sábado, 13 de diciembre de 2008

LA LEY NATURAL, FUENTE DE LOS DERECHOS Y DEBERES.



Benedicto XVI: La ley natural, fuente de los derechos y deberes


CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 16 febrero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 12 de febrero a los participantes en un congreso sobre la ley natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma.



* * *



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
estimados profesores;
amables señoras y señores:

Me alegra daros la bienvenida al inicio de los trabajos de vuestro congreso, en los que estudiaréis durante los próximos días un tema de notable importancia para el actual momento histórico: la ley moral natural. Agradezco a monseñor Rino Fisichella, rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense, los sentimientos expresados en las palabras con las que ha introducido este encuentro.

No cabe duda de que vivimos un momento de extraordinario desarrollo en la capacidad humana de descifrar las reglas y las estructuras de la materia y en el consiguiente dominio del hombre sobre la naturaleza. Todos vemos las grandes ventajas de este progreso, pero también vemos las amenazas de una destrucción de la naturaleza por la fuerza de nuestra actividad. Hay un peligro menos visible, pero no menos inquietante: el método que nos permite conocer cada vez más a fondo las estructuras racionales de la materia nos hace cada vez menos capaces de ver la fuente de esta racionalidad, la Razón creadora. La capacidad de ver las leyes del ser material nos incapacita para ver el mensaje ético contenido en el ser, un mensaje que la tradición ha llamado lex naturalis, ley moral natural. Hoy esta palabra para muchos es casi incomprensible a causa de un concepto de naturaleza que ya no es metafísico, sino sólo empírico. El hecho de que la naturaleza, el ser mismo ya no sea transparente para un mensaje moral crea un sentido de desorientación que hace precarias e inciertas las opciones de la vida de cada día. El extravío, naturalmente, afecta de modo particular a las generaciones más jóvenes, que en este contexto deben encontrar las opciones fundamentales para su vida.

Precisamente a la luz de estas constataciones aparece en toda su urgencia la necesidad de reflexionar sobre el tema de la ley natural y de redescubrir su verdad común a todos los hombres. Esa ley, a la que alude también el apóstol san Pablo (cf. Rm 2, 14-15), está escrita en el corazón del hombre y, en consecuencia, también hoy no resulta simplemente inaccesible. Esta ley tiene como principio primero y generalísimo: "hacer el bien y evitar el mal". Esta es una verdad cuya evidencia se impone inmediatamente a cada uno. De ella brotan los demás principios más particulares, que regulan el juicio ético sobre los derechos y los deberes de cada uno.

Uno de esos principios es el del respeto a la vida humana desde su concepción hasta su término natural, pues este bien no es propiedad del hombre sino don gratuito de Dios. También lo es el deber de buscar la verdad, presupuesto necesario de toda auténtica maduración de la persona. Otra instancia fundamental del sujeto es la libertad. Sin embargo, teniendo en cuenta que la libertad humana siempre es una libertad compartida con los demás, es evidente que sólo se puede lograr la armonía de las libertades en lo que es común a todos: la verdad del ser humano, el mensaje fundamental del ser mismo, o sea, precisamente la lex naturalis.

¿Y cómo no mencionar, por una parte, la exigencia de justicia, que se manifiesta en dar unicuique suum, y, por otra, la expectativa de solidaridad, que en cada uno, especialmente en el necesitado, alimenta la esperanza de ayuda por parte de quienes han tenido mejor suerte que él?

En estos valores se expresan normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas.

La ley natural es la fuente de donde brotan, juntamente con los derechos fundamentales, también imperativos éticos que es preciso cumplir. En una actual ética y filosofía del derecho están muy difundidos los postulados del positivismo jurídico. Como consecuencia, la legislación a veces se convierte sólo en un compromiso entre intereses diversos: se trata de transformar en derechos intereses privados o deseos que chocan con los deberes derivados de la responsabilidad social. En esta situación, conviene recordar que todo ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno como a nivel internacional, encuentra su legitimidad, en último término, en su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el mismo ser humano.

La ley natural es, en definitiva, el único baluarte válido contra la arbitrariedad del poder o los engaños de la manipulación ideológica. El conocimiento de esta ley inscrita en el corazón del hombre aumenta con el crecimiento de la conciencia moral. Por tanto, la primera preocupación para todos, y en especial para los que tienen responsabilidades públicas, debería consistir en promover la maduración de la conciencia moral. Este es el progreso fundamental sin el cual todos los demás progresos no serían auténticos. La ley inscrita en nuestra naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad.

Todo lo que he dicho hasta aquí tiene aplicaciones muy concretas si se hace referencia a la familia, es decir, a la "íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias" (Gaudium et spes, 48). Al respecto, el concilio Vaticano II reafirmó oportunamente que el matrimonio es "una institución estable por ordenación divina" y, por eso, "este vínculo sagrado, con miras al bien tanto de los cónyuges y de la prole como de la sociedad, no depende del arbitrio humano" (ib.).

Por tanto, ninguna ley hecha por los hombres puede subvertir la norma escrita por el Creador, sin que la sociedad quede dramáticamente herida en lo que constituye su mismo fundamento basilar. Olvidarlo significaría debilitar la familia, perjudicar a los hijos y hacer precario el futuro de la sociedad.

Por último, siento el deber de afirmar una vez más que no todo lo que es científicamente factible es también éticamente lícito. La técnica, cuando reduce al ser humano a objeto de experimentación, acaba por abandonar al sujeto débil al arbitrio del más fuerte. Fiarse ciegamente de la técnica como única garante de progreso, sin ofrecer al mismo tiempo un código ético que hunda sus raíces en la misma realidad que se estudia y desarrolla, equivaldría a hacer violencia a la naturaleza humana, con consecuencias devastadoras para todos.

La aportación de los hombres de ciencia es de suma importancia. Juntamente con el progreso de nuestras capacidades de dominio sobre la naturaleza, los científicos también deben ayudarnos a comprender a fondo nuestra responsabilidad con respecto al hombre y a la naturaleza que le ha sido encomendada. Sobre esta base es posible desarrollar un diálogo fecundo entre creyentes y no creyentes; entre teólogos, filósofos, juristas y hombres de ciencia, que pueden ofrecer también al legislador un material valioso para la vida personal y social.

Por tanto, deseo que estas jornadas de estudio no sólo susciten una mayor sensibilidad de los estudiosos con respecto a la ley moral natural, sino que también impulsen a crear las condiciones para que sobre este tema se llegue a una conciencia cada vez más plena del valor inalienable que la ley natural posee para un progreso real y coherente de la vida personal y del orden social.

Con este deseo, aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros y por vuestro compromiso académico de investigación y reflexión, e imparto a todos con afecto la bendición apostólica.

[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]

¿SON UNIVERSALES LOS DERECHOS HUMANOS?

Febrero 2008. Numero 148

Le Monde Diplomatique.

¿Son universales los derechos humanos?
Por FRANÇOIS JULIEN



Los derechos humanos sólo empezaron a gozar de protección internacional a partir de 1948. Fue Naciones Unidas quien, ante la magnitud de los crímenes nazis, afirmó su carácter "universal" por medio de tratados y órganos de control (comisiones, tribunales). El concepto se impuso, respaldado por "las sociedades civiles". Sin distinción del país o del color de la piel, toda persona tiene derecho a ser protegida frente a los asesinatos políticos, las "desapariciones", la tortura, el encarcelamiento arbitrario y el trato inhumano. Contra la discriminación de las mujeres o por profesar una religión -o cuando no se cree en ninguna-. Bajo el pretexto de pertenecer a una determinada sociedad en vez de a otra, ¿es aceptable que un ser humano sufra la esclavitud o que un niño esté condenado a realizar trabajos forzados?

Si embargo, esta idea de universalidad es objeto de polémica. Algunos recuerdan que sirvió puntualmente de tapadera para el imperialismo de las potencias europeas en el siglo XIX ("intervenciones humanitarias"). Otros la rechazan bajo el pretexto de que es puramente "occidental". Varios intelectuales ponen de manifiesto que estos derechos son originarios de Europa y carecen de equivalentes en otras culturas con un mismo grado de desarrollo. Estos cuestionamientos inquietan a determinadas asociaciones, como Amnistía Internacional, las cuales temen que terminen convirtiéndose en regresiones. François Jullien considera, por su parte, que la noción de derechos humanos es incierta. Aunque esto no significa, según él, que se haya de renunciar a la defensa de la dignidad humana en todo el mundo.




Los occidentales plantean los derechos humanos -e incluso los imponen- como un deber ser universal, cuando es evidente que estos derechos salieron de un condicionamiento histórico particular. Exigen que todos los pueblos se suscriban de manera absoluta a ellos, sin posibilidad de excepción ni reducción, pero al mismo tiempo no pueden evitar comprobar que otras opciones culturales, en todo el mundo, los ignoran o los discuten (1). Porque, ¿hasta dónde puede negar Europa la disposición heterogénea, forzada e incluso azarosa que dio origen a estos derechos, incluso dentro de su propia historia?

Se verifica así el carácter heteróclito, por no decir caótico, de la fabricación del universal; que la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, por ejemplo, nació de proyectos preparatorios múltiples e incluso, en parte, irreconciliables; que a lo largo de su redacción fue objeto de infinitas negociaciones y concesiones; que fue formada por la asociación de fragmentos tomados de diversos lados -un término de aquí, una frase de allá-, por lo que sus artículos han sido recuperados, desmembrados, reescritos (2).

La Declaración fue reconocida y votada por sus autores como "no terminada". "Sin duda el peor de todos los proyectos es quizá el que hemos adoptado" (3), confía uno de ellos la noche de la adopción. Pero al mismo tiempo, como en él toda relación con el acontecimiento se pone a una distancia prudente, como -por miedo a aumentar los disensos- se lo ubica lejos de todo lo que podría dejar ver una toma de posición demasiado precisa, este texto, redactado a toda prisa y sobre un telón de fondo reticente, en el que a veces la mala fe también se mezcla con el entusiasmo, reviste una abstracción que lo sacraliza. Presentado como si fuera de generación espontánea, como si hubiera nacido armado del cerebro de los constituyentes, se jacta de un aura mítica (el texto es adoptado "en presencia y bajo el auspicio del Ser Supremo") y aspira a una universalidad de principio.

¿No será, una vez más, que la aspiración a la universalidad es, contrariamente a lo que pretende, la única manera de conservar unida una heterogeneidad amenazadora, superándola? Si se oculta la difícil producción del texto, éste impacta enseguida por su triunfo histórico. Si se borra toda huella de contingencia, aparece -legítimamente- más cerca de lo ideal y necesario. Hasta el punto de que esta Declaración de 1789 tuvo descendencia (fue retomada en 1793, 1795, 1848, 1946, 1948, 1950...); y, cuando se redactó la Declaración de 1946, se añoró la brevedad-majestad-simplicidad de "nuestro gran texto de 1789", mientras que "en el texto de 1946 se tiene la sensación de que los artículos tienen orígenes diversos, o que fueron pensados en variadas lenguas y traducidos unos de otros" (4). La observación contemporánea sobre la heterogeneidad se repite, como se repite también su olvido y la ulterior uniformidad que produce la Historia. Ahora bien, el hecho de que una Declaración de esas características deba reescribirse constantemente demuestra por sí solo que la universalidad a la que aspira no está dada, sino que vale a título de idea reguladora, en el sentido kantiano; idea nunca satisfecha que guía indefinidamente la búsqueda, que hace trabajar.

Hay que pensar entonces qué tiene de histórico, y por consiguiente de singular, incluso en Europa, nuestra invención de los derechos humanos, declarados universales. Y recordar esas confluencias y mutaciones repentinas de la historia de las ideas, si no queremos equivocarnos sobre la universalidad que podemos otorgarles.

Los derechos humanos (que se imponen en la época moderna, aunque lo que preparó el terreno para su eclosión por diversas aportaciones, en múltiples oleadas -sobre todo el inagotable flujo de la moral estoica que impregnó el cristianismo- puede rastrearse hasta los griegos) son evidentemente el producto de una doble abstracción (occidental). A la vez "derechos" y "humanos".

Derechos: de la reciprocidad de la relación, la noción de derecho aísla el aspecto del sujeto privilegiando el ángulo defensivo de la reivindicación y la liberación (la no alienación) consagrados como fuente de la libertad ("deber" en este sentido no es más que una respuesta -una compensación- que también participa de esta óptica).
Humanos: el ser humano se encuentra aislado de todo contexto vital, de lo animal a lo cósmico; la dimensión social y política atañe a una construcción posterior. Sólo como individuo se absolutiza el "ser humano", puesto que el único objetivo que puede concebirse para cualquier asociación es la "conservación" de sus "derechos naturales e imprescriptibles" (cf. Declaración de 1789, artículo 2). Aislamiento, abstracción y absolutización, todas juntas, han sido pues el precio que pagar para erigir éste universal. Ahora bien, ¿qué es lo que al mismo tiempo se deshace con estas operaciones conjuntas? Nada menos que lo que podríamos llamar, frente a ellas, la integración de lo humano en su mundo (integración entendida en este caso precisamente como el reverso de alienación). Ya es posible seguir esa pérdida en la propia historia moderna de Europa.
Resulta significativo que incluso la familia, nivel mínimo de integración que introduce su mediación entre el individuo y la sociedad, está ausente de las Declaraciones de 1789 y 1793 (y aparece en 1795 bajo un modo que recuerda asombrosamente a las "cinco relaciones" confucianas -¿una influencia?-: "Nadie es buen ciudadano si no es buen hijo, buen padre, buen hermano, buen amigo, buen esposo"). En la Declaración de 1948, la referencia a "todos los miembros de la familia humana" todavía tiene un estatus vagamente metafórico, alusivo, más retórico que explicativo, y en todo caso no fundado.

Así, evacuando toda dimensión religiosa (el Ser supremo de 1789 sólo es invocado a título de espectador), deshaciendo el grupo (casta, clase, gens, tribu, parentela, gremio, corporación, etcétera), rechazando toda jerarquía preestablecida (ya que la igualdad está planteada como principio básico), y distinguiendo en principio al hombre de la "naturaleza" (la preocupación por el medio ambiente y su desarrollo sostenible nos ha llegado muy recientemente, como si necesitáramos recuperar con urgencia todo lo que despreocupadamente habríamos descuidado), el concepto de los derechos humanos elige y toma partido dentro de lo humano. Pero las opciones que inscribe allí no pueden arriesgar una justificación -por lo menos una justificación definitiva- que no sea la de su universalidad. De ahí el círculo lógico en el que el pensamiento del universal parece estar encerrado: este último no es sólo el fin, sino también el garante y la caución de su propia operación de abstracción.

Se enfrentan dos lógicas culturales: la de emancipación (por la universalidad de los derechos humanos); la de integración (en el medio de pertenencia: familiar-corporativo-étnico-cósmico). En adelante, la cuestión, para el mundo que viene, es saber si estas lógicas seguirán siendo irreconciliables.

Para entenderlo mejor, tratemos de explicar por qué el concepto de derechos humanos no encuentra ningún eco en el pensamiento de la India clásica (o, dicho al revés, por qué ésta se revela más bien indiferente a aquél).

En la India, (incluso a la distancia, como un hecho enorme frente al cual la inteligencia europea, apenas presta atención, se ve presa de una vacilación irreprimible), no hay aislamiento del "ser humano". Ni respecto de los animales: la distinción entre los seres humanos y ellos no es del todo pertinente desde el momento en que se admite la reencarnación de unos en otros y el hecho de que el animal posee también el poder de inferir y conocer. Ni respecto del mundo: como el psiquismo humano no es más que un conjunto de órganos destinados a transmitir pasivamente datos externos, la interioridad humana, que sólo está destinada a reaccionar a aquéllo que le provee el mundo, no está en condiciones de distanciarse respecto de él. La adherencia al mundo es tal que no hay orden natural del que pueda despegarse el ser humano. Ni, por último, respecto del grupo: éste, determinado jerárquicamente por su función religiosa, es la realidad primera en la que el individuo sólo halla un estatuto mínimo; el estatuto, irreducible, que está limitado a lo psico-fisiológico de lo que sufre o de lo que goza.

La filosofía europea, desde Schopenhauer, no puede evitar estremecerse por ello: el "ser humano", en la India, tiene tan poca entidad que su vida y su muerte están vaciadas de toda significación, destinadas a repetirse indefinidamente. En todo caso, el individuo no está dotado, él mismo, de un poder propio de iniciativa y de creación.

Así pues, no se encuentra en la India ningún principio de autonomía individual ni tampoco de autoconstitución política a partir del cual puedan declararse derechos humanos. Mientras que la Libertad es la última palabra del pensamiento europeo, el Extremo Oriente, frente a ella, inscribe la "Armonía" (y en este sentido, la India comunica efectivamente con China, que por otra parte le pidió prestada la noción misma de dharma -fa- a través del budismo). Sin duda es más bien Occidente el que, al introducir la ruptura fuente de efracción y, por consiguiente, de emancipación (ya aparece el chorismos de los griegos), constituye una escandalosa excepción.

En la tipología de las culturas, los derechos humanos se hallan tironeados por dos fuerzas de sentido opuesto: su margen de eclosión es exiguo, a pesar de su aspiración universal. Cuando la perspectiva de la trascendencia predomina hasta el punto de conducir a la constitución de otro mundo, los derechos humanos son reabsorbidos en un orden que los supera, cósmico o teológico; pero cuando es la perspectiva de la inmanencia la que prevalece, no están en condiciones de despegarse del curso espontáneo de las cosas y no pueden surgir de las relaciones de fuerza. Es evidente que el Islam se encuentra en el primer caso. Al totalizar la Revelación, el Corán y la Tradición que emana de él (sunna, sharia, fatua...) fijan una ley, de creación divina, que "alcanza la cumbre final en la reglamentación de las relaciones humanas" (5). Por otra parte, que se pretenda, por concesión o para apoyarse en un precedente, que los derechos humanos también están implicados ahí, quiere decir de hecho que no tienen lugar -ni razón- para constituirse en sí mismos. El miedo al Juicio Final, primer elemento de la fe islámica, no les reconoce un plano autónomo donde desplegarse; los reduce a la insignificancia.
China pertenece al segundo caso. Pues, ¿cómo se dice "derechos humanos" en chino, si se hace una traducción del occidental? Ren ("hombre") -quan. Quan, que designa por sí mismo la balanza y la operación del pesaje, sirve para decir tanto "poder" -sobre todo político (quan-li)-, como aquello que nosotros entendemos por "circunstancia" o por "conveniente" (quan-bian, quan-mu): aquello que por su variación, y oponiéndose a la rigidez de las reglas (jing), permite que la situación no se bloquee y que siga evolucionando según la lógica del proceso emprendido. También, que estos dos sentidos se unan dentro del mismo término que sirve para traducir "derecho(s)" cuando se dice "derechos humanos" hace evidente la distorsión sufrida (aun cuando este injerto extranjero se arraigó en el chino moderno, habida cuenta de la comunidad de inteligibilidad que vincula lo humano: cuando reivindican los derechos humanos, los jóvenes chinos de la plaza Tiananmen hoy saben de qué hablan, igual que los occidentales). Lo cual no quiere decir que no pueda hacerse caso omiso de la distancia de los pensamientos, a riesgo, si no, de renunciar a la clarividencia de todo compromiso político. Pues aunque el derecho debe tener en cuenta también la diferencia de los casos, no emana por sí mismo de la situación, contrariamente al poder, sino que la trasciende por su idealidad. En ello es innegable una producción teórica de Europa.

¿Acaso la reivindicación de una universalidad de los derechos humanos vendría del hecho de que el modo de vida occidental, nacido del desarrollo a la vez de la ciencia y el capitalismo, haya terminado imponiéndose en el resto del mundo, y de que por eso hoy es necesario -o fatal- adoptar la ideología de las relaciones humanas, a la vez sociales y políticas, que van de la mano con esas transformaciones? ¿O esa legitimidad vendría del hecho de que el pensamiento europeo que trajo los derechos humanos expresa efectivamente un progreso histórico? ¿de que, a la manera del desarrollo de la ciencia a partir de principios del siglo XVII, constituyen un beneficio para la humanidad que, como tal, sólo se habría producido en Europa? Más allá de que esta justificación equivalga a una acusación, al menos tácita, de todas las otras culturas, su crítica cae por su propio peso, incluido el del etnocentrismo más obtuso; pues ¿en nombre de qué podríamos juzgar tal progreso si no es ya en el seno de un marco ideológico particular (que prefiere por ejemplo la autonomía a la armonía, etcétera)?

Estas objeciones bastan para mostrar que ninguna justificación ideológica de una universalidad de los derechos humanos tiene salida. La aspiración de universalidad de los derechos humanos no parece defendible, a decir verdad, más que desde un punto de vista lógico. Más que pensar en atenuar el concepto de derechos humanos librándolo a acomodamientos que los hacen transculturalmente aceptables (por rebajados), yo distinguiría ese discurso de la buena voluntad adoptando la postura inversa: la de apoyarse sobre su efecto de concepto, del que extraen un beneficio a la vez de operatividad y de radicalidad. Pues, por una parte, la abstracción de la que proceden es la única que, despegándolos de su cultura y medio original, los hace comunicables a otras culturas. Dicho de otro modo: el hecho de que hoy debatamos entre las naciones sobre los derechos humanos no se debe sólo a que Occidente los promovió cuando accedió a la cumbre de su poder y podía aspirar, por imperialismo, a imponerlos al resto del mundo, sino también a que ese estatuto de abstracción los hizo aislables, y por lo tanto intelectualmente manejables, cómodamente identificables y transferibles, e hizo de ellos un objeto -una herramienta- privilegiado para el diálogo (no podría por ejemplo hacerse de la "armonía" una entidad comparable, discutible internacionalmente entre las culturas).

Por otra parte, su capacidad de radicalidad -o desnudez- conceptual está en que se apoderan de lo humano en su estadio más elemental, en su existencia más básica, y encaran el ser humano en esta última condición, por encima de todas las demás, y lo consideran entonces incondicionado, sólo como alguien que ha nacido. Ahora bien, desde este ángulo, no se apunta tanto al individuo (como construcción ideológica cuyo lado arbitrario se puede mostrar fácilmente) como al simple hecho de que va en ello lo humano, lo del hombre ("del hombre" no es aquí un genitivo posesivo, en el sentido de "lo perteneciente al hombre", sino un ablativo, en el sentido de "lo inherente al hombre"); desde el momento en que lo humano está en juego aparece, a priori, un deber ser imprescriptible.

Sin embargo, ¿no habría que quedarse allí en relación con la estructura lógica de esta noción que forma concepto operatoriamente? La capacidad universalizante de los "derechos humanos" depende más de este otro hecho: su alcance negativo (desde el punto de vista de aquello contra lo cual se rebelan) es infinitamente más amplio que su extensión positiva (desde el punto de vista de aquello a lo cual se adhieren). Dicho de otro modo, hay una asimetría entre las dos caras de este concepto. Pues aunque, desde el punto de vista de su contenido positivo, se sabe hoy en día hasta qué punto son discutibles (por sus mitos del individuo y de la relación contractual asociativa, por su construcción de la "felicidad" como fin último, etcétera), por lo que no pueden aspirar a enseñar cómo vivir de manera universal (exigiendo que su ética sea preferible a cualquier otra), son un instrumento incomparable para decir no y protestar; para marcar una barrera frente a lo inaceptable y fundar en ellos una resistencia (6).

Herramienta reconfigurable indefinidamente (por eso se ha reescrito la Declaración en cada nuevo momento histórico) e ilimitado transculturalmente (ya que eleva una protesta descontextualizable y "desnuda", posible simplemente en nombre de haber nacido), los derechos humanos nombran justamente ese "en nombre de lo cual", ese último recurso que sin ellos quedaría sin nombre y dejaría pues sin capacidad de intervenir y de rebelarse. Ahora bien, que esta función negativa, insurreccional, supere la dimensión positiva de la noción, confirma la función más general que hace a la vocación del universal: la de volver a abrir una brecha en cualquier totalidad clausurada, satisfecha, y reactivar allí las aspiraciones.

Pues, ¿acaso no es fácilmente comprobable? Todos aquellos que, en todo el mundo, invocan hoy en día los derechos humanos ¿acaso no se adhieren por ello a la ideología occidental (e incluso la conocen)? Pero ellos encuentran en estos "derechos humanos" el último argumento -o más bien instrumento- que pasa incansablemente de mano en mano y está disponible para cualquier causa futura, no tanto para diseñar una nueva figura de oposición (de la que siempre se puede sospechar que hace causa común con su socio-adversario), como para -más radicalmente- rechazar.

Mientras que la oposición siempre es diversa -dado que está orientada por su contexto-, el rechazo se desentiende inicialmente de aquello que rechaza y vale como gesto único: muestra de pronto lo incondicionado, dejando al descubierto lo que antes evoqué, a título de noción última e incluso insuperable, como el sentido común de lo humano. Ahora bien, en su vertiente negativa, los derechos humanos logran expresar ejemplarmente esta universalidad del rechazo.

Es indispensable apartarnos un poco de nuestros términos usuales; marcar conceptualmente una distancia respecto de las concepciones esperadas, convenidas, y por ello paralizantes, del universal. Pues, frente a la cuestión del estatuto de los derechos humanos, ¿no se encontrarían dichas concepciones insidiosamente torcidas? ¿No habría que comenzar por enderezarlas? A riesgo de enredarse en discusiones vanas y de no poder librarse por completo de las contradicciones familiares alrededor de las cuales vemos girar tantos debates (ya que no hay más alternativa que reivindicar una universalidad arrogante de los derechos humanos que nos condena a desconocer, en una negación que resulta fatal para ellos, hasta qué punto están culturalmente marcados, no sólo en su advenimiento histórico, sino también en las posiciones nocionales y de civilización de las que salieron), y a riesgo de renunciar, por despecho teórico, al arma insurreccional, de protesta, que estos derechos constituyen y que a priori hoy puede servir universalmente, en todos los lugares del planeta (y en ese aspecto, hasta hoy, no tienen equivalente ni reemplazo posible). A riesgo, decía, de recaer inevitablemente en una u otra de estas sendas opuestas, de contentarse con lo absoluto de su deber ser (y ya no poder plantearlos como principios intangibles) o de convertirlos inocentemente (o de manera interesada) en el credo de base del nuevo orden globalizado (y así restablecer fatalmente el imperialismo occidental).

Al hablar de universalizante, abro una desviación en nuestras palabras con el objeto de expresar dos cosas a la vez: 1) en lugar de atribuirles a los derechos humanos una universalidad que poseerían de entrada, el universalizante da a entender, por su sufijo, que el universal está en curso, en marcha, en proceso (que no está acabado): que está en vías de realizarse; 2) al mismo tiempo, en lugar de concebirse como una propiedad o cualidad que se tiene pasivamente, el universalizante deja ver que él es factor, agente y promotor; que es, en sí mismo, vector de lo universal, y no por referencia ni bajo la dependencia de ninguna representación instituida; que por ello ya no se lo puede ajustar a la extensión posible de una verdad, como suele hacerse.

El carácter universalizante de los derechos humanos, pues, no es del orden del saber (de lo teórico), sino de la operatoria (de lo práctico); se los invoca ("intervienen") para actuar, desde el comienzo, sobre cualquier situación dada. Por otra parte, su extensión no es del orden de un credo cualquiera (de naturaleza ideológica) en el cual es obligación confiar, sino que se entiende -negativamente- como aquello cuya falta revela de pronto como a priori (o incondicional) en el seno mismo de nuestra experiencia; y por lo tanto como aquello sobre lo cual puede uno apoyarse para abrir una resistencia; no es del orden de la verdad, sino del recurso.

Es necesario distinguir lo universalizante de lo universalizable; lo que los separa es precisamente un diferencia de plano. Lo universalizable es aquello que aspira a la cualidad de universalidad como enunciado de verdad. Es por lo que se topa inevitablemente con el espinoso problema de su poder ser: como debe justificar en nombre de qué es legítima esa extensión que se arroga, lo universalizable siempre corre el peligro de cargar con una pretensión abusiva, atribuyéndose más de aquello a lo que tiene derecho (ya que no es el universal probado), y de ser visto por ello como fraudulento, o por lo menos como conflictivo. Lo universalizante, por su parte, sale indemne de este problema de legitimidad: dado que es lo que hace surgir -por defecto y de manera operatoria- lo universal, no pretende; hace. Y su valor se mide por el poder y la intensidad de este efecto. Digamos, entonces, que los derechos humanos son un universalizante fuerte o eficaz. Pues la cuestión, con los derechos humanos, no es ya saber si son universalizables, es decir si pueden ser extendidos como enunciado de verdad a todas las culturas del mundo (más bien, la respuesta en este caso es no), sino asegurarse de que produzcan un efecto de universal que sirva como incondicional (tal es su función de arma o herramienta negativa) en nombre del cual a priori es justa una lucha, una resistencia legítima.





Notas:
(1) En una reflexión sostenida a lo largo de más de veinte años, Marcel Gauchet demostró que los derechos humanos "no podían ser una política", y luego que, si se habían convertido en una política, había sido al precio de un consenso ideológico que condujo a ese eclipse de lo político que vemos hoy en día (cf. los artículos de Débat de julio-agosto de 1980 y de mayo-agosto de 2000, retomados en La démocratie contre elle-même , Gallimard. colección "Tel", 2002).
Aunque estoy plenamente de acuerdo con estos análisis, no puedo más que constatar cómo hoy en día la cuestión de los derechos humanos vive un nuevo auge debido al hecho de que da forma -y sirve de línea de ruptura- al conflicto abierto entre las culturas; así pues, debe considerarse dicha cuestión también en el plano que pone en juego directamente la concepción del universal.
(2) Ver Les déclarations des droits de l'homme de 1789, textos reunidos y presentados por Christine Fauré, Bibliothèque historiqu e, Payot, 1988; cf. también Marcel Gauchet, La Révolution des droits de l'homme , Gallimard, "Bibliothèque des Histoires", 1989.
(3) Adrien Duquesnoy, diputado de Bar-le-Duc, citado por Christine Fauré, Les déclarations... , op. cit.
(4) Georges Vedel, citado en Christine Fauré, Les déclarations... , op. cit.
(5) Sami A. Aldeeb Abu-Salieh, Les Musulmans face aux droits de l'homme , Bochum, Dieter Winkler, 1994.
(6) Si creo necesario describir esta dimensión incondicional y por ello absoluta de los derechos humanos en términos de dimensión negativa (es la privación o el defecto de derechos humanos lo que opera, incluso dentro de la experiencia, sobre un incondicional de la experiencia y suscita por lo mismo un rechazo a priori legítimo), ello se debe a que me parece que no se lo puede hacer en términos de mínimo, como ocurre de ordinario, o más precisamente como "punto pragmático mínimo que permite a gente muy diversa reunirse en la lucha contra las dictaduras, despotismos, tiranías y totalitarismos de toda especie que surgen en el planeta" (Marcel Gauchet, La démocratie contre elle-même , op. cit.). Pues, ¿cómo fijar con precisión ese "mínimo" de una manera transcultural que no sea necesariamente relativa?


Filólogo y sinólogo, profesor en la Universidad París-VIII (Denis-Diderot). Este texto retoma las tesis de una obra que acaba de publicar: De l'universel, de l'uniforme, de commune et du dialogue entre les cultures , Fayard, París, 2008.

ENTREVISTA A JOSÉ ANTONIO MARINA


Entrevista a José Antonio Marina

Por Cristóbal Cobo y Javier Esteban


P: Denos una definición de Ética, frente a Moral y Estética.


R: La Moral es el el conjunto de normas para vivir. Cada una de las culturas adopta unas,de manera que hay tantas morales como culturas, es un concepto sociocultural. Lo que estamos viendo ahora es que no podemos vivir con tanta fragmentación de morales, porque lleva al enfrentamiento, y que necesitamos hacer una moral transcultural, que es a lo que a mí me gusta llamar Ética. Ética sería una moral transcultural, cuyo contenido es el conjunto de soluciones de máximo nivel que la inteligencia es capaz de inventar para resolver los problemas que afectan a la propia felicidad y a la felicidad de la comunidad. Por eso funciona a favor nuestro. No hay nada más destructivo para la Ética que considerar que es un conjunto de prohibiciones, de deberes, de normas, ¿entonces quién la va a querer? Nadie. No, es un conjunto de soluciones a conflictos irremediables que tiene la naturaleza humana. Conflictos internos, que es que tenemos deseos contradictorios y conflictos externos, que es que tenemos deseos contradictorios las distintas personas. La Estética no intenta resolver problemas vitales, lo que intenta es crear valores que producen una determinada experiencia, a mi juicio lo más característico de la experiencia estética es que produce un sentimiento de euforia ante lo que la libertad humana puede hacer con poquitas cosas, y en ese sentido sí me gustaría acercarlo a la Ética, porque dentro del impulso ético estaría el crear valores atractivos que hicieran menos hostil el mundo que nos rodea, y así la parte de la ética inventiva, la de crear cosas nuevas estaría ligada a la estética, que es la que estudia la capacidad de crear valores que tiene el ser humano.


P: Habla de moral transcultural… ¿eso es lo que se llama “pensamiento único”?


R: No, no. Si por pensamiento único lo que entiendes es el pensamiento neoliberal, no. Si por pensamiento único entiendes, por ejemplo, la Declaración de Derechos Humanos, sí. El asunto en que, para que pueda articularse la convivencia de muchas personas distintas tenemos al menos que tener una estructura común. Pensar que para proteger la diferencia debemos carecer absolutamente de todo punto de contacto es un disparate. Si no tenemos puntos de contacto, la única manera de resolver los problemas es siempre el enfrentamiento.


P: Podría darnos algún ejemplo de uso ético de la clonación con humanos?


R: En principio, la clonación humana no resuelve ningún problema sin crear problemas mayores. Siempre que hablo de ética, a mis alumnos y a mis compañeros, lo que les insisto es que de la ética tenemos siempre que hablar dramáticamente, no es un lujo que se nos haya ocurrido. Tenemos conflictos muy serios y estamos siempre en precario. La única forma que tenemos de intentar respetarnos no es, como se hace ahora, diciendo “es que la dignidad humana nos permite unas cosas y nos prohíbe otras”. No, el hombre no tiene ningún tipo de dignidad de nada. El hombre es una especie de animal listo que está intentando crear un nuevo tipo de vida en el mundo, que es: vamos a constituirnos conmo unos seres dotados de dignidad. Somos muy bestias, somos muy crueles, somos también muy altruistas, somos inteligentes… pero, en el plano de la naturaleza, no hay derechos, ni hay dignidad, o todos tienen la misma, ¿por qué va a tener más dignidad la secuoya que el ciervo y el ciervo que el león? El león se come al ciervo, porque en la naturaleza no hay más que la ley del más fuerte. Nosotros estamos intentando hacer una forma de vida muy nueva, muy precaria, que es vamos a ver si nos separamos de la selva e inventamos un modo distinto de relacionarnos entre nosotros. ¿Hay algo en la naturaleza que prohíba la clonación? No, la Naturaleza nos deja todo, lo que se te ocurra, cargarte dos millones de personas en Camboya… El problema de la clonación es que no veo por ahora cómo mantener la clonación de seres humanos sin, de alguna manera, industrializar el ser humano, y eso me parece terrible. Pero no sería partidario de prohibir las clonaciones, sería partidario de que pensáramos una ley muy muy meditada de la infancia y de la familia, porque es ahí donde se tienen que resolver los problemas. El problema es decir que ningún niño pueda nacer fuera del recinto donde se va a desarrollar, que es el recinto de una familia. Que, una vez hecho eso, que la reproducción sea articial o no artificial, eso es secundario. Lo importante es dónde vamos a recibir al niño. La historia de los seres humanos con el niño ha sido totalmente despiadada. Que en 1815, en un país muy desarrollado, como Inglaterra, raptar a un niño fuera delito si el niño estaba vestido, porque era robo de ropa, significa que no tenemos sensibilidad de la infancia. No me hablen de clonación: háblenme de los derechos del niño, de cómo un niño debe ser recibido cuando viene a este mundo, y ahí está la tarea legislativa grande.Se debería trata el tema de: Y usted por qué tiene hijos? Porque si se tienen para satisfacer las frustraciones que uno ha tenido, mejor no los tenga.


P: ¿No es peligroso legislar sobre quién tiene derecho a tener hijos?


R: No, no se puede legislar, es una meditación ética, no una meditación positiva. Antes, cuando hablamos de moral, ética y estética, no hablamos del derecho. La moral intenta proteger unos valores, la ética intenta unos valores comunes, el derecho, lo único que hace es proteger de una manera muy coactiva aquellas valores que son tan imprescindibles que no pueden estar sujetos al azar. Sí tengo que proteger la vida con un derecho positivo porque no puedo permitir que una persona diga: “mis creencias me permiten matar”. En cambio, el campo de la ética no es coactivo como el derecho positivo, y esta reflexión que yo estaba haciendo no entraría dentro del derecho, sino de la ética.


P: Ud. no considera la libertad como una característica esencial del hombre…


R: No, eso lo he explicado con detenimiento en mi último libro, el de la voluntad. Lo que yo defiendo es que el concepto importante del hombre es su capacidad de autonomía. La capacidad de autonomía significa: capacidad de elegir los fines, justificar los fines y tener energía o valor para realizarlos. Para conseguir la autonomía, el ser humano tiene que liberarse de unas cosas y someterse a otras. Tiene que liberarse de la tiranía política, tiene que liberarse del miedo, de la ignorancia, de todo aquello que le vaya a impedir evaluar bien sus fines.Pero tendrá que someterse a otras cosas, por ejemplo, a las relaciones afectivas, a los compromisos, a las normas de convivencia. El problema que tenemos si repetimos, como se hace ahora, que el máximo valor humano es la libertad es que no vamos a encontrar ningún otro valor con el que limitar la libertad, y eso nos mete en un lío de cien mil narices. Si limito un valor supremo con otro valor inferior, estoy atentando contra la libertad. ¿Qué hago con los derechos de los otros? ¿qué hago con los compromisos afectivos? ¿o con los compromisos a secas? Quienes han puesto de manifiesto esto de una manera muy aguda han sido las feministas americanas, que han dicho que esa idea de libertad que se está manejando en nuestra cultura es una libertad desligada, sin vínculos, de autosuficiencia, de independencia a ultranza, eso no nos interesa. Lo que nos interesa es una autonomía que pueda implicar vínculos afectivos fuertes. Los vínculos afectivos limitan la libertad, sí, pero aumentan la autonomía. Si me comprometo con una persona a la que quiero, limito mi libertad, pero aumenta mi autonomía, porque voy a tener nuevos fines, más ánimos y voy a estar feliz. La noción importantísima desde el punto de vista personal, político y afectivo es la noción de autonomía. Vamos a conseguir niveles más altos de autonomía, y eso significa que tendremos que liberarnos de muchas cosas y que tendremos que someternos a otras. Y que la sabiduría está en saber de qué debemos liberarnos y a qué debemos someternos. Por eso no me gusta hablar de libertad en abstracto, que no signigfica nada, sino de liberaciones. Dime de qué tienes que liberarte. Ahí sí estamos pisando en la tierra.


P: Niega también el mito artístico de la inspiración… ¿Qué opina del uso de substancias psicoactivas para la creación?



R: El problema que tenemos con las drogas es que metemos todo en un mismo saco. El LSD, por ejemplo, no ha producido ningún tipo de creación de nada, porque son creaciones inconexas, la gente lo pasa muy bien y ven muchas cosas, pero no. Otra cosa son, por ejemplo, los estimulantes. Sartre escribió todas sus obras filosóficas tomando coridram. Pero los estimulantes son una cosa distinta, no son drogas alucinatorias, lo que producen no son ninguna novedad, sino que puedes manejar mejor tu energía, te cansas menos. Lo que niego es que las drogas alucinatorias hayan producido ningún tipon de creación artística interesante. Y otra cosa es la inspiración. La inspiración es un concepto que viene de un mundo mitológico, y que si la sacamos de un mundo mitológico no significa nada. En el mundo griego, la poesía era el único arte, los otros eran cosas de esclavos: la pintura, la escultura, la música, eran cosas de esclavos, lo único importante era la poesía, porque se le consideraba que tenía un valor casi religioso, y que los dioses insìraban a esa persona. La inspiración viene de un concepto religioso. Después hay un cruce muy curioso. Aparece un libro, falsamente atribuido a Aristóteles, que llama Los problemas, y en él aparece una frase suelta rarísima, que es “todos los genios son melancólicos”. Melancólico, en la terminología médica griega significaba “loco de atar”, y entonces se coge una tradición diciendo que la creación estaba dentro de la locura. La coge el Renacimiento, el Romanticismo, ahora se vuelve a repetir, de manera que el creador era una especie de enfermo por su desmesura. A mí todo eso me parece muy mal discurso. Una cosa es que una persona necesite poner tal energía que parezca un energúmeno, y otra cosa es que los energúmenos locos sean creadores.


P: Lo que está planteando como ética recuerda mucho al Derecho Natural.


R: No. Sí creo que la noción sobre la que tiene que construirse la ética es sobre la noción de derecho, por una razón clara: ha habido dos grandes grupos para fundar una ética. Una es sobre la noción de felicidad (Aristóteles), otra sobre la noción de deber (Kant). La ética tiene que resolver dos preguntas: qué debo hacer y por qué debo hacerlo. Aristóteles resolvía por qué debo hacerlo: porque es mi felicidad. El qué no lo aclaraban, que cada uno busque su felicidas donde pueda, con lo cual si mi felicidad era destripar a otros… Kant, al contrario, explicaba qué debíamos hacer, los imperativos categóricos… Pero no explicaba por qué debíamos hacerlo. Al final se sacó de la manga el respeto por la ley, que era un sentimiento. No explicaba que se hiciera nada por gusto, por placer, tenía que ser el deber puro y duro. ¿En qué podemos fundar una ética? En algo que queramos todos para mí y que, sin embargo, nos fuerce a tener que colaborar con los demás. Y esa es la noción que yo manejo de Derecho. Pero no es Derecho natural, porque éste mira a la naturaleza y dice: aquí hay derechos. Y eso nos ha metido es un cisco inoperante. Porque si yo nazco con derechos, me siento y espero a que alguien me los de. El Derecho es símbolo de la cooperación que los demás van a dar a tu pretensión de hacer cosas. Y la ética debería ser una especie de constitución que se da la especie humana a sí misma. Todas las constituciones del mundo empiezan con una afirmación puramente voluntarista: “Nosotros, el pueblo…” Con lo cual, puede aparecer un grupo que diga: nosotros también queremos constituirnos como otro grupito. Lo importante es decir: “Nosotros, la especie humana, nos constituimos como especie que se va dar una constitución, con unas normas universales…” No es la naturaleza, es liberarnos de la selva, de la violencia, del miedo. En estos momentos hay cerca de ochenta conflcitos étnicos interterritoriales. ¿Cómo se van a resolver? Por la fuerza. Porque no tenemos una constitución universal. Un hombre universal respecto de la ética, y diferente en todo lo demás. Las morales separan, la ética une, pero permitiendo la diversidad. La diferencia. Sí, pero con una base estructural común, que son los derechos universales, porque si no los hay, las diferencias acaban en el enfrentamiento. Los líos el próximo siglo van a ser choques entre civilizaciones. En las democracias, hemos resuelto bastante bien los líos internos en las naciones. Pero ahora no sabemos resolver los líos entre naciones.


P: ¿Cuál es el papel de las religiones?


R: Las religiones resuelven otros problemas. Los problemas que tienen que ver con la muerte, con el más allá… Durante muchísimo siglos han sido el fundamento de las morales. Y eso conviene, en estos, momentos, deslindarlo con muchísima claridad. Las morales proceden de las religiones y, como las religiones, son fenómenos culturales. Si necesitamos hacer una ética, tenemos que prescindir de las cosas. Tenemos un caso histórico muy interesante. Cuando se aprueba la Declaración de Derechos Universales, antes aprobarse se llega a una conclusión muy paradójica: nos podemos poner de acuerdo en el contenido de los Derechos funadamentales con tal de que no entremos en problemas de fundamentación. Porque como entremos en problemas de fundamentación, se acabó. Si yo voy a fundamentarlos en mi religión, tú en la tuya, en Dios, en la naturaleza, en el ateísmo… Vamos a dejarlo aparte, y vamos a decir: ¿Qué derechos serían buenos? Y ésa es la vía. ¿Sería Bueno tener derechos? Sí ¿Qué derechos? Vamos a verlo: los que resulevan los problemas más fundamentales. ¿En qué los fundo? En que sería bueno que existieran. ¿Sería bueno que todos los hombres comieran? Vamos a ver cómo lo organizamos. Las fundamentaciones miran hacia atrás.


P: ¿Cuál es su idea de Dios?


R: Después del libro que estoy terminando ahora, bueno de dos libros que estoy terminando, me gustaría escribir un libro sobre teología. Un filósofo tiene que tener ideas claras acerca de Dios, lo que pasa es que debe exponerlas públicamente después de haberlas estudiado, y después de decir: a esto es a lo que he llegado. En este momento no tenemos instrumentos conceptuales para pensar algo que tuviera que ver con la idea de Dios. La preguntra que a mí me interesa es: si no tuviéramos una tradición religiosa, qué experiencia, qué problema o qué situación nos haría inventar el concepto de Dios. Y así es como a mí me gustaría planteármelo. Eso te obliga a distanciarte un poco de todas las religiones. Ya sé lo que ha sido la historia de las religiones. Pero ahora me interesa otra cosa. ¿Qué me haría pensar en la idea de Dios? ¿La necesidad de buscar una causa? Vamos a ver si la noción de causa sigue teniendo todavía vigencia científica... Lo que veo ahora es la enorme pobreza conceptual cuando se trata del tema de Dios.


P: Lo más interesante está viniendo desde la física teórica.


R: Sí, pero la física teórica hace una selección metodológica más allá de la cual no puede pasar. El asunto está en que si el tema de Dios significa algo, no podemos utilizar los conceptos que hemos sacado para estudiar la realidad natural. Imagínate que intentáramos fundar la existencia de Dios en el principio de causalidad. Como todo tiene causa, el mundo tiene que tener causa. Pero luego, tenemos que negar el mismo principio de cuasalidad: Dios no tiene causa. Con eso se está haciendo una jugada lógica un poco complicada.

P: Inteligencia artificial.


R: El problema de la inteligencia artificial para simular el comportamiento humano es que, a lo máximo que llegamos es a distinguir la memoria de acceso inmediato, la memoria de trabajo. Y eso es todavía demasiado tosco comparándolo con la información que tenemos en estos momentos El cerebro humano tiene una velocidad de computación de 1018, de todo eso, lo que tenemos en estado consciente es el resultado de una franja minúscula. Cuando mueves el brazo así, los cálculos que estás haciendo son enormes.
Cuando surgió la inteligencia artificial, hubo mucha euforia, porque dos tipos presentan un programa de ordenador que era capaz, por sí solo, de demostrar teoremas matemáticos. Resolvíó algunos de los teoremas de Russell, y uno, concretamente, lo demostraba de una manera distinta a Russell. Y cuando la vio. Russell dijo: “Hombre, si es más bonita ésta. Ya lo podían haber inventado antes”. Entonces se pensó que era fantástico, que en unos años los ordenadores dominarían por completo la capacidad cerebral humana. Y se fueron a estrellar en las cosas que hacemos sin darnos cuenta de su simplicidad. Como por ejemplo, reconocer algo. No podíamos suponer que una cosa tan sencilla tuviera una carga de computación tan colosal. Yo he trabajado para ver si conseguíamos hacer una programa para que un ordenador entendiera un chiste. Dos homosexuales están charlando. De pronto, pasa una chica impresionante y uno le dice a otro: “A veces, me gustaría ser lesbiana”. La cantidad de información que hay que meterle para que comprenda eso es tremenda: hay chicos y chicas, hay relaciones sexuales, hay atracción sexual del mismo género y de distinto género… ponías el espasa entero para entender un chiste. Los niños empiezan a comprender los chistes a los dos años.


P: Entre tecnófobos y tecnoutópicos ¿dónde se situaría?


R: No en los tecnófobos, porque no podemos vivir en estos momentos sin ciencia, y además hay ciencia y técnicas muy beneficiosas, por ejemplo, la técnica que yo conozco más, es la horticultura, las técnicas de mejora de las plantas comestibles, que están salvando del hambre a miles de personas. Tecnoutópico, tampoco, porque la técnica no puede resolver ningún problema, sino las personas que dirigen la técnica. Lo que voy es contra la sumisión a la técnica. En este momento hay una idea extendida de que la técnica tiene una vida propia y es imparable, y que iremos donde la técnica quiera. Hay que advertir a la gente de que eso no es verdad; la técnica viene de investigadores, de grandes empresas, de manera que está muy decidida por personas; que si empezamos a desconfiar de nuestra capacidad para dirigir la técnica, la técnica acaba dirigiéndonos a nosotros. Una cosa es la técnica y otra el uso que se hace de ella. Ahí está otra vez la ética. Tenemos que saber para qué hacemos técnica, qué técnicas son buenas. Y esto nos lleva la tema de qué investigación se está haciendo hoy en día, por ejemplo en la Universidad…

P: Sí, ¿qué opina de la investigación universitaria?

R: Lo que yo defiendo es que es disparatado que la Universidad esté angustiada por competir con la investigación que se hace en empresas privadas. Un investigador universitario tiene que investigar de una forma diferente a un investigador de una empresa privada. La Universidad debiera investigar los temas que le parezcan más interesantes para la sociedad, para evitar que la agenda de investigaciones la lleve la empresa. Es intentar recuperar parte de la investigación del circuito del mercado. Esto es sensato. Y segundo, mientras que un investigador de una empresa lo único que tiene que estar es a ver cómo saca a esto el mejor beneficio, un investigador universitario debía conocer lo que hace y el significado de lo que hace, dentro de qué campo social, debía añadir un nivel reflexivo a lo que está haciendo. Si no, que no haya investigación en la Universidad, es una pérdida de tiempo, que se vayan a donde sea. Si la Universidad quiere investigar, tiene que hacerlo de otra manera, tiene que ser el momento reflexivo de la sociedad que piensa qué es lo importante. Meterse en competencia con la industria es convertirse en un apéndice la industria, para eso no vale la pena.


P: Otro tema es la docencia.

R: Yo creo que el problema que tiene la Universidad en este momento es que no tiene ninguna teoría sobre la Universidad. Es un conglomerado administrativo de instituciones que, primero, no tiene ningún proyecto docente, al contrario, da la impresión de que los profesores están tan sumamente obsesionados por la investigación, que piensan que lo de dar clases es una puñetita que tienen que hacer, pero que es una pérdida de tiempo. La Universidad en España, es una institución docente. Tiene que tener un proyecto docente y me parece absolutamente escandaloso que no se exija a los catedráticos y profesores de Universidad ninguna acreditación de capacidad pedagógica. Las cosas que están haciendo en las carreras universitarias, a un profesor de instituto le avergonzarían. No se piensa en absoluto en el alumno. El protagonismo de la Universidad no es la ciencia: es el profesor y el alumno beneficiado. Ojalá se separaran institutos de investigación y facultades. Que me digan que en cátedras de la Facultad de Derecho lo que hace el profesor es que llega y dicta con puntos y comas su libro, ¡hombre por Dios! ¡no me vengan con gaitas! Es vergonzoso...

Segundo, como no se tiene una teoría de la Universidad, tampoco se tiene una teoría de cuál es la función social de la Universidad. La única que tiene ahora es conceder títulos. Pero por ahí le van a salir en seguida competidores: los colegios profesionales están diciendo que se fían más de ellos, y el servicio de salud está diciendo que prefieren ser ellos quienes habiliten para el ejercicio de la medicina. Como se descuiden, la Universidad se va a convertir en una especie de conglomerado de cositas sin una idea.

Y tercero, el nivel intelectual en la Universidad es absolutamente detestable. De los alumnos por un lado, y de los profesores por otro. Y están en una fragmentación tan brutal que nadie tiene una idea de lo que se está haciendo en la cátedra de al lado. Eso no es Universidad. En un artículo mío [1] digo que el nivel intelectual de la Universidad es gallináceo. Yo entiendo mucho de gallinas y al decir gallináceo quiero decir cosas científicamente justificables:
Las gallinas no vuelan, y en estos momentos la Universidad.
Las gallinas tienen una visión muy precisa, pero en túnel, para un espacio muy reducido. Como en las facultades.
Las gallinas no colaboran nunca. En la Universidad no se colabora ni en broma, siempre hay recelos.

Las gallinas ponen huevos que no valen para nada para su especie, y además son tan tontas que, aunque se pasen toda la vida sin incubar ninguno de sus huevos, porque se los quitamos, siguen poniéndolos. La productividad universitaria no se detiene a pensar: pero, ¿lo que estoy haciendo vale para algo?

[1] ABC Cultura, 1-V-98

LA CONVERSIÓN DE VOLTAIRE


La CONVERSION de VOLTAIRE



El catedrático de Filosofía Carlos Valverde escribe un sorprendente artículo en el que documenta históricamente la conversión de uno de los más celebres enemigos de la Iglesia católica: VOLTAIRE


UN 30 DE MAYO DEL AÑO 1778

La investigación de documentos antiguos siempre depara sorpresas. La última me ha salido al paso mientras hojeaba el tomo Xll de una vieja revista francesa, Correspondance Littérairer, Philosophique et Critique (1753-1793), monumento inapreciable y riquísimo para conocer el siglo de las luces y los comienzos de la gran Revolución.

Todos sabemos quién fue Voltaire: el peor enemigo que tuvo el cristianismo en aquel siglo XVIII, en el que tantos tuvo y tan crueles. Con los años crecía su odio al cristianismo y a la Iglesia. Era en él una obsesión. Cada noche creía haber aplastado a la infame y cada mañana sentía la necesidad de volver a empezar: el Evangelio sólo había traído desgracias a la Tierra.

Manejó como nadie la ironía y el sarcasmo en sus innumerables escritos, llegando hasta lo innoble y degradante. Diderto le llamaba el anticristo. Fue el maestro de generaciones enteras incapaces de comprender aquellos valores superiores al cristianismo, cuya desaparición envilece y empobrece a la humanidad.

Pues bien, en el número de abril de 1778 de la revista francesa antes citada (páginas 87-88) se encuentra uno nada menos que con la copia de la profesión de fe de M. Voltaire. Literalmente dice así:

«Yo, el que suscribe, declaro que habiendo padecido un vómito de sangre hace cuatro días, a la edad de ochenta y cuatro años y no habiendo podido ir a la iglesia, el párroco de San Sulpicio ha querido añadir a sus buenas obras la de enviarme a M. Gautier, sacerdote. Yo me he confesado con él y, si Dios dispone de mí, muero en la santa religión católica en la que he nacido esperando de la misericordia divina que se dignará perdonar todas mis faltas, y que si he escandalizado a la Iglesia, pido perdón a Dios y a ella.

Firmado: Voltaire, el 2 de marzo de 1778 en la casa del marqués de Villete, en presencia del señor abate Mignot, mi sobrino y del señor marqués de Villevielle. Mi amigo». Firman también: el abate Mignot, Villevielle. Se añade: «declaramos la presente copia conforme al original, que ha quedado en las manos del señor abate Gauthier y que ambos hemos firmado, como firmamos el presente certificado. En París, a 27 de mayo de 1778. El abate Mignot, Villevielle».


Que la relación puede estimarse como auténtica lo demuestran otros dos documentos que se encuentran en el número de junio de la misma revista —nada clerical, por cierto—, pues estaba editada por Grimm, Diderot y otros enciclopedistas.

Voltaire murió el 30 de mayo de 1778. La revista le ensalza como «el más grande, el más ilustre, quizá, ¡ay!, el único monumento de esta época gloriosa en la que todos los talentos, todas las artes del espíritu humano parecían haberse elevado al más alto grado de perfección»

La familia quiso que sus restos reposaran en la abadía de Scellieres. El 2 de junio, el obispo de Troyes, en una breve nota, prohibe severamente al prior de la abadía que entierre en sagrado el cuerpo de Voltaire. El 3 responde el prior al obispo que su aviso llega tarde, porque —efectivamente— ha sido enterrado en la misma abadía.

La carta del prior es larga y muy interesante por los dalos que aporta. He aquí los que más nos interesan ahora: La familia pide que se le entierre en la cripta de la abadía hasta que pueda ser trasladado al castillo de Ferney. El abate Mignot presenta al prior el consentimiento firmado por el párroco de San Suplicio y una copia —firmada también por el párroco— «de la profesión de fe católica, apostólica y romana que M. Voltaire ha hecho en las manos de su sacerdote, aprobado en presencia de doa testigos, de los cuales uno es M. Mignot, nuestro abate, sobrino del penitente, y el otro, el señor marqués de Villevielle (...) Según estos documentos, que me parecieron y aún me parecen auténticos —continúa el prior—, hubiese creído faltar a mi deber de pastor si le hubiese rehusado los recursos espirituales (...) Ni se me pasó por el pensamiento que el párroco de San Suplicio hubiese podido negar la sepultura a un hombre cuya profesión de fe él había legalizado (...). Pienso que no se puede rehusar la sepultura a cualquier hombre que muera en el seno de la Iglesia (...) Después de mediodía, el abate Mignot ha hecho en la iglesia la presentación solemne del cuerpo de su tío. Hemos cantado las vísperas de difuntos; el cuerpo permaneció toda la noche rodeado de cirios. Por la mañana, todos los eclesiásticos de los alrededores (...) han dicho una misa en presencia del cuerpo y yo he celebrado una misa solemene a las once, antes de la inhumación (...) La familia de M. Voltaire partió esta mañana contenta de los honores rendidos a su memoria y de las oraciones que hemos elevado a Dios por el descanso de su alma. He aquí los hechos, monseñor, en la más exacta verdad».

Así parece que pasó de este mundo al otro aquel hombre que empleó su temible y fecundo ingenio en combatir ferozmente a la Iglesia.

La Revolución trajo en triunfo los restos de Voltaire al panteón de París —antigua iglesia de Santa Genoveva—, dedicada a los grandes hombres. En la oscura cripta, frente a la de su enemigo Rousseau, permanece hasta hoy la tumba de Voltaire con este epitafio:

«A los Manes de Voltaire. La Asamblea Nacional ha decretado el 30 de mayo de 1791 que había merecido los honores debidos a los grandes hombres».

Carlos VALVERDE
Catedrático de Filosofía
Publicado en YA, día 02/06/1989
Tomado de Arvo.net

viernes, 12 de diciembre de 2008

LA PRESENCIA DE SIGNOS RELIGIOSOS EN LOS CENTROS EDUCATIVOS PÚBLICOS.


La presencia de signos religiosos en los centros educativos públicos

- 28/05/2006 (tomado de www.appreceandalucia.com)

Teófilo González Vila, catedrático de Filosofía,
Religión y Escuela números 181-182 de Junio-Julio 2004


1. La cuestión.

Hay quienes consideran que de cualquier espacio público en general y, en especial, del espacio escolar público debe quedar excluido cualquier signo religioso. Para unos se trata de una exigencia general directamente derivada de la aconfesionalidad del Estado o de la naturaleza misma de lo público. Para otros, en cambio, la ausencia de los signos religiosos del espacio público vendría exigida justamente por el respeto a la libertad religiosa y como solución a conflictos a que pueden dar lugar precisamente los modos diversos y aun encontrados en que pueden ejercerla los ciudadanos concurrentes en ese espacio. Esta posición, que apela a la necesidad de prevenir y resolver conflictos, puede, por cierto --adviértase-- estar referida a cualesquiera signos (incluidos, los políticos y deportivos, p.e) en cuanto potencial o fácticamente conflictivos, perturbadores de la convivencia o aun insanos. En algunos de los casos en que se ha exigido ante los tribunales que se retiraran del aula determinados signos religioso se argumentaba con que la presencia de éstos dañaban la salud psíquica de algunos alumnos.

En todo caso, una respuesta rigurosa a la cuestión que aquí se plantea habría de pasar por la que demos también a la cuestión sobre el concepto, sentido y alcance de la aconfesionalidad del Estado y de la libertad religiosa. No podemos, por tanto, dejar de establecer la postura que ante estos otros asuntos adoptamos, por más que hayamos de limitarnos a una serie de afirmaciones cuyo desarrollo no tiene aquí cabida. Pero hagamos, en primer lugar, algunas precisiones sobre el concepto tanto de espacio público como de signo religioso.


2. Qué espacio público.

En un primer sentido puede considerarse público cualquier espacio en razón de estar abierto al “público”. Un parque, una calle, un juzgado, una estación de ferrocarril, un autobús municipal, una escuela cuyo titular es la Administración pública, un taxi, un teatro, un circo, unos almacenes, un campo de fútbol, un bar: todos esos espacios pueden decirse que son “públicos” en un sentido amplio, pero no impropio, del término. Entre los espacios que pueden decirse públicos en ese sentido se dan, sin embargo, significativas diferencias tanto en razón de la finalidad y funciones a las que está cada uno de ellos destinado, como en razón de quién sea el sujeto titular de la propiedad o de determinadas competencias sobre el espacio de que se trate. Para nuestro propósito es clave la distinción que dentro de la esfera de lo público debemos hacer entre lo estatal y lo social. Habría que distinguir también entre, por un lado, espacios sociales restringidamente públicos o espacios públicos particulares o de propiedad particular (como un bar) y, por otro, espacios plenamente públicos, como una calle o una plaza, espacios sobre los que el poder público tiene asimismo competencias y responsabilidades y, en primer lugar, la de mantenerlos efectivamente abiertos a todos y asegurar que en ellos resulten respetados los derechos de todos, incluido por supuesto el de libertad ideológica y religiosa. La condición de “público” admite, pues, si así quiere decirse, un más y un menos. En todo caso, es preciso tener presente que los espacios públicos respecto de los cuales puede tener sentido con seguridad plantear la cuestión sobre la posible contradicción entre presencia de signos religiosos y aconfesionalidad del Estado son propia y obviamente los espacios públicos que, en razón del tipo de relación que guarda con el Estado (con el poder público, en general), puedan ser considerados con fundamento como estatales. (Empleamos aquí el término estatal en el sentido amplio, pero no impropio, en que este término, cubre todos los poderes públicos: los generales o centrales, los autonómicos, los locales). En lo que, especialmente aquí interesa, se da por supuesta e indiscutible la condición eminentemente pública de la llamada escuela pública.


3. Qué signos religiosos.


Habrá que fijar también qué se entiende, en este debate, por signos religiosos o qué tipo de signos son aquellos respecto de los cuales se plantea la cuestión. (Hablaremos de signos. Podría decirse que todo símbolo es signo, pero no todo signo es símbolo. No son necesarias ulteriores disquisiciones, para nuestro propósito). Y conviene, ante todo, advertir que, dentro de nuestra cultura, lo religioso se encuentra omnipresente. Podrían considerarse religiosos muchos signos y manifestaciones culturales que la mayoría no tiene ya por tales. En muchos signos y símbolos públicos de origen y contenido religioso destaca hoy más su condición de elementos “culturales”, de tal modo que ni siquiera a los más radicalmente antirreligiosos se les ocurriría ver en ellos un elemento confesionalizador contrario a la laicidad del Estado ellos (p.e., ni en el ángel que corona la cúpula de un edificio civil, ni en el dios Neptuno que preside una fuente en una plaza de la ciudad). En otros casos, a esa condición de preferentemente culturales, se añade el valor artístico como una razón más para aceptarlos sin perjuicio de la aconfesionalidad. Así, pues, no todos los signos o símbolos que pueden con propiedad considerarse religiosos por su origen y por su mismo contenido resultarían puestos en cuestión por quienes sostienen que la aconfesionalidad del Estado exige que no haya signos de esa índole en los espacios públicos. Por último, ha de observarse que un mismo signo adquiere distinto sentido según justamente el lugar donde aparezca: podrá ocurrir, p.e., que contra la presencia del crucifijo en el aula presente reparos la misma persona que ninguno albergará contra la presencia de la cruz la en-crucijada de un camino.

4. Signos religiosos en el ámbito escolar.

Es del ámbito escolar público de donde, según insistentemente exigen algunos, deben estar ausentes los signos religiosos. Respecto de estos signos en el ámbito escolar, ha de distinguirse entre los que pueden decirse comunes como elementos (“fijos”, en general) de las instalaciones o mobiliario del centro educativo (el crucifijo en el aula) y los personales, particulares (y “móviles”, en general), como los portados en su atuendo por miembros de la comunidad educativa (p.e., determinado tipo de velo con que acuden al centros algunas alumnas). Unos puede decirse que son signos religiosos de o en los centros y otros son los signos religiosos de / en los alumnos. La distinción entre los dos tipos de signos ante señalados presenta una especial importancia ya que la postura que alguien adopte respecto de la presencia de unos en el espacio escolar público puede ser distinta de la que guarde respecto de la presencia de los otros en ese espacio.

La prohibición de que los alumnos porten en escuelas, colegios y liceos públicos, signos que manifiesten de modo ostensible la pertenencia a una confesión religiosa --únicos que allí pueden plantear problema, otros hace mucho tiempo que no existen-- ha sido el objeto de una reciente ley aprobada en Francia (Ley 2004-228, de 15 de marzo. JO de 17 de marzo de 2004), ley precedida y seguida de un amplio debate de extensión internacional que mantiene su plena actualidad en el contexto aun más amplio de los graves problemas que plantea a la sociedad occidental su creciente heterogeneidad cultural y, en particular, religiosa. Y es en la laicidad, de la que derivaría la exigencia de excluir del espacio público cualquier signo religioso, donde muchos parecen ven --y, en concreto, quienes han propugnado y aprobado la referida ley francesa— la clave para resolver los indicados problemas mediante la afirmación de una ciudadanía común desde la que respetar cuantas diferencias de toda índole sean con ella compatibles. Respetar las diferentes opciones de sentido, religiosas, filosóficas, etc. supone aceptar como legítima la presencia pública social de esas diversas opciones, siempre que se manifieste cada una de ellas, de modo respetuoso para todas las demás. Los laicistas más abiertos admiten la legitimidad de esa presencia, con las condiciones dichas, de las diversas opciones de sentido, en todos los espacios públicos sociales, salvo en el escolar. Las diferencias que son legítimas en general en la sociedad habrían de quedar, en cambio, según ellos, fuera de la Escuela, espacio-fanal reservado a lo común. Se da así por supuesto que en el respeto a las diferencias no puede educarse desde ninguna de ellas en particular y se sostiene la paradoja de que educarse para vivir en una sociedad pluralista exige que los ciudadanos sean educados en un ámbito del que esté desterrada la pluralidad.

Las consideraciones que inmediatamente a continuación se exponen han de entenderse, en principio, referidas a los signos religiosos que constituirían elementos “fijos” en las instalaciones o mobiliario del centro (signos que en España cada vez son menos puesto que parecen ir desapareciendo calladamente). En relación con los signos religiosos portados por los alumnos, elementos particulares, no comunes, se expondrán con posterioridad consideraciones específicas.

5. Aconfesionalidad del Estado y Escuela: laicismo y estatismo.

No son pocos, ciertamente, los que dan por supuesto que la aconfesionalidad o laicidad del Estado obliga a no admitir en los espacios públicos o, en su caso, a retirar de ellos cualquier signo religioso. La pretensión de que así, efectivamente, así sea, ha sido ya planteada en diversos casos, en diversos países, entre ellos España, ante la propia Administración, ante los Tribunales o ante el Parlamento. De modo especial y eminente esa pretensión se entiende plenamente justificada en relación con la escuela pública, aquella cuyo titular es un poder público.

Pero --valga la obviedad-- la aconfesionalidad, la laicidad del Estado lo es del Estado. Y no puede revestirse con ella a los ciudadanos mismos, ni a instituciones que no son parte constitutiva esencial del Estado mismo, que no son el Estado. Si sobre la Escuela pública se quiere hacer recaer directamente las exigencias de la aconfesionalidad del Estado, es porque, antes, esa escuela se concibe como parte constitutiva del Estado mismo. Si la Escuela es del Estado y el Estado es aconfesional, así razonará el laicista, la Escuela ha de serlo asimismo y en ella, por tanto, no ha lugar de ningún modo para la presencia de lo religioso. La Escuela es laica porque es estatal. O podrá el laicista pensar que ha de ser estatal para que sea laica (y en ese caso habrían de negar por coherencia legitimidad a cualquier escuela que no sea la del Estado). En cualquier caso laicismo y estatismo se suponen y exigen mutuamente en esta concepción que no parece fácilmente conciliable con un sistema de libertades públicas. Es preciso, por eso, determinar el concepto, sentido y alcance de la aconfesionalidad o laicidad del Estado.


6. La legitimidad de la ausencia o presencia de signos religiosos en el espacio escolar no puede decidirse a partir de la aconfesionalidad del Estado.

La laicidad constituye una nota positiva, esencial al Estado democrático pluralista y su actual generalizado reconocimiento constituye una conquista de nuestra civilización y ha sido resultado de un largo, doloroso y purificador proceso histórico a través del cual, en el mundo occidental cristiano, el orden temporal conquista la autonomía que le es propia (V. González Vila, Teófilo, El laicista contra la laicidad, Alfa y Omega n.º 388, pp. 3-5). Hoy, en la aconfesionalidad o laicidad del Estado ha de verse, ante todo, justamente la condición y garantía del ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos en pie de igualdad. Para asegurar esta igualdad, la laicidad, en una sociedad pluralista, ha de traducirse en neutralidad ideológica y religiosa, neutralidad religiosa que supone y exige la aconfesionalidad del Estado. Podemos, por eso, afirmar con seguridad que no será válida ninguna forma de entender la aconfesionalidad de la que se derive anulación, restricción u obstáculo para las libertades públicas y en concreto, para la de conciencia, la religiosa y la de enseñanza. Entraría, por eso, en clara colisión con la misma concepción y razón de ser de la laicidad el que a los ciudadanos como contrapartida por utilizar prestaciones estatales --cuya finalidad y justificación está precisamente en hacer posible el ejercicio de esas libertades(CE 9.2)-- se les exigiera que renunciaran a ejercerlas. El hecho de que el titular de los centros educativos públicos sea el poder público, sobre el que recae --sobre él, sí-- la obligado de guardar una estricta neutralidad religiosa, no supone que quienes (alumnos, padres) acuden a esos centros, hayan de guardar esa misma neutralidad y ver así imposibilitado o restringido el ejercicio de sus libertades ciudadanas, entre ellas la religiosa. Ya el Tribunal Constitucional dejó hace tiempo bien sentado que la neutralidad que ha de caracterizar a estos centros no impide que en ellos se imparta enseñanza religiosa a quienes libremente deseen recibirla en uso del derecho que al efecto, les asiste (CE 27.2 y 3; STC 5/1981, fundamento jurídico nueve).

En los centros educativos públicos, como en todos (incluidos los que se dicen privados), la educación ha de ajustarse al ideario constitucional básico común que puede verse recogido en el apartado 2 del artículo 27. Y la neutralidad que ha de caracterizar, como “marca de fábrica”, a los centros públicos exige que quienes, en ejercicio del poder público, los crean y ofrecen a los ciudadanos, lo hagan sin imprimir a esos centros el carácter propio particular que, más allá de ese ideario constitucional común, corresponda a sus personales opciones. Será la comunidad educativa que concurra en cada uno de esos centros la que, en su caso, si sus componentes se sitúan en una plataforma de coincidencias educativas que, integrando el ideario constitucional común y sin contradecirlo, incluya referencias a un determinado modelo educativo particular, la que concrete de acuerdo con éstas su ideario particular como elemento inspirador fundamental de su proyecto educativo. ¿Quién se atreverá a sostener que quienes acuden a las escuelas públicas, alumnos y padres, han de ver, simplemente por esto, restringidos sus derechos o disminuidas sus posibilidades de ejercerlos?

Ha de afirmarse, pues, con plena seguridad, a partir del concepto mismo de aconfesionalidad o laicidad del Estado, de la finalidad y alcance que a ésta corresponde, que de ella no puede en modo alguno extraerse la exigencia de que no haya símbolos religiosos en las escuelas públicas. Las cuestión, pues, sobre la legitimidad de la presencia de signos religiosos en el espacio escolar público no puede resolverse a priori de modo negativo a partir de la laicidad o aconfesionalidad del Estado.

Pero tampoco puede negarse que haya casos en los que los signos religiosos puedan legítimamente y aun deban, en virtud de otro tipo de razones, quedar excluidos del espacio escolar. ¿Qué otras razones serían ésas?

7. La regulación estatal de las manifestaciones sociales de lo religioso.

En virtud de su propia laicidad, el Estado es también, puede decirse, “lego” en materias religiosas, esto es, no entiende de ni en los religioso en cuanto tal. Pero sin duda también el Estado puede y debe regular las manifestaciones sociales, públicas, de lo religioso, en cuanto sociales en razón del bien común y, más concreta y directamente, en razón del orden público (que del bien común forma parte). Podrá, pues, la autoridad pública, en virtud de ese tipo de razones, regular asimismo y, en su caso, prohibir la presencia y uso de los signos religiosos en los espacios públicos y, concretamente, en el escolar. El ejercicio de la libertad religiosa, que confluye aquí con el ejercicio de las libertades de expresión y manifestación, puede y debe ser regulado, y, por lo mismo, limitado, como el de las demás libertades públicas, ninguna de las cuales es absoluta. Ninguna de ellas puede ser invocada en amparo y cobertura de comportamientos contrarios a las libertades de los demás, a la dignidad humana, etc. Y es un hecho que en ocasiones el uso de signos y atuendos de significación religiosa pueden, en concretas circunstancias, resultar perturbadores de la convivencia. El Rapport elaborado en Francia por la Comisión de Reflexión sobre Aplicación del Principio de Laicidad en la República recoge numerosos casos en los que el uso de signos religiosos en determinadas circunstancias ha resultado provocativo y ha suscitado reacciones violentas de las que han resultado víctimas quienes los portan o visten. En tales casos, la prohibición de esos signos querría presentarse orientada tanto a evitar que unos se sientan perturbados e incluso ofendidos por la presencia de determinados signos religiosos como a proteger a otros de agresiones de las que pueden ser víctimas por el hecho de usarlos públicamente.

Y conviene, por cierto, advertir a este propósito que los casos en los que los portadores de signos religiosos han sido objeto de agresiones no son de suyo argumento para prohibir sin más y con carácter general los signos religiosos so pretexto de “proteger” a los creyentes que con ellos manifiestan públicamente su fe. Eso revelaría una intención, en el mejor de los casos paternalista, inconciliable con el respeto a la libertad religiosa y por completo ajena a una mentalidad democrática. No se puede olvidar que la fe entraña un compromiso público que se traduce no ya en el uso de signos que la manifiestan, sino en actuaciones en defensa de valores fundamentales (la misma libertad religiosa, el respeto a la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, la justicia social, la defensa de los débiles, la denuncia de la corrupción social y política) que no pueden dejar de ser provocativas y conflictivas en cuanto contrarias a conductas socialmente generalizadas, a veces amparadas por la ley positiva, actuaciones que a lo largo de la historia han sido provocativas hasta provocar el martirio de quienes las han llevado a cabo. Y es evidente que ni podemos dejar de atender a esas exigencias ni, por lo mismo, consentir que el Estado nos proteja contra esas claras exigencias fundamentales de la propia fe.

Los casos, pues, en los que puede considerare “justificado”, no ya sólo legal, sino moralmente y aun desde la perspectiva de la fe, que el poder público intervenga y prohíba la presencia de signos religiosos en determinados espacios públicos son aquellos en los que, ponderadas las circunstancias bajo la guía de la prudencia, haya razones proporcionadas que aconsejen o aun obliguen a esa prohibición y esto mediante medidas que por sí mismas no signifiquen negación de la fe ni de la libertad religiosa. De ahí que lo más acertado parezca adoptar esas medidas caso por caso tras la ponderación prudencial de las circunstancias concurrentes, sin perjuicio de que quepa formular algunos criterios generales que pueden y deben orientar las decisiones en esta materia.



8. El error francés

Pero, si, en efecto, puede estar justificada o aun resultar obligada la prohibición de signos religiosos en cuanto perturbadores de la convivencia, la misma prohibición habría / habrá de recaer sobre cualquier signo que produzca circunstancialmente los mismos perturbadores efectos, aunque no sean religiosos. Para prohibir, pues, los signos religiosos por ese tipo de motivos no hay que buscar legitimidad en las exigencias de la laicidad de la República, del Estado, sino que bastará --en su caso, repitamos y con las condiciones ya expuestas-- invocar las exigencias del bien común y aun más directa y sencillamente las del orden público en sus dimensión material más obvia. Por otra parte, podría ponerse asimismo en cuestión que fuera necesaria una ley específica para atender a esos casos, a los que puede encontrarse solución en normas meramente reglamentarias generales y/o en las particulares internas de cada centro educativo. El error francés, el error de los términos en que se ha hecho frente en Francia a los indiscutibles problemas que puede plantear y ha planteado el uso público, ostensible, de determinados signos religiosos, está no en el mero hecho de prohibirlos, sino en prohibirlos en cuanto religiosos y en nombre de la laicidad del Estado. Si fuera la laicidad del Estado la que excluye la presencia de signos religiosos en la escuela pública, es obvio que éstos habrían de quedar excluidos de ese espacio en cualquier caso, sencillamente por religiosos y, por tanto, con independencia de que resultaran o no, en determinados caos, gravemente perturbadores del orden público. Pero en tal supuesto estaríamos ante una concepción de la laicidad incompatible con el debido respeto a la libertad religiosa y en una concepción de la escuela pública que la sitúa dentro de la piel del Estado, como elemento constitutivo del Estado mismo (Cf. González Vila, Teófilo, El error francés, Alfa y Omega N.º 394, de 18-III-2004).

9. ¿Conflicto entre libertades?

La aconfesionalidad o laicidad del Estado, según lo ya expuesto, no sólo no exige ni justifica la prohibición de la presencia de signos religiosos en los espacios públicos, sino que, por el contrario, ha de operar como condición y garantía del pleno ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos en pie de igualdad. Y, justo por esto, no podemos dejar de prestar la máxima atención a quienes, para impedir la presencia de ese tipo de signos en el espacio escolar, invocan precisamente la libertad religiosa de los ciudadanos que en él concurren y que, en ejercicio de esa libertad, adoptan al respecto posiciones no ya distintas sino contrarias y aun contradictorias. Aunque de esa diversidad de posiciones pueden derivarse perturbaciones de la convivencia que situarían los casos en el supuesto anterior (esto es, bajo las exigencias del orden público), hay casos en los que el problema aparece formalmente como conflicto entre los distintos modos, de suyo pacíficos, con que quieren ejercer su libertad religiosa los ciudadanos concurrentes en el espacio dado. Cabe, pues, considerar éste como un nuevo supuesto. Aquí no se estaría ante la presunta colisión de los signos religiosos en el espacio escolar público con la condición aconfesional o laica del Estado, ni ante la posible colisión de tales signos con las exigencias del orden público, sino ante las “diferencias” entre las distintas pretensiones que al respecto, y en uso de sus libertades y, en concreto, de su libertad religiosa, sostienen los ciudadanos. En este supuesto serán los mismos titulares de esa libertad los en principio competentes y legitimados para resolver dialogalmente sus “diferencias”, sin perjuicio de contar con los “buenos oficios” de terceras instancias, incluida, obviamente, la de la propia autoridad pública.

Ciertamente, lo normal es que del ejercicio de la libertad resulte esa pluralidad, pero no es imposible –conviene también advertirlo-- que surja la coincidencia en una misma postura en relación con la cuestión que aquí consideramos. No es imposible, p.e., que todos los miembros de la comunidad educativa en un centro público, en ejercicio de sus libertades religiosa y de enseñanza, acuerden la presencia de determinados signos religiosos. Esa presencia –ya se ha dicho-- no puede considerarse impedida a priori a partir de la aconfesionalidad del Estado y, en este caso, por hipótesis, tampoco por la oposición de miembro alguno de esa comunidad. Ahora bien, no cabe duda de que la pluralidad de opciones no sólo es la realidad dada en la práctica totalidad de los centros públicos, sino que constituye en todos una posibilidad ineludible, siempre abierta, en tanto la coincidencia de todos los integrantes de la comunidad educativa en una misma opción se encontrará necesariamente siempre en precario.

Supuesta, pues, a heterogeneidad de posiciones de padres y, en su caso, alumnos respecto de la presencia o ausencia de signos religiosos en los centros educativos públicos, ¿cómo resolver que de ahí pueden derivarse? En respuesta pueden considerare asimismo diversas propuestas o fórmula referidas, en principio, concretamente a los signos religiosos que hemos llamado “fijos”, del o en el centro. Examinémoslas.
9.1. a) La presencia de signos de todas las opciones de las que haya representantes en el centro, al menos si éstos lo solicitan o exigen.

- Esta propuesta suscita reparos espontáneos. Entre otros el de su carácter de insólita. Sería una fórmula de la que, entre nosotros no hay precedentes (los hay acaso en otras latitudes?). Por otra parte, plantea cuestiones relativas a la proporcionalidad, mayor o menor representatividad de cada opción etc. y hace pensar en que su puesta en práctica daría lugar a no pocos incidentes. No parece que haya quienes de hecho sostengan esa primera posible propuesta.

9.2. b) La ausencia preventiva general y permanente de toda clase signos religiosos.

Esta segunda propuesta no deja de contar con sólido argumento a su favor. La experiencia permitiría afirmar que la presencia de ese tipo de signos necesariamente, tarde o temprano, en determinados ámbitos conduce a conflictos más o menos graves. En efecto, se dirá, esa pluralidad de posiciones, expresión y resultado fáctico o potencial, del ejercicio de la libertad llevaría consigo, según algunos, una carga de conflictividad que sólo puede prevenirse, desactivarse y evitarse mediante una situación de neutralidad. Esta propuesta -adviértase-- viene a coincidir materialmente con la de quienes para adoptarla invocaran la aconfesionalidad del Estado. Y en ese caso habría de decirse que nace lastrada por una insalvable contradicción, ya que con ella se hace prevalecer, a priori, una muy concreta, entre esas posibles opciones particulares, a saber la negativa de quienes propugnan la ausencia de cualquier manifestación pública de cualquiera de las opciones religiosas particulares positivas. Pero esa postura puede obedecer a razones no doctrinales o ideológicas, sino a prácticas, de mero orden público o de simple convivencia pacífica en los centros, como las que, en efecto, se invocan a favor de la postura ahora considerada. En ésta se incluye también la aceptación de que es a la autoridad pública a la que corresponde establecer que del espacio escolar público quedan excluidos de modo general y permanente cualesquiera signos religiosos fijos. Si se entendiera que esta medida, por exigencia del respeto a la libertad religiosa, ha de quedar a disposición de los ciudadanos, no quedaría asegurada su adopción ni, en su caso, la estabilidad de ésta: nos situaríamos en otra fórmula.

A favor de esta propuesta b) --que puede parecer, en principio, falta del debido respeto a la libertad religiosa-- encontraremos a muchos que, sin invocar para esto en modo alguno la aconfesionalidad del Estado y desde actitudes abiertamente favorables a la presencia pública de lo religioso, la considerarán, sin embargo, por razones prudenciales, la más plausible. Y a favor de esta propuesta vienen a constituir también otros tantos argumentos las dificultades prácticas que, de hecho, presenta la aplicación de las otras.

9.3. c) La presencia o ausencia de los signos religiosos, según cada caso, en atención a las circunstancias.

- Para otros, por último, la conflictividad debe ser ponderada en cada caso y la prohibición de los signos de que se trata ha de estar asimismo plenamente justificada en cada caso en razones de peso proporcionadas a la fundamental importancia de los valores que aquí entran en juego: la libertad de conciencia, la libertad religiosa, la de expresión, la de manifestación. Esta postura tendría a su favor el hecho, también avalado por la experiencia, de que determinados signos hoy pacíficamente aceptados pueden derivar en motivo de grave perturbación y, a la inversa, la de que signos en un momento gravemente conflictivos terminaron por resultar convivencialmente inocuos. En relación con esta fórmula, se puede, a la vez, distinguir entre la posición de quienes entienden que es la autoridad pública a la que corresponde adoptarla en cada caso y la de quienes consideran que son los propios ciudadanos titulares de la libertad religiosa los legitimados para acordarla.

10. ¿Deciden padres y alumnos?

Quienes pueden dar lugar a esas diferencias conflictias al ejercer su libertad religiosa serán, pies, los primeros llamados y legitimados para superarlas. Pero si esto es así, todavía habrá que determinar cuáles son en concreto, dentro de la comunidad educativas, los concretos sujetos que cuentan con esa legitimidad y responsabilidad. Ha de decirse que es a los padres y, en su caso, a los alumnos a los que corresponde decidir en este asunto; y no a la comunidad educativa en cuanto tal (integrada por alumnos, padres, profesores, personal de servicios), ni, en cuanto tal, al órgano en el que todos los sectores de esa comunidad están representados (el consejo escolar de cada centro). El derecho de que aquí se trata es el que con carácter absolutamente preferente corresponde a los padres individual, distributivamente, considerados. Conviene recordar que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el artículo 18.1 de la LOECE (Ley Orgánica 5/1980, de 19 de junio, del Estatuto de Centros Escolares) por condicionar a la pertenencia a una asociación de padres de alumnos el ejercicio del derecho de cada padre a elegir a sus representantes en el consejo escolar (STC 5/1981, de 13 de febrero, F.J. 19). Y esa doctrina puede decirse aplicable a fortiori al presente caso, ya que el derecho de cuyo ejercicio se trata ahora no es de menor rango ni transcendencia que aquel otro.

La decisión correspondería, en principio, sólo a los padres. ¿Cómo superar las encontradas pretensiones que unos y otros pueden sostener en esta materia? ¿Ha de prevalecer la pretensión negativa (contraria a la presencia de esos signos) aunque sea minoritaria, de tal manera que a quienes quieran ejercer su libertad religiosa en ese sentido se les reconozca de hecho una especie de derecho de veto frente a la pretensión en sentido contrario aunque sea mayoritaria? Ha de tenerse en cuenta que el ejercicio de los derechos fundamentales que aquí entran en juego no pude hacerse depender de decisiones mayoritarias de un colectivo al que se pertenezca, sino que ha de estar garantizado a todos. Ahora bien, sin perjuicio de que en algún caso, la cuestión se plantee en términos que pongan en juego el núcleo esencial de estos derechos y, en concreto, el derecho a la libertad religiosa, puede decirse que en la mayoría de los casos, los conflictos al respecto no afecta a ese núcleo esencial. Y siempre que así sea, podrá recurrirse al principio de mayoría será legítima ya que, por hipótesis, las decisiones que se adopten mediante su aplicación no entrañarán para ningún miembro de la comunidad escolar la negación de su confesión o la violación de su conciencia, sino sólo la renuncia a una expresión concreta circunstancial de su personal opción confesional o ideológica. Es más: esa renuncia o abstención puede venir no ya permitida, sino aconsejada y aun urgida, según el caso, por imperativos de la propia fe a la que corresponde el signo a cuya presencia pública hubiera de renunciarse o por los de la ética cívica cuando, por el contrario, el objeto de la renuncia, derivada de una decisión mayoritaria, fuera la pretensión de que se retiren los signos religiosos de que se trate. A partir de criterios como los indicados, cada caso habría de ser resuelto bajo los dictados de la prudencia y desde actitudes positivas de las partes enfrentadas. Por otra parte, en los supuestos a que nos referimos --en que ningún reparo cabe oponer a la aplicación del principio de mayoría-- tampoco habría que rechazar la intervención del consejo escolar si la decisión mayoritaria fuera justamente la de someter el conflicto a la resolución de este órgano, siempre dentro del respeto a los derechos fundamentales de padres y alumnos.
***
Las precedentes consideraciones ofrecen criterios que no puede decirse, creemos, desprovistos de fundamento. No obstante, si realizamos el ejercicio imaginativo de aplicarlos en busca de solución a posibles conflictos concretos, se nos pueden mostrar al menos insuficientes en muchas situaciones concretas que la casuística puede imaginar. ¿Acaso, p.e., la aplicación del principio democrático de mayoría nos proporcionaría una solución adecuada al problema planteado por la presencia de una mayoría circunstancial, efímera, de estancia transitoria (p.e., población laboral eventual que proporciona en la escuela única de la Localidad que la acoge una mayoría de niños cuyos padres profesan convicciones religiosas completamente distintas de la “tradicional” del Lugar…?). ¿Habría acaso que modular las exigencias del principio de mayoría en atención al carácter permanente o transitorio de la concreta mayoría de que en cada caso se trate…?. ¿Habrá que optar, en último término, por la fórmula según la cual los signos religiosos fijos deben estar ausentes del espacio escolar público de modo general y permanente, tal como se propugna con la propuesta b) antes examinada?

11. Signos religiosos portados por los alumnos.

Las consideraciones precedentes, referidas preferentemente a los signos religiosos fijos y comunes en o del centro son, en parte, aplicables a los signos religiosos particulares (móviles) portados por los alumnos. Respecto de éstos, resulta aún más claro e indiscutible, si cabe, que la prohibición de portarlos en lugares públicos, incluido el de la escuela pública, no puede ampararse en la laicidad o aconfesionalidad del Estado, siendo así que ésta debe precisamente garantizar el ejercicio ciudadano del derecho fundamental, individual, a la libertad religiosa.

Y en cuanto a la prohibición de esos signos religiosos personales por razón de orden público, han de tenerse en cuenta las precisiones antes formuladas, cuando se ha hecho referencia a la reciente ley francesa que la impone en las escuelas, colegios y liceos públicos. os prohíbe. El hecho de que signos religiosos portados por alumnos o alumnas estén en el origen de conflictos violentos podrá justificar que la autoridad pública prohíba o restrinja su uso y esto mediante medidas adecuadas a las circunstancias. Pero de esos hechos no podrá extraerse argumento alguno para una prohibición generalizada y permanente de esos signos religiosos “personales”, particulares (cuando, por el contrario, según poco antes se ha dado a entender, esa fórmula no podría ser desechada por absolutamente inadmisible en relación con los signos religiosos fijos).

Junto con las razones de orden público, pueden invocarse también razones “curriculares” para restringir o prohibir el uso, por parte de alumnos o alumnas, de determinados signos (en forma de atuendos o no) que impidan la realización de actividades académicas prescritas con carácter general y como condición para la superación de pruebas académicas y la obtención de los correspondientes títulos. Así, tendrá sentido prohibir el uso de prendas que impidan o dificulten la realización de determinadas actividades de Educación Física, de comprensión oral en clase, etc. Pero es evidente que esas razones se pueden invocar para prohibir el uso de objetos o de atuendos cualesquiera que presenten los mismos inconvenientes, con independencia de que tengan o no una significación religiosa. Así, por, ejemplo si una determinada prenda crea dificultades o supone impedimento para determinadas actividades curriculares no dejará de hacerlo porque el portarla se deba a una intención religiosa o, como puede llegar a ser el caso, a simple moda. En ambos supuestos deberá prohibirse su uso en cuanto crean esas dificultades o impedimentos. Con lo cual queda claro, una vez más, que no es el carácter religioso del signo lo que puede justificar la medida ni, por lo mismo, hay que invocar la laicidad de la República para adoptarla. De hecho, en el proceso de aplicación de la ley francesa a la que ya se ha hecho varias veces referencia, se han dictado instrucciones con criterios de flexibilidad que atienden a la complejidad de los casos y tratan de suavizar lo que la dicha ley tiene de desmedida.

12. Consideraciones conclusivas

12.1 Sólo quienes propugnan la exclusión general y absoluta de esos signos a partir de la aconfesionalidad del Estado se sitúan en una posición “segura”.

En ésa es en la que, sin embargo, no podemos situarnos si queremos dejar a salvo el debido respeto a las libertades en juego.

12.2. Lo que, por el contrario y en cualquier supuesto, podemos afirmar con toda seguridad es precisamente que los conflictos de este tipo no pueden darse por decididos a priori en sentido negativo a partir de la aconfesionalidad del Estado.

12.3. El Estado puede y debe regular la presencia de esos signos en cuanto sociales, no en cuanto religiosos, y en cuanto objetivamente lo exija el orden público y, en general, el bien común.

12.4. Las razones de orden público y, en general, de bien común que pueden invocarse para justificar la intervención de la autoridad pública en la regulación del uso de signos religiosos en los espacios públicos son válidas para justificar esa misma intervención respeto de signos de cualquier índole y significado.

12.5. En los casos en los que haya de atenderse a los signos religiosos en cuanto tales, la cuestión o conflicto sobre su presencia o ausencia en el espacio escolar público puede / debe entenderse y resolverse como un problema de diferencias entre los ciudadanos que, concurrentes en ese espacio (padres y, en su caso, alumnos), quieren ejercer su libertad religiosa en direcciones distintas. Sería, por tanto, a los propios ciudadanos, titulares del derecho a la libertad religiosa a quienes compete (en esta caso, a padres y / o alumnos) resolver dialogalmente esas sus diferencias, sin que la autoridad pública pueda considerarse legitimada para resolver ese tipo de conflicto al margen de estos ciudadanos y sin perjuicio de que éstos puedan recurrir a los buenos oficios mediadores de terceros (otros sectores, p.e., de la comunidad educativa en el seno del Consejo Escolar o por otros cauces) y, en primer término, de la autoridad pública. Para resolver esos conflictos es aplicable el principio de mayoría, en cuanto la cuestión planteada no afecte al núcleo esencial de los derechos fundamentales en juego. Además, eso supuesto, desde una perspectiva creyente cristiana, debe prevalecer, en todo caso, la voluntad dialogante y conciliadora en cuanto constituye precisamente signo de fe (traducida en auténtica caridad), más cualificado que los signos “materiales” cuya presencia o ausencia esté en cuestión. No obstante, las dificultades que puede presentar esta propuesta --que deja a padres y alumnos la decisión en cada caso-- redundan a favor de la fórmula que propone que los signos religiosos, concretamente los fijos, permanezcan de modo general y permanente ausentes del espacio escolar público.

12.6. Con respecto a los signos religiosos personales, particulares y, en general, móviles, puede establecerse que sólo en los casos en que dieran lugar a graves perturbaciones de la convivencia escolar o por razones “curriculares” asimismo graves, estaría legitimada la autoridad pública para prohibir su uso y esto mediante medidas adecuadas a las circunstancias de cada caso y por el tiempo durante el que resulten imprescindibles a los efectos que se persiguen.
*****
Dentro de las consideraciones aquí expuestas, no todas obviamente tienen el mismo peso ni a todas les asisten fundamentos de igual solidez. De los términos con que se formulan puede fácilmente deducirse el que se concede a cada una de las afirmaciones que se hacen. Valgan, en todo caso, como incentivo para profundizar en las cuestiones implicadas y proseguir un debate que permita establecer criterios bien fundados con que buscar la solución más acertada a los problemas que se plantean en esta materia.

ANEXO

A).- Con fecha de 12 de septiembre de 1984, un senador perteneciente al grupo Parlamentario Socialista, formula una pregunta en los siguientes términos: "Es común que en edificios públicos españoles, como escuelas, presidios, cuarteles u oficinas de la Administración del estado, se expongan en salones y pasos símbolos de la religión católica. No tengo noticia, sin embargo, y a pesar del respeto de nuestras leyes a la libertad religiosa, de que en iguales circunstancias estén expuestos símbolos de otras creencias. ¿Conoce el Gobierno la voluntad de las religiones no católicas existentes en España al respecto?". A esta pregunta el Gobierno contesta en los siguientes términos: "La presencia en edificios públicos, tanto del Estado, como de las Comunidades Autónomas, Ayuntamientos, etcétera, de símbolos de la religión católica no implica la violación del principio de libertad religiosa, el cual no exige la presencia en los mismos de símbolos de todas las confesiones religiosas. Dicha presencia, pues, no constituye trato discriminatorio ni negación de la libertad religiosa. / La Constitución establece que 'los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones'; en virtud de esa disposición constitucional, el Estado concluyó una serie de Acuerdos con la Iglesia Católica y actualmente mantiene contactos con un número reducido de otras confesiones, que así lo han solicitado, con vistas al establecimiento de posibles Acuerdos de Cooperación. / En definitiva, los principios de libertad religiosa y de no confesionalidad del Estado no implican la ausencia de cualquier símbolo religioso en los edificios públicos, ni, menos aún, la presencia de símbolos religiosos de todas las confesiones" (Boletín Oficial delas Cortes Generales N.º 115, de 3 de diciembre de 1984). (Años después fueron aprobados, mediante las Leyes 24, 25 y 26 de 10 de noviembre de 1992 (todas ellas publicadas en el BOE de 12 de noviembre de 1992), otros tantos Acuerdos de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, con la Federación de Comunidades Israelitas de España y con la Comisión Islámica de España, respectivamente).

B).- A este respecto, el Ministro de Educación y Cultura, el 24. 03. 1999, manifestaba en el Congreso de los Diputados, en respuesta oral a una pregunta que se formulaba, aparte otras cuestiones, sobre la retirada de crucifijos de las aulas de los centros públicos, lo siguiente: "tengo que decir que el Ministerio de Educación, ya desde el año 1984 y hemos repasado las respuestas a las distintas preguntas que sobre estos asuntos se han hecho tanto en el Congreso como en el Senado , ha dicho con meridiana claridad que los principios de libertad religiosa y no confesionalidad del Estado no implican la ausencia de cualquier símbolo religioso en los edificios públicos. En este sentido, quiero recordar que es el Consejo Escolar del centro, que es el que tiene encomendadas las competencias de aprobar y evaluar la programación general, respetando los aspectos docentes, que corresponden al claustro, y las actividades extraescolares y complementarias, quien tiene que tomar la decisión. Por tanto, si el Consejo Escolar del centro decide que haya estos símbolos, tendremos que respetar, por mandato de la ley, lo que dice dicho consejo. En caso contrario, también lo haríamos, por lo que se procedería a la retirada de los símbolos, pero tenemos que ser consecuentes con lo que dicen la Constitución, la Logse [sic] y la ley" (Boletín Oficial de las Cortes Generales, Núm. 225, de 24 de marzo de 1999), p. 11977). La STC 5/1981, de 13 de febrero (BOE de 24 de febrero de 1981), en su F.J. 18, se pronunciaba sobre el Consejo Escolar del centro en los siguientes términos: "Este cauce institucional parece razonable, ya que las decisiones más importantes para la comunidad escolar habrán de tomarse en tales órganos de gobierno, pero no excluye, como es obvio, la realización individual por cada uno de los titulares del derecho fundamental de 27.7 de aquellas gestiones (tales como conversaciones de los padres con los profesores o quejas formuladas por algún padre al titular o Director del centro, etc.) tendentes a resolver problemas no atribuidos a la competencia de algún órgano colegiado". En el presente caso no está en juego una asunto de "control y gestión" del centro, sino el ejercicio de un derecho individual fundamental como el de libertad religiosa. A partir de esta consideración habría que estimar vía sumamente adecuada de solución aquella que más favoreciera el ejercicio efectivo de ese derecho por parte de los padres y, en su caso, alumnos.

C).- A la tesis aquí sostenida sobre el sentido y alcance de la aconfesionalidad del Estado y de la neutralidad religiosa en los centros educativos públicos, así como sobre las exigencias que se derivan de reconocimiento constitucional de la libertad religiosa, puede decirse que ha resultado fáctica, y en algún caso, expresamente, ajustada la postura adoptada en la materia por los gobiernos socialistas desde 1982 a 1996, ya que en ningún momento se consideraron obligados, en virtud de la aconfesionalidad del Estado a eliminar o retirar de los centros públicos los signos religiosos que aún subsisten en ellos. No obstante, en 1999, EL Grupo Parlamentario Socialista del Congreso promueve una Proposición No de Ley con el siguiente tenor: “El Congreso de los Diputados insta al Gobierno a que adopte las medidas oportunas para que en los centros docentes públicos la actividad educativa se desarrolle con sujeción al principio de neutralidad ideológica y respeto de las opciones religiosas y morales a que hace referencia el artículo 27.3 de la Constitución, e impida la utilización de cualesquiera símbolos que pudieran violentar esos derechos reconocidos constitucionalmente”. Es de advertir que en la Exposición de Motivos de la Proposición No de Ley de referencia (párrafo 7, p.3), tras la invocación de las libertades que en este ámbito deben ser respetada, se da por supuesto que es al Gobierno, “a quien corresponde la alta responsabilidad de conducir [sic] un Estado no confesional, separando con claridad la protección de derechos y libertades religiosas de los que son sus obligaciones en materia de enseñanza pública, y evitar, así, la tendencia a confundir la plena libertad para difundir y expresar cualquier creencia con el fomento de una determinada creencia”. Y con esto se da asimismo por supuesto que hay unas exigencias derivadas directamente de la aconfesionalidad del Estado que el Gobierno tiene la obligación de hacer valer e imponer, obligación que el Gobierno en modo alguno podrá eludir so pretexto de protección de derechos y libertades religiosas. Lejos, pues, de entender la aconfesionalidad como condición y garantía de las libertades públicas, incluida la religiosa, quienes formulan la referida Proposición No de Ley parecen concebirla como una exigencia ab-soluta, anterior conceptual y estructuralmente a las libertades, y de tal modo que el alcance de la aconfesionalidad no vendría determinado por el de las libertades públicas, sino el de éstas por el de aquélla. Y serían las exigencias de la aconfesionalidad del Estado las vinculadas con el interés público, general, en tanto las libertades públicas responderían al interés particular. Conviene, por eso, en todo caso, recordar que, de acuerdo con nuestro ordenamiento, no cabe establecer ninguna contradicción entre derechos y libertades fundamentales, individuales, e interés general del Estado puesto que, como ya había señalado el Tribunal Constitucional, “los derechos fundamentales y... las libertades públicas, ... constituyen el fundamento mismo del orden político-jurídico del Estado en su conjunto. [...] También la eventual limitación o suspensión de derechos fundamentales [...] en una democracia sólo se justifica en aras de la defensa de los propios derechos fundamentales..." (STC 25/1981, de 14 de julio, FJ5). De tal modo, que “en último término, resulta ficticia la contraposición entre el interés particular subyacente a las primeras y el interés público que, en ciertos supuestos, aconseja su restricción. Antes al contrario, tanto los derechos individuales como sus limitaciones, en cuanto éstas derivan del respeto a la Ley y a los derechos de los demás, son igualmente considerados en el art. 10.1 de la Constitución como "fundamento del orden político y de la paz social". Así este Tribunal pudo declarar en su Sentencias 25/1981, de 14 de julio, que los derechos fundamentales resultan ser "elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional", reiterando posteriormente el destacado interés público que se halla en la base de la tutela de los derechos fundamentales" (STC 159/1986, de 12 de diciembre, FJ6).