miércoles, 14 de enero de 2009
PARADOJAS ÉTICAS.
PARADOJAS ÉTICAS, publicado en La tercera de la Gaceta (1-VII-2007) por Alejandro Llano, Catedrático de Metafísica.
El empecinamiento en cuestiones éticas acaba produciendo paradojas que rozan el disparate. España es el primer país del mundo en consumo de cocaína, por encima incluso de Estados Unidos. En el agua de ríos que pasan por ciudades de tamaño medio se detecta la presencia, en alto grado, de esta droga. Pero si en cualquier lugar público se realiza una inspección oficial y se observan rayas de cocaína, los supervisores no podrán hacer nada. Sólo les estaría permitido actuar en el gravísimo caso de que se detecte olor a tabaco o se localice un cuenco con aspecto de cenicero que contenga grapas o clips.
A un Estado que se encuentra ahora en semejantes manos se le encomienda la educación moral de los jóvenes a través de Educación para la Ciudadanía. La base ética de una ciudadanía sana es decir la verdad y su derecho básico consiste en no ser engañada. Ahora bien, el Gobierno que ha impuesto esta asignatura como obligatoria está mintiendo sistemáticamente al pueblo español en lo que concierne a sus conversaciones y pactos con una banda terrorista y con los grupos políticos que la representan. ¿Es éste un ejemplo de recta ciudadanía que se pueda presentar a los alumnos? La paradoja se aproxima peligrosamente en este tema a la contradicción.
Según Aristóteles, en la ciudad perfecta el buen hombre es idéntico al buen ciudadano. Pero no hay ciudades perfectas. De manera que, en la práctica, no es lo mismo el buen ciudadano que la buena persona. El propio Estagirita admite que a quienes rigen la ciudad les corresponde educar a los ciudadanos por medio de leyes justas. Pero no se le ocurre referir esta enseñanza ética a todos los aspectos de la moral humana. Transfiriendo esta teoría clásica a la actualidad, resulta que en todas la democracias normales y corrientes la educación cívica —que muchas veces no configura una disciplina determinada— se refiere a cuestiones del ámbito público, tales como el conocimiento de la constitución, la historia patria, la solidaridad entre los ciudadanos, la urbanidad cívica o civismo, la necesidad de pagar los impuestos justos, la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia, y asuntos de este tipo. En ninguna democracia liberal, que yo sepa, se incluyen en esta vertiente formativa las concepciones más profundas y personales. Si se intenta, el tufo a totalitarismo y manipulación es inevitable. De ahí la lógica indignación de muchos españoles cuando entre nosotros se pretende abordar oficialmente temas como la condición humana, la identidad personal, la dimensión afectivo-emocional, la ideología de género, la democracia en la escuela o el pleno reconocimiento y protección de la homosexualidad. Intromisión y adoctrinamiento se llama esta figura.
La protesta de los padres de alumnos y de cualquier demócrata que defienda la libertad de las personas y de las familias no tiene nada que ver con la actitud que pueda adoptar la Iglesia católica o cualquier otra confesión religiosa. Si una Iglesia denuncia el error conceptual que se esconde tras esta asignatura, no hace más que dar expresión a una evidencia. Y, desde luego, la postura en tal sentido de cualquier persona o institución no tiene por qué ser tildada de conservadora a ultranza, reaccionaria o cualquier otro lindo calificativo. Lo que, al parecer, se pretende al anatematizar a los discrepantes es amedrentarlos. Ahora bien, una de las características de un régimen de libertades es que la gente no se deja intimidar por palabras gruesas que no vienen a cuento y que procuran poner al personal de cara a la pared. Ese cuento se acabó. Ya tuvimos 40 años de lavado de cerebro. Y ni uno más.
Imponer a los ciudadanos una ética ideologizada, mientras las instancias oficiales y oficiosas se permiten todo tipo de atropellos morales, equivale a lo que siempre se ha llamado ley del embudo: ancho para mí y estrecho para ti. Si de verdad se quisiera contribuir a la ética ciudadana, lo primero que habría que hacer es procurar que las actuaciones políticas y administrativas, en todos los niveles, respondieran al nivel de transparencia y rectitud para el que el lenguaje común reserva la palabra decencia. No más, pero tampoco menos. Y, lamentablemente, estamos muy lejos de alcanzar ese umbral mínimo de honradez que siempre es exigible. Para muestra, baste el caso del avasallamiento, la ambigüedad y la confusión que se va produciendo en el interminable culebrón que se está representando para la formación del Gobierno de Navarra: ningún parecido con algo así como una ética pública.
Y lo más paradójico de esta serie de paradojas es que no se reconozca el derecho a la objeción de conciencia, garantía última para todo miembro de una democracia en regla. Amenazar al que objete desde su íntima convicción es el último escalón del contrasentido al que se puede descender en un Estado justo de Derecho.
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