Pero no se le ocurre referir esta enseñanza ética a todos los aspectos de la moral humana. Transfiriendo esta teoría clásica a la actualidad, resulta que en todas la democracias normales y corrientes la educación cívica —que muchas veces no configura una disciplina determinada— se refiere a cuestiones del ámbito público, tales como el conocimiento de la constitución, la historia patria, la solidaridad entre los ciudadanos, la urbanidad cívica o civismo, la necesidad de pagar los impuestos justos, la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia, y asuntos de este tipo. En ninguna democracia liberal, que yo sepa, se incluyen en esta vertiente formativa las concepciones más profundas y personales. Si se intenta, el tufo a totalitarismo y manipulación es inevitable. De ahí la lógica indignación de muchos españoles cuando entre nosotros se pretende abordar oficialmente temas como la condición humana, la identidad personal, la dimensión afectivo-emocional, la ideología de género, la democracia en la escuela o el pleno reconocimiento y protección de la homosexualidad. Intromisión y adoctrinamiento se llama esta figura.

La protesta de los padres de alumnos y de cualquier demócrata que defienda la libertad de las personas y de las familias no tiene nada que ver con la actitud que pueda adoptar la Iglesia católica o cualquier otra confesión religiosa. Si una Iglesia denuncia el error conceptual que se esconde tras esta asignatura, no hace más que dar expresión a una evidencia. Y, desde luego, la postura en tal sentido de cualquier persona o institución no tiene por qué ser tildada de conservadora a ultranza, reaccionaria o cualquier otro lindo calificativo. Lo que, al parecer, se pretende al anatematizar a los discrepantes es amedrentarlos. Ahora bien, una de las características de un régimen de libertades es que la gente no se deja intimidar por palabras gruesas que no vienen a cuento y que procuran poner al personal de cara a la pared. Ese cuento se acabó. Ya tuvimos 40 años de lavado de cerebro. Y ni uno más.

Imponer a los ciudadanos una ética ideologizada, mientras las instancias oficiales y oficiosas se permiten todo tipo de atropellos morales, equivale a lo que siempre se ha llamado ley del embudo: ancho para mí y estrecho para ti. Si de verdad se quisiera contribuir a la ética ciudadana, lo primero que habría que hacer es procurar que las actuaciones políticas y administrativas, en todos los niveles, respondieran al nivel de transparencia y rectitud para el que el lenguaje común reserva la palabra decencia. No más, pero tampoco menos. Y, lamentablemente, estamos muy lejos de alcanzar ese umbral mínimo de honradez que siempre es exigible. Para muestra, baste el caso del avasallamiento, la ambigüedad y la confusión que se va produciendo en el interminable culebrón que se está representando para la formación del Gobierno de Navarra: ningún parecido con algo así como una ética pública.

Y lo más paradójico de esta serie de paradojas es que no se reconozca el derecho a la objeción de conciencia, garantía última para todo miembro de una democracia en regla. Amenazar al que objete desde su íntima convicción es el último escalón del contrasentido al que se puede descender en un Estado justo de Derecho.

LA VIDA HUMANA NO TIENE PRECIO



La vida humana no tiene precio, por Alejandro Llano

Por Alejandro Llano Cifuentes, 29 de diciembre de 2008

FUENTE: HAZTEOIR.ORG


No es el aborto precisamente un tema agradable. Y menos aún cuando se habla de este asunto a propósito de abusos ilegales, que suponen todavía mayor inhumanidad. Pero mejor es airear públicamente este tópico que su conversión en una cuestión tabú, de la que resulte políticamente incorrecta su simple mención.

En un país donde se contabilizan cada año cien mil interrupciones voluntarias del embarazo, el aborto se convierte en un problema político de primer orden y no es tolerable que los partidos lo escondan cuando se aproximan unas elecciones generales. Pero, en sí misma, no representa una cuestión política, susceptible de ser tratada en términos de conveniencia, como si cupiera negociar tácticamente sobre ella.

Cuando hablamos de interrupción del curso de vidas humanas, tanto de las que se estrenan como de las que están decayendo, tocamos algo que presenta un carácter absoluto. No sólo es un punto extremadamente doloroso. Se trata de algo mucho más profundo a lo que llamamos dignidad.

La dignidad es el carácter del ser humano como un fin en sí mismo. La vida del hombre y de la mujer no se puede poner en función de otra cosa. Es incondicional. Como dice Kant en su imperativo categórico, nunca se debe tratar a la persona humana sólo como medio, sino siempre como fin. Aquello que es meramente medio tiene una índole funcional.

Y todo lo que es funcional resulta, por ello mismo, sustituible por alguna otra cosa que desempeñe su mismo papel. Ahora bien, ninguna persona es sustituible por otra, como si se cambiara al funcionario de una ventanilla por otro que hace iguales trámites burocráticos. Si muere mi amigo, no me consuela pensar que tengo otros.

Yo quiero a mi amigo, precisamente a él, y su ausencia de este mundo no puede ser compensada con la existencia de otros muchos a los que también aprecio. Por eso se dice, y no siempre de manera rutinaria, que se trata de una pérdida irreparable. Lo que acontece en cualquier aborto provocado es un atentado irreparable contra la dignidad de la vida humana.

El aborto no es un derecho, por mucho que se presente así y se nos repita una y otra vez. Es un grave atropello. Y quienes son responsables de la cosa pública no deberían dar lugar a tan serios equívocos. Porque, según nuestro ordenamiento legal, la interrupción voluntaria de la gestación es un delito, despenalizado en determinados supuestos. Y fuera de tales circunstancias es, pura y simplemente, un delito que en un Estado de Derecho como el nuestro debe ser castigado.

Algo muy serio sucede cuando son los propios gobernantes de un país los que confunden delito con derecho. Ampliar los derechos humanos es una problemática tarea. Pero hacerlo a base de incluir en ellos acciones que van contra la dignidad humana equivale a un cruel contrasentido. Una vida humana, por deficiente que parezca, no tiene precio.

Posee en sí misma un valor en cierto modo absoluto. "Todo necio confunde valor con precio", dice Antonio Machado. Se trata de un valor que no se puede pagar con nada, sea dinero prestación psicológica o social. Lo cual no es incompatible con que se comprenda y se conceda importancia a las difíciles circunstancias por las que puede pasar la mujer embarazada en determinadas situaciones. Defender la dignidad de la vida humana no nacida en modo alguno significa falta de sensibilidad y mucho menos algún tipo de conservadurismo ideológico o fanatismo religioso.

Cabría preguntarse por qué son los católicos quienes, con más energía, se oponen a la legalización del aborto. Y habría que responder que éste también es el caso de otros cristianos no católicos, de los musulmanes y de no pocos judíos, además de representantes de religiones consideradas como primitivas.

Desde luego, la actitud multicultural es poco compatible con la imposición de una mentalidad occidentalista, para la cual un niño por nacer no vale más que un cachorro sano de algún mamífero superior.

Evidentemente nadie se compromete en la defensa de la vida porque se lo mande un cardenal o cien obispos, y mucho menos porque figure -caso improbable- en el programa del partido político que menos le disguste. Lo hace porque sabe que la vida humana posee una dignidad absoluta según la cual cualquier individuo de la especie homo sapiens es intocable. Es consciente de que constituye una cosa sagrada, se profese la religión que se quiera o ninguna.

Y, como mantiene Robert Spaemann, supondría una tiranía insoportable que presuntos expertos o poderosos del tipo que sea trataran de discriminar entre quienes ellos consideran que son humanos y quienes todavía no lo son o han dejado de serlo. El TC de Alemania, país que algo sabe de totalitarismos biológicos, ha considerado contrario a los derechos fundamentales el arbitrario establecimiento de fronteras entre personas y no personas.

martes, 13 de enero de 2009

VIVIR EN LA PURA PROVISIONALIDAD


Francesc Torralba Roselló
Vivir en la pura provisionalidad

La provisionalidad parece ser la categoría clave para comprender la filosofía de la época


www.forumlibertas.com
09/01/2009


La postmodernidad, lejos de ejecutar un gesto de despedida de la modernidad, se limita más bien a expresar una crisis dentro de la misma. Toda crisis es una ocasión para crecer, para detectar las limitaciones y ahondar en las posibilidades. Como tal, no inaugura en sentido estricto una nueva era, sino que se trata, más bien, de un paréntesis que no sabemos que duración tendrá, pero que nada indica que llegue ya a su término.

La provisionalidad parece ser la categoría clave para comprender la filosofía de la época. Se parte de la idea que todo es provisional, no sólo los productos del mercado, también los compromisos personales, las relaciones de pareja, las militancias políticas y religiosas, el lugar de residencia y el ejercicio en un determinado campo laboral.

Todo es provisional, líquido, como le gusta decir a Zygmunt Bauman. Se vive en la provisionalidad sin sentido de culpabilidad, porque se parte de la idea que todo lo que sea un compromiso incondicional, o una opción fundamental es una limitación a la libertad personal.

La industria cultural postmoderna, por ejemplo, ha abandonado conscientemente toda aspiración a una vigencia ilimitada de sus productos, se ha despreocupado de la eternidad a la que veneraron los clásicos modernos. Todo lo que se produce tiene ya un sello de caducidad y se sabe de antemano que envejecerá rápidamente y que, al cabo de poco, será olvidado.

Este fenómeno es especialmente visible en la industria editorial. Se producen muchísimos títulos anualmente, pero con una suma velocidad se olvidan y pasan a engrosar los almacenes hasta que son convertidos en pasta para hacer nuevos libros que fácilmente tendrán el mismo destino. El sueño de inmortalizarse a través del libro es algo muy romántico, pero muy poco postmoderno. Si uno llega a estar presente en el mercado más allá de un mes o de dos meses está gozando ya de un gran un éxito editorial.

La cultura contemporánea postmoderna refleja la textura de la experiencia vital de una enorme mayoría de personas obligadas a sobrevivir en la pura provisionalidad material e ideológica debido a la hegemonía de procesos macroeconómicos de giros imprevisibles y a la aceleración de la comprensión espacio-temporal asociada a ellos por los medios tecnológicos. Como no hay tiempo material para asumir los cambios veloces de los estilos de vida y de pensamiento, se justifica esta indigencia fomentando un profundo escepticismo frente a cualquier enunciado que decida cómo deben concebirse, representarse o expresarse lo eterno y lo inmutable.

La cultura postmoderna hace de la necesidad virtud. Desde esa expresión de desconfianza hacia la capacidad de los hombres para formular verdades universales y eternas hasta la declaración de que realmente nunca la tuvimos sólo hay un paso muy corto y, de ahí, al abrazo a la contingencia como cualidad central de todo lo humano. Ésta es, por ejemplo, una de las categorías fundamentales que abraza Richard Rorty, uno de los apóstoles de la postmodernidad americana.

El panorama es inquietante. Vivimos en un mundo estrangulado por los procesos de acumulación flexible y por la comprensión espacio-temporal, cuya manifestación más llamativa en Occidente son las masas de consumidores comprando a crédito en lujosos centros comerciales. En el imaginario colectivo, subsiste la idea de que no existe otro destino para la cultura que el de empaquetar los modos de adquisición que han salido a nuestro paso para una adquisición y un olvido igualmente rápidos.