viernes, 12 de diciembre de 2008
LA PRESENCIA DE SIGNOS RELIGIOSOS EN LOS CENTROS EDUCATIVOS PÚBLICOS.
La presencia de signos religiosos en los centros educativos públicos
- 28/05/2006 (tomado de www.appreceandalucia.com)
Teófilo González Vila, catedrático de Filosofía,
Religión y Escuela números 181-182 de Junio-Julio 2004
1. La cuestión.
Hay quienes consideran que de cualquier espacio público en general y, en especial, del espacio escolar público debe quedar excluido cualquier signo religioso. Para unos se trata de una exigencia general directamente derivada de la aconfesionalidad del Estado o de la naturaleza misma de lo público. Para otros, en cambio, la ausencia de los signos religiosos del espacio público vendría exigida justamente por el respeto a la libertad religiosa y como solución a conflictos a que pueden dar lugar precisamente los modos diversos y aun encontrados en que pueden ejercerla los ciudadanos concurrentes en ese espacio. Esta posición, que apela a la necesidad de prevenir y resolver conflictos, puede, por cierto --adviértase-- estar referida a cualesquiera signos (incluidos, los políticos y deportivos, p.e) en cuanto potencial o fácticamente conflictivos, perturbadores de la convivencia o aun insanos. En algunos de los casos en que se ha exigido ante los tribunales que se retiraran del aula determinados signos religioso se argumentaba con que la presencia de éstos dañaban la salud psíquica de algunos alumnos.
En todo caso, una respuesta rigurosa a la cuestión que aquí se plantea habría de pasar por la que demos también a la cuestión sobre el concepto, sentido y alcance de la aconfesionalidad del Estado y de la libertad religiosa. No podemos, por tanto, dejar de establecer la postura que ante estos otros asuntos adoptamos, por más que hayamos de limitarnos a una serie de afirmaciones cuyo desarrollo no tiene aquí cabida. Pero hagamos, en primer lugar, algunas precisiones sobre el concepto tanto de espacio público como de signo religioso.
2. Qué espacio público.
En un primer sentido puede considerarse público cualquier espacio en razón de estar abierto al “público”. Un parque, una calle, un juzgado, una estación de ferrocarril, un autobús municipal, una escuela cuyo titular es la Administración pública, un taxi, un teatro, un circo, unos almacenes, un campo de fútbol, un bar: todos esos espacios pueden decirse que son “públicos” en un sentido amplio, pero no impropio, del término. Entre los espacios que pueden decirse públicos en ese sentido se dan, sin embargo, significativas diferencias tanto en razón de la finalidad y funciones a las que está cada uno de ellos destinado, como en razón de quién sea el sujeto titular de la propiedad o de determinadas competencias sobre el espacio de que se trate. Para nuestro propósito es clave la distinción que dentro de la esfera de lo público debemos hacer entre lo estatal y lo social. Habría que distinguir también entre, por un lado, espacios sociales restringidamente públicos o espacios públicos particulares o de propiedad particular (como un bar) y, por otro, espacios plenamente públicos, como una calle o una plaza, espacios sobre los que el poder público tiene asimismo competencias y responsabilidades y, en primer lugar, la de mantenerlos efectivamente abiertos a todos y asegurar que en ellos resulten respetados los derechos de todos, incluido por supuesto el de libertad ideológica y religiosa. La condición de “público” admite, pues, si así quiere decirse, un más y un menos. En todo caso, es preciso tener presente que los espacios públicos respecto de los cuales puede tener sentido con seguridad plantear la cuestión sobre la posible contradicción entre presencia de signos religiosos y aconfesionalidad del Estado son propia y obviamente los espacios públicos que, en razón del tipo de relación que guarda con el Estado (con el poder público, en general), puedan ser considerados con fundamento como estatales. (Empleamos aquí el término estatal en el sentido amplio, pero no impropio, en que este término, cubre todos los poderes públicos: los generales o centrales, los autonómicos, los locales). En lo que, especialmente aquí interesa, se da por supuesta e indiscutible la condición eminentemente pública de la llamada escuela pública.
3. Qué signos religiosos.
Habrá que fijar también qué se entiende, en este debate, por signos religiosos o qué tipo de signos son aquellos respecto de los cuales se plantea la cuestión. (Hablaremos de signos. Podría decirse que todo símbolo es signo, pero no todo signo es símbolo. No son necesarias ulteriores disquisiciones, para nuestro propósito). Y conviene, ante todo, advertir que, dentro de nuestra cultura, lo religioso se encuentra omnipresente. Podrían considerarse religiosos muchos signos y manifestaciones culturales que la mayoría no tiene ya por tales. En muchos signos y símbolos públicos de origen y contenido religioso destaca hoy más su condición de elementos “culturales”, de tal modo que ni siquiera a los más radicalmente antirreligiosos se les ocurriría ver en ellos un elemento confesionalizador contrario a la laicidad del Estado ellos (p.e., ni en el ángel que corona la cúpula de un edificio civil, ni en el dios Neptuno que preside una fuente en una plaza de la ciudad). En otros casos, a esa condición de preferentemente culturales, se añade el valor artístico como una razón más para aceptarlos sin perjuicio de la aconfesionalidad. Así, pues, no todos los signos o símbolos que pueden con propiedad considerarse religiosos por su origen y por su mismo contenido resultarían puestos en cuestión por quienes sostienen que la aconfesionalidad del Estado exige que no haya signos de esa índole en los espacios públicos. Por último, ha de observarse que un mismo signo adquiere distinto sentido según justamente el lugar donde aparezca: podrá ocurrir, p.e., que contra la presencia del crucifijo en el aula presente reparos la misma persona que ninguno albergará contra la presencia de la cruz la en-crucijada de un camino.
4. Signos religiosos en el ámbito escolar.
Es del ámbito escolar público de donde, según insistentemente exigen algunos, deben estar ausentes los signos religiosos. Respecto de estos signos en el ámbito escolar, ha de distinguirse entre los que pueden decirse comunes como elementos (“fijos”, en general) de las instalaciones o mobiliario del centro educativo (el crucifijo en el aula) y los personales, particulares (y “móviles”, en general), como los portados en su atuendo por miembros de la comunidad educativa (p.e., determinado tipo de velo con que acuden al centros algunas alumnas). Unos puede decirse que son signos religiosos de o en los centros y otros son los signos religiosos de / en los alumnos. La distinción entre los dos tipos de signos ante señalados presenta una especial importancia ya que la postura que alguien adopte respecto de la presencia de unos en el espacio escolar público puede ser distinta de la que guarde respecto de la presencia de los otros en ese espacio.
La prohibición de que los alumnos porten en escuelas, colegios y liceos públicos, signos que manifiesten de modo ostensible la pertenencia a una confesión religiosa --únicos que allí pueden plantear problema, otros hace mucho tiempo que no existen-- ha sido el objeto de una reciente ley aprobada en Francia (Ley 2004-228, de 15 de marzo. JO de 17 de marzo de 2004), ley precedida y seguida de un amplio debate de extensión internacional que mantiene su plena actualidad en el contexto aun más amplio de los graves problemas que plantea a la sociedad occidental su creciente heterogeneidad cultural y, en particular, religiosa. Y es en la laicidad, de la que derivaría la exigencia de excluir del espacio público cualquier signo religioso, donde muchos parecen ven --y, en concreto, quienes han propugnado y aprobado la referida ley francesa— la clave para resolver los indicados problemas mediante la afirmación de una ciudadanía común desde la que respetar cuantas diferencias de toda índole sean con ella compatibles. Respetar las diferentes opciones de sentido, religiosas, filosóficas, etc. supone aceptar como legítima la presencia pública social de esas diversas opciones, siempre que se manifieste cada una de ellas, de modo respetuoso para todas las demás. Los laicistas más abiertos admiten la legitimidad de esa presencia, con las condiciones dichas, de las diversas opciones de sentido, en todos los espacios públicos sociales, salvo en el escolar. Las diferencias que son legítimas en general en la sociedad habrían de quedar, en cambio, según ellos, fuera de la Escuela, espacio-fanal reservado a lo común. Se da así por supuesto que en el respeto a las diferencias no puede educarse desde ninguna de ellas en particular y se sostiene la paradoja de que educarse para vivir en una sociedad pluralista exige que los ciudadanos sean educados en un ámbito del que esté desterrada la pluralidad.
Las consideraciones que inmediatamente a continuación se exponen han de entenderse, en principio, referidas a los signos religiosos que constituirían elementos “fijos” en las instalaciones o mobiliario del centro (signos que en España cada vez son menos puesto que parecen ir desapareciendo calladamente). En relación con los signos religiosos portados por los alumnos, elementos particulares, no comunes, se expondrán con posterioridad consideraciones específicas.
5. Aconfesionalidad del Estado y Escuela: laicismo y estatismo.
No son pocos, ciertamente, los que dan por supuesto que la aconfesionalidad o laicidad del Estado obliga a no admitir en los espacios públicos o, en su caso, a retirar de ellos cualquier signo religioso. La pretensión de que así, efectivamente, así sea, ha sido ya planteada en diversos casos, en diversos países, entre ellos España, ante la propia Administración, ante los Tribunales o ante el Parlamento. De modo especial y eminente esa pretensión se entiende plenamente justificada en relación con la escuela pública, aquella cuyo titular es un poder público.
Pero --valga la obviedad-- la aconfesionalidad, la laicidad del Estado lo es del Estado. Y no puede revestirse con ella a los ciudadanos mismos, ni a instituciones que no son parte constitutiva esencial del Estado mismo, que no son el Estado. Si sobre la Escuela pública se quiere hacer recaer directamente las exigencias de la aconfesionalidad del Estado, es porque, antes, esa escuela se concibe como parte constitutiva del Estado mismo. Si la Escuela es del Estado y el Estado es aconfesional, así razonará el laicista, la Escuela ha de serlo asimismo y en ella, por tanto, no ha lugar de ningún modo para la presencia de lo religioso. La Escuela es laica porque es estatal. O podrá el laicista pensar que ha de ser estatal para que sea laica (y en ese caso habrían de negar por coherencia legitimidad a cualquier escuela que no sea la del Estado). En cualquier caso laicismo y estatismo se suponen y exigen mutuamente en esta concepción que no parece fácilmente conciliable con un sistema de libertades públicas. Es preciso, por eso, determinar el concepto, sentido y alcance de la aconfesionalidad o laicidad del Estado.
6. La legitimidad de la ausencia o presencia de signos religiosos en el espacio escolar no puede decidirse a partir de la aconfesionalidad del Estado.
La laicidad constituye una nota positiva, esencial al Estado democrático pluralista y su actual generalizado reconocimiento constituye una conquista de nuestra civilización y ha sido resultado de un largo, doloroso y purificador proceso histórico a través del cual, en el mundo occidental cristiano, el orden temporal conquista la autonomía que le es propia (V. González Vila, Teófilo, El laicista contra la laicidad, Alfa y Omega n.º 388, pp. 3-5). Hoy, en la aconfesionalidad o laicidad del Estado ha de verse, ante todo, justamente la condición y garantía del ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos en pie de igualdad. Para asegurar esta igualdad, la laicidad, en una sociedad pluralista, ha de traducirse en neutralidad ideológica y religiosa, neutralidad religiosa que supone y exige la aconfesionalidad del Estado. Podemos, por eso, afirmar con seguridad que no será válida ninguna forma de entender la aconfesionalidad de la que se derive anulación, restricción u obstáculo para las libertades públicas y en concreto, para la de conciencia, la religiosa y la de enseñanza. Entraría, por eso, en clara colisión con la misma concepción y razón de ser de la laicidad el que a los ciudadanos como contrapartida por utilizar prestaciones estatales --cuya finalidad y justificación está precisamente en hacer posible el ejercicio de esas libertades(CE 9.2)-- se les exigiera que renunciaran a ejercerlas. El hecho de que el titular de los centros educativos públicos sea el poder público, sobre el que recae --sobre él, sí-- la obligado de guardar una estricta neutralidad religiosa, no supone que quienes (alumnos, padres) acuden a esos centros, hayan de guardar esa misma neutralidad y ver así imposibilitado o restringido el ejercicio de sus libertades ciudadanas, entre ellas la religiosa. Ya el Tribunal Constitucional dejó hace tiempo bien sentado que la neutralidad que ha de caracterizar a estos centros no impide que en ellos se imparta enseñanza religiosa a quienes libremente deseen recibirla en uso del derecho que al efecto, les asiste (CE 27.2 y 3; STC 5/1981, fundamento jurídico nueve).
En los centros educativos públicos, como en todos (incluidos los que se dicen privados), la educación ha de ajustarse al ideario constitucional básico común que puede verse recogido en el apartado 2 del artículo 27. Y la neutralidad que ha de caracterizar, como “marca de fábrica”, a los centros públicos exige que quienes, en ejercicio del poder público, los crean y ofrecen a los ciudadanos, lo hagan sin imprimir a esos centros el carácter propio particular que, más allá de ese ideario constitucional común, corresponda a sus personales opciones. Será la comunidad educativa que concurra en cada uno de esos centros la que, en su caso, si sus componentes se sitúan en una plataforma de coincidencias educativas que, integrando el ideario constitucional común y sin contradecirlo, incluya referencias a un determinado modelo educativo particular, la que concrete de acuerdo con éstas su ideario particular como elemento inspirador fundamental de su proyecto educativo. ¿Quién se atreverá a sostener que quienes acuden a las escuelas públicas, alumnos y padres, han de ver, simplemente por esto, restringidos sus derechos o disminuidas sus posibilidades de ejercerlos?
Ha de afirmarse, pues, con plena seguridad, a partir del concepto mismo de aconfesionalidad o laicidad del Estado, de la finalidad y alcance que a ésta corresponde, que de ella no puede en modo alguno extraerse la exigencia de que no haya símbolos religiosos en las escuelas públicas. Las cuestión, pues, sobre la legitimidad de la presencia de signos religiosos en el espacio escolar público no puede resolverse a priori de modo negativo a partir de la laicidad o aconfesionalidad del Estado.
Pero tampoco puede negarse que haya casos en los que los signos religiosos puedan legítimamente y aun deban, en virtud de otro tipo de razones, quedar excluidos del espacio escolar. ¿Qué otras razones serían ésas?
7. La regulación estatal de las manifestaciones sociales de lo religioso.
En virtud de su propia laicidad, el Estado es también, puede decirse, “lego” en materias religiosas, esto es, no entiende de ni en los religioso en cuanto tal. Pero sin duda también el Estado puede y debe regular las manifestaciones sociales, públicas, de lo religioso, en cuanto sociales en razón del bien común y, más concreta y directamente, en razón del orden público (que del bien común forma parte). Podrá, pues, la autoridad pública, en virtud de ese tipo de razones, regular asimismo y, en su caso, prohibir la presencia y uso de los signos religiosos en los espacios públicos y, concretamente, en el escolar. El ejercicio de la libertad religiosa, que confluye aquí con el ejercicio de las libertades de expresión y manifestación, puede y debe ser regulado, y, por lo mismo, limitado, como el de las demás libertades públicas, ninguna de las cuales es absoluta. Ninguna de ellas puede ser invocada en amparo y cobertura de comportamientos contrarios a las libertades de los demás, a la dignidad humana, etc. Y es un hecho que en ocasiones el uso de signos y atuendos de significación religiosa pueden, en concretas circunstancias, resultar perturbadores de la convivencia. El Rapport elaborado en Francia por la Comisión de Reflexión sobre Aplicación del Principio de Laicidad en la República recoge numerosos casos en los que el uso de signos religiosos en determinadas circunstancias ha resultado provocativo y ha suscitado reacciones violentas de las que han resultado víctimas quienes los portan o visten. En tales casos, la prohibición de esos signos querría presentarse orientada tanto a evitar que unos se sientan perturbados e incluso ofendidos por la presencia de determinados signos religiosos como a proteger a otros de agresiones de las que pueden ser víctimas por el hecho de usarlos públicamente.
Y conviene, por cierto, advertir a este propósito que los casos en los que los portadores de signos religiosos han sido objeto de agresiones no son de suyo argumento para prohibir sin más y con carácter general los signos religiosos so pretexto de “proteger” a los creyentes que con ellos manifiestan públicamente su fe. Eso revelaría una intención, en el mejor de los casos paternalista, inconciliable con el respeto a la libertad religiosa y por completo ajena a una mentalidad democrática. No se puede olvidar que la fe entraña un compromiso público que se traduce no ya en el uso de signos que la manifiestan, sino en actuaciones en defensa de valores fundamentales (la misma libertad religiosa, el respeto a la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, la justicia social, la defensa de los débiles, la denuncia de la corrupción social y política) que no pueden dejar de ser provocativas y conflictivas en cuanto contrarias a conductas socialmente generalizadas, a veces amparadas por la ley positiva, actuaciones que a lo largo de la historia han sido provocativas hasta provocar el martirio de quienes las han llevado a cabo. Y es evidente que ni podemos dejar de atender a esas exigencias ni, por lo mismo, consentir que el Estado nos proteja contra esas claras exigencias fundamentales de la propia fe.
Los casos, pues, en los que puede considerare “justificado”, no ya sólo legal, sino moralmente y aun desde la perspectiva de la fe, que el poder público intervenga y prohíba la presencia de signos religiosos en determinados espacios públicos son aquellos en los que, ponderadas las circunstancias bajo la guía de la prudencia, haya razones proporcionadas que aconsejen o aun obliguen a esa prohibición y esto mediante medidas que por sí mismas no signifiquen negación de la fe ni de la libertad religiosa. De ahí que lo más acertado parezca adoptar esas medidas caso por caso tras la ponderación prudencial de las circunstancias concurrentes, sin perjuicio de que quepa formular algunos criterios generales que pueden y deben orientar las decisiones en esta materia.
8. El error francés
Pero, si, en efecto, puede estar justificada o aun resultar obligada la prohibición de signos religiosos en cuanto perturbadores de la convivencia, la misma prohibición habría / habrá de recaer sobre cualquier signo que produzca circunstancialmente los mismos perturbadores efectos, aunque no sean religiosos. Para prohibir, pues, los signos religiosos por ese tipo de motivos no hay que buscar legitimidad en las exigencias de la laicidad de la República, del Estado, sino que bastará --en su caso, repitamos y con las condiciones ya expuestas-- invocar las exigencias del bien común y aun más directa y sencillamente las del orden público en sus dimensión material más obvia. Por otra parte, podría ponerse asimismo en cuestión que fuera necesaria una ley específica para atender a esos casos, a los que puede encontrarse solución en normas meramente reglamentarias generales y/o en las particulares internas de cada centro educativo. El error francés, el error de los términos en que se ha hecho frente en Francia a los indiscutibles problemas que puede plantear y ha planteado el uso público, ostensible, de determinados signos religiosos, está no en el mero hecho de prohibirlos, sino en prohibirlos en cuanto religiosos y en nombre de la laicidad del Estado. Si fuera la laicidad del Estado la que excluye la presencia de signos religiosos en la escuela pública, es obvio que éstos habrían de quedar excluidos de ese espacio en cualquier caso, sencillamente por religiosos y, por tanto, con independencia de que resultaran o no, en determinados caos, gravemente perturbadores del orden público. Pero en tal supuesto estaríamos ante una concepción de la laicidad incompatible con el debido respeto a la libertad religiosa y en una concepción de la escuela pública que la sitúa dentro de la piel del Estado, como elemento constitutivo del Estado mismo (Cf. González Vila, Teófilo, El error francés, Alfa y Omega N.º 394, de 18-III-2004).
9. ¿Conflicto entre libertades?
La aconfesionalidad o laicidad del Estado, según lo ya expuesto, no sólo no exige ni justifica la prohibición de la presencia de signos religiosos en los espacios públicos, sino que, por el contrario, ha de operar como condición y garantía del pleno ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos en pie de igualdad. Y, justo por esto, no podemos dejar de prestar la máxima atención a quienes, para impedir la presencia de ese tipo de signos en el espacio escolar, invocan precisamente la libertad religiosa de los ciudadanos que en él concurren y que, en ejercicio de esa libertad, adoptan al respecto posiciones no ya distintas sino contrarias y aun contradictorias. Aunque de esa diversidad de posiciones pueden derivarse perturbaciones de la convivencia que situarían los casos en el supuesto anterior (esto es, bajo las exigencias del orden público), hay casos en los que el problema aparece formalmente como conflicto entre los distintos modos, de suyo pacíficos, con que quieren ejercer su libertad religiosa los ciudadanos concurrentes en el espacio dado. Cabe, pues, considerar éste como un nuevo supuesto. Aquí no se estaría ante la presunta colisión de los signos religiosos en el espacio escolar público con la condición aconfesional o laica del Estado, ni ante la posible colisión de tales signos con las exigencias del orden público, sino ante las “diferencias” entre las distintas pretensiones que al respecto, y en uso de sus libertades y, en concreto, de su libertad religiosa, sostienen los ciudadanos. En este supuesto serán los mismos titulares de esa libertad los en principio competentes y legitimados para resolver dialogalmente sus “diferencias”, sin perjuicio de contar con los “buenos oficios” de terceras instancias, incluida, obviamente, la de la propia autoridad pública.
Ciertamente, lo normal es que del ejercicio de la libertad resulte esa pluralidad, pero no es imposible –conviene también advertirlo-- que surja la coincidencia en una misma postura en relación con la cuestión que aquí consideramos. No es imposible, p.e., que todos los miembros de la comunidad educativa en un centro público, en ejercicio de sus libertades religiosa y de enseñanza, acuerden la presencia de determinados signos religiosos. Esa presencia –ya se ha dicho-- no puede considerarse impedida a priori a partir de la aconfesionalidad del Estado y, en este caso, por hipótesis, tampoco por la oposición de miembro alguno de esa comunidad. Ahora bien, no cabe duda de que la pluralidad de opciones no sólo es la realidad dada en la práctica totalidad de los centros públicos, sino que constituye en todos una posibilidad ineludible, siempre abierta, en tanto la coincidencia de todos los integrantes de la comunidad educativa en una misma opción se encontrará necesariamente siempre en precario.
Supuesta, pues, a heterogeneidad de posiciones de padres y, en su caso, alumnos respecto de la presencia o ausencia de signos religiosos en los centros educativos públicos, ¿cómo resolver que de ahí pueden derivarse? En respuesta pueden considerare asimismo diversas propuestas o fórmula referidas, en principio, concretamente a los signos religiosos que hemos llamado “fijos”, del o en el centro. Examinémoslas.
9.1. a) La presencia de signos de todas las opciones de las que haya representantes en el centro, al menos si éstos lo solicitan o exigen.
- Esta propuesta suscita reparos espontáneos. Entre otros el de su carácter de insólita. Sería una fórmula de la que, entre nosotros no hay precedentes (los hay acaso en otras latitudes?). Por otra parte, plantea cuestiones relativas a la proporcionalidad, mayor o menor representatividad de cada opción etc. y hace pensar en que su puesta en práctica daría lugar a no pocos incidentes. No parece que haya quienes de hecho sostengan esa primera posible propuesta.
9.2. b) La ausencia preventiva general y permanente de toda clase signos religiosos.
Esta segunda propuesta no deja de contar con sólido argumento a su favor. La experiencia permitiría afirmar que la presencia de ese tipo de signos necesariamente, tarde o temprano, en determinados ámbitos conduce a conflictos más o menos graves. En efecto, se dirá, esa pluralidad de posiciones, expresión y resultado fáctico o potencial, del ejercicio de la libertad llevaría consigo, según algunos, una carga de conflictividad que sólo puede prevenirse, desactivarse y evitarse mediante una situación de neutralidad. Esta propuesta -adviértase-- viene a coincidir materialmente con la de quienes para adoptarla invocaran la aconfesionalidad del Estado. Y en ese caso habría de decirse que nace lastrada por una insalvable contradicción, ya que con ella se hace prevalecer, a priori, una muy concreta, entre esas posibles opciones particulares, a saber la negativa de quienes propugnan la ausencia de cualquier manifestación pública de cualquiera de las opciones religiosas particulares positivas. Pero esa postura puede obedecer a razones no doctrinales o ideológicas, sino a prácticas, de mero orden público o de simple convivencia pacífica en los centros, como las que, en efecto, se invocan a favor de la postura ahora considerada. En ésta se incluye también la aceptación de que es a la autoridad pública a la que corresponde establecer que del espacio escolar público quedan excluidos de modo general y permanente cualesquiera signos religiosos fijos. Si se entendiera que esta medida, por exigencia del respeto a la libertad religiosa, ha de quedar a disposición de los ciudadanos, no quedaría asegurada su adopción ni, en su caso, la estabilidad de ésta: nos situaríamos en otra fórmula.
A favor de esta propuesta b) --que puede parecer, en principio, falta del debido respeto a la libertad religiosa-- encontraremos a muchos que, sin invocar para esto en modo alguno la aconfesionalidad del Estado y desde actitudes abiertamente favorables a la presencia pública de lo religioso, la considerarán, sin embargo, por razones prudenciales, la más plausible. Y a favor de esta propuesta vienen a constituir también otros tantos argumentos las dificultades prácticas que, de hecho, presenta la aplicación de las otras.
9.3. c) La presencia o ausencia de los signos religiosos, según cada caso, en atención a las circunstancias.
- Para otros, por último, la conflictividad debe ser ponderada en cada caso y la prohibición de los signos de que se trata ha de estar asimismo plenamente justificada en cada caso en razones de peso proporcionadas a la fundamental importancia de los valores que aquí entran en juego: la libertad de conciencia, la libertad religiosa, la de expresión, la de manifestación. Esta postura tendría a su favor el hecho, también avalado por la experiencia, de que determinados signos hoy pacíficamente aceptados pueden derivar en motivo de grave perturbación y, a la inversa, la de que signos en un momento gravemente conflictivos terminaron por resultar convivencialmente inocuos. En relación con esta fórmula, se puede, a la vez, distinguir entre la posición de quienes entienden que es la autoridad pública a la que corresponde adoptarla en cada caso y la de quienes consideran que son los propios ciudadanos titulares de la libertad religiosa los legitimados para acordarla.
10. ¿Deciden padres y alumnos?
Quienes pueden dar lugar a esas diferencias conflictias al ejercer su libertad religiosa serán, pies, los primeros llamados y legitimados para superarlas. Pero si esto es así, todavía habrá que determinar cuáles son en concreto, dentro de la comunidad educativas, los concretos sujetos que cuentan con esa legitimidad y responsabilidad. Ha de decirse que es a los padres y, en su caso, a los alumnos a los que corresponde decidir en este asunto; y no a la comunidad educativa en cuanto tal (integrada por alumnos, padres, profesores, personal de servicios), ni, en cuanto tal, al órgano en el que todos los sectores de esa comunidad están representados (el consejo escolar de cada centro). El derecho de que aquí se trata es el que con carácter absolutamente preferente corresponde a los padres individual, distributivamente, considerados. Conviene recordar que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el artículo 18.1 de la LOECE (Ley Orgánica 5/1980, de 19 de junio, del Estatuto de Centros Escolares) por condicionar a la pertenencia a una asociación de padres de alumnos el ejercicio del derecho de cada padre a elegir a sus representantes en el consejo escolar (STC 5/1981, de 13 de febrero, F.J. 19). Y esa doctrina puede decirse aplicable a fortiori al presente caso, ya que el derecho de cuyo ejercicio se trata ahora no es de menor rango ni transcendencia que aquel otro.
La decisión correspondería, en principio, sólo a los padres. ¿Cómo superar las encontradas pretensiones que unos y otros pueden sostener en esta materia? ¿Ha de prevalecer la pretensión negativa (contraria a la presencia de esos signos) aunque sea minoritaria, de tal manera que a quienes quieran ejercer su libertad religiosa en ese sentido se les reconozca de hecho una especie de derecho de veto frente a la pretensión en sentido contrario aunque sea mayoritaria? Ha de tenerse en cuenta que el ejercicio de los derechos fundamentales que aquí entran en juego no pude hacerse depender de decisiones mayoritarias de un colectivo al que se pertenezca, sino que ha de estar garantizado a todos. Ahora bien, sin perjuicio de que en algún caso, la cuestión se plantee en términos que pongan en juego el núcleo esencial de estos derechos y, en concreto, el derecho a la libertad religiosa, puede decirse que en la mayoría de los casos, los conflictos al respecto no afecta a ese núcleo esencial. Y siempre que así sea, podrá recurrirse al principio de mayoría será legítima ya que, por hipótesis, las decisiones que se adopten mediante su aplicación no entrañarán para ningún miembro de la comunidad escolar la negación de su confesión o la violación de su conciencia, sino sólo la renuncia a una expresión concreta circunstancial de su personal opción confesional o ideológica. Es más: esa renuncia o abstención puede venir no ya permitida, sino aconsejada y aun urgida, según el caso, por imperativos de la propia fe a la que corresponde el signo a cuya presencia pública hubiera de renunciarse o por los de la ética cívica cuando, por el contrario, el objeto de la renuncia, derivada de una decisión mayoritaria, fuera la pretensión de que se retiren los signos religiosos de que se trate. A partir de criterios como los indicados, cada caso habría de ser resuelto bajo los dictados de la prudencia y desde actitudes positivas de las partes enfrentadas. Por otra parte, en los supuestos a que nos referimos --en que ningún reparo cabe oponer a la aplicación del principio de mayoría-- tampoco habría que rechazar la intervención del consejo escolar si la decisión mayoritaria fuera justamente la de someter el conflicto a la resolución de este órgano, siempre dentro del respeto a los derechos fundamentales de padres y alumnos.
***
Las precedentes consideraciones ofrecen criterios que no puede decirse, creemos, desprovistos de fundamento. No obstante, si realizamos el ejercicio imaginativo de aplicarlos en busca de solución a posibles conflictos concretos, se nos pueden mostrar al menos insuficientes en muchas situaciones concretas que la casuística puede imaginar. ¿Acaso, p.e., la aplicación del principio democrático de mayoría nos proporcionaría una solución adecuada al problema planteado por la presencia de una mayoría circunstancial, efímera, de estancia transitoria (p.e., población laboral eventual que proporciona en la escuela única de la Localidad que la acoge una mayoría de niños cuyos padres profesan convicciones religiosas completamente distintas de la “tradicional” del Lugar…?). ¿Habría acaso que modular las exigencias del principio de mayoría en atención al carácter permanente o transitorio de la concreta mayoría de que en cada caso se trate…?. ¿Habrá que optar, en último término, por la fórmula según la cual los signos religiosos fijos deben estar ausentes del espacio escolar público de modo general y permanente, tal como se propugna con la propuesta b) antes examinada?
11. Signos religiosos portados por los alumnos.
Las consideraciones precedentes, referidas preferentemente a los signos religiosos fijos y comunes en o del centro son, en parte, aplicables a los signos religiosos particulares (móviles) portados por los alumnos. Respecto de éstos, resulta aún más claro e indiscutible, si cabe, que la prohibición de portarlos en lugares públicos, incluido el de la escuela pública, no puede ampararse en la laicidad o aconfesionalidad del Estado, siendo así que ésta debe precisamente garantizar el ejercicio ciudadano del derecho fundamental, individual, a la libertad religiosa.
Y en cuanto a la prohibición de esos signos religiosos personales por razón de orden público, han de tenerse en cuenta las precisiones antes formuladas, cuando se ha hecho referencia a la reciente ley francesa que la impone en las escuelas, colegios y liceos públicos. os prohíbe. El hecho de que signos religiosos portados por alumnos o alumnas estén en el origen de conflictos violentos podrá justificar que la autoridad pública prohíba o restrinja su uso y esto mediante medidas adecuadas a las circunstancias. Pero de esos hechos no podrá extraerse argumento alguno para una prohibición generalizada y permanente de esos signos religiosos “personales”, particulares (cuando, por el contrario, según poco antes se ha dado a entender, esa fórmula no podría ser desechada por absolutamente inadmisible en relación con los signos religiosos fijos).
Junto con las razones de orden público, pueden invocarse también razones “curriculares” para restringir o prohibir el uso, por parte de alumnos o alumnas, de determinados signos (en forma de atuendos o no) que impidan la realización de actividades académicas prescritas con carácter general y como condición para la superación de pruebas académicas y la obtención de los correspondientes títulos. Así, tendrá sentido prohibir el uso de prendas que impidan o dificulten la realización de determinadas actividades de Educación Física, de comprensión oral en clase, etc. Pero es evidente que esas razones se pueden invocar para prohibir el uso de objetos o de atuendos cualesquiera que presenten los mismos inconvenientes, con independencia de que tengan o no una significación religiosa. Así, por, ejemplo si una determinada prenda crea dificultades o supone impedimento para determinadas actividades curriculares no dejará de hacerlo porque el portarla se deba a una intención religiosa o, como puede llegar a ser el caso, a simple moda. En ambos supuestos deberá prohibirse su uso en cuanto crean esas dificultades o impedimentos. Con lo cual queda claro, una vez más, que no es el carácter religioso del signo lo que puede justificar la medida ni, por lo mismo, hay que invocar la laicidad de la República para adoptarla. De hecho, en el proceso de aplicación de la ley francesa a la que ya se ha hecho varias veces referencia, se han dictado instrucciones con criterios de flexibilidad que atienden a la complejidad de los casos y tratan de suavizar lo que la dicha ley tiene de desmedida.
12. Consideraciones conclusivas
12.1 Sólo quienes propugnan la exclusión general y absoluta de esos signos a partir de la aconfesionalidad del Estado se sitúan en una posición “segura”.
En ésa es en la que, sin embargo, no podemos situarnos si queremos dejar a salvo el debido respeto a las libertades en juego.
12.2. Lo que, por el contrario y en cualquier supuesto, podemos afirmar con toda seguridad es precisamente que los conflictos de este tipo no pueden darse por decididos a priori en sentido negativo a partir de la aconfesionalidad del Estado.
12.3. El Estado puede y debe regular la presencia de esos signos en cuanto sociales, no en cuanto religiosos, y en cuanto objetivamente lo exija el orden público y, en general, el bien común.
12.4. Las razones de orden público y, en general, de bien común que pueden invocarse para justificar la intervención de la autoridad pública en la regulación del uso de signos religiosos en los espacios públicos son válidas para justificar esa misma intervención respeto de signos de cualquier índole y significado.
12.5. En los casos en los que haya de atenderse a los signos religiosos en cuanto tales, la cuestión o conflicto sobre su presencia o ausencia en el espacio escolar público puede / debe entenderse y resolverse como un problema de diferencias entre los ciudadanos que, concurrentes en ese espacio (padres y, en su caso, alumnos), quieren ejercer su libertad religiosa en direcciones distintas. Sería, por tanto, a los propios ciudadanos, titulares del derecho a la libertad religiosa a quienes compete (en esta caso, a padres y / o alumnos) resolver dialogalmente esas sus diferencias, sin que la autoridad pública pueda considerarse legitimada para resolver ese tipo de conflicto al margen de estos ciudadanos y sin perjuicio de que éstos puedan recurrir a los buenos oficios mediadores de terceros (otros sectores, p.e., de la comunidad educativa en el seno del Consejo Escolar o por otros cauces) y, en primer término, de la autoridad pública. Para resolver esos conflictos es aplicable el principio de mayoría, en cuanto la cuestión planteada no afecte al núcleo esencial de los derechos fundamentales en juego. Además, eso supuesto, desde una perspectiva creyente cristiana, debe prevalecer, en todo caso, la voluntad dialogante y conciliadora en cuanto constituye precisamente signo de fe (traducida en auténtica caridad), más cualificado que los signos “materiales” cuya presencia o ausencia esté en cuestión. No obstante, las dificultades que puede presentar esta propuesta --que deja a padres y alumnos la decisión en cada caso-- redundan a favor de la fórmula que propone que los signos religiosos, concretamente los fijos, permanezcan de modo general y permanente ausentes del espacio escolar público.
12.6. Con respecto a los signos religiosos personales, particulares y, en general, móviles, puede establecerse que sólo en los casos en que dieran lugar a graves perturbaciones de la convivencia escolar o por razones “curriculares” asimismo graves, estaría legitimada la autoridad pública para prohibir su uso y esto mediante medidas adecuadas a las circunstancias de cada caso y por el tiempo durante el que resulten imprescindibles a los efectos que se persiguen.
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Dentro de las consideraciones aquí expuestas, no todas obviamente tienen el mismo peso ni a todas les asisten fundamentos de igual solidez. De los términos con que se formulan puede fácilmente deducirse el que se concede a cada una de las afirmaciones que se hacen. Valgan, en todo caso, como incentivo para profundizar en las cuestiones implicadas y proseguir un debate que permita establecer criterios bien fundados con que buscar la solución más acertada a los problemas que se plantean en esta materia.
ANEXO
A).- Con fecha de 12 de septiembre de 1984, un senador perteneciente al grupo Parlamentario Socialista, formula una pregunta en los siguientes términos: "Es común que en edificios públicos españoles, como escuelas, presidios, cuarteles u oficinas de la Administración del estado, se expongan en salones y pasos símbolos de la religión católica. No tengo noticia, sin embargo, y a pesar del respeto de nuestras leyes a la libertad religiosa, de que en iguales circunstancias estén expuestos símbolos de otras creencias. ¿Conoce el Gobierno la voluntad de las religiones no católicas existentes en España al respecto?". A esta pregunta el Gobierno contesta en los siguientes términos: "La presencia en edificios públicos, tanto del Estado, como de las Comunidades Autónomas, Ayuntamientos, etcétera, de símbolos de la religión católica no implica la violación del principio de libertad religiosa, el cual no exige la presencia en los mismos de símbolos de todas las confesiones religiosas. Dicha presencia, pues, no constituye trato discriminatorio ni negación de la libertad religiosa. / La Constitución establece que 'los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones'; en virtud de esa disposición constitucional, el Estado concluyó una serie de Acuerdos con la Iglesia Católica y actualmente mantiene contactos con un número reducido de otras confesiones, que así lo han solicitado, con vistas al establecimiento de posibles Acuerdos de Cooperación. / En definitiva, los principios de libertad religiosa y de no confesionalidad del Estado no implican la ausencia de cualquier símbolo religioso en los edificios públicos, ni, menos aún, la presencia de símbolos religiosos de todas las confesiones" (Boletín Oficial delas Cortes Generales N.º 115, de 3 de diciembre de 1984). (Años después fueron aprobados, mediante las Leyes 24, 25 y 26 de 10 de noviembre de 1992 (todas ellas publicadas en el BOE de 12 de noviembre de 1992), otros tantos Acuerdos de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, con la Federación de Comunidades Israelitas de España y con la Comisión Islámica de España, respectivamente).
B).- A este respecto, el Ministro de Educación y Cultura, el 24. 03. 1999, manifestaba en el Congreso de los Diputados, en respuesta oral a una pregunta que se formulaba, aparte otras cuestiones, sobre la retirada de crucifijos de las aulas de los centros públicos, lo siguiente: "tengo que decir que el Ministerio de Educación, ya desde el año 1984 y hemos repasado las respuestas a las distintas preguntas que sobre estos asuntos se han hecho tanto en el Congreso como en el Senado , ha dicho con meridiana claridad que los principios de libertad religiosa y no confesionalidad del Estado no implican la ausencia de cualquier símbolo religioso en los edificios públicos. En este sentido, quiero recordar que es el Consejo Escolar del centro, que es el que tiene encomendadas las competencias de aprobar y evaluar la programación general, respetando los aspectos docentes, que corresponden al claustro, y las actividades extraescolares y complementarias, quien tiene que tomar la decisión. Por tanto, si el Consejo Escolar del centro decide que haya estos símbolos, tendremos que respetar, por mandato de la ley, lo que dice dicho consejo. En caso contrario, también lo haríamos, por lo que se procedería a la retirada de los símbolos, pero tenemos que ser consecuentes con lo que dicen la Constitución, la Logse [sic] y la ley" (Boletín Oficial de las Cortes Generales, Núm. 225, de 24 de marzo de 1999), p. 11977). La STC 5/1981, de 13 de febrero (BOE de 24 de febrero de 1981), en su F.J. 18, se pronunciaba sobre el Consejo Escolar del centro en los siguientes términos: "Este cauce institucional parece razonable, ya que las decisiones más importantes para la comunidad escolar habrán de tomarse en tales órganos de gobierno, pero no excluye, como es obvio, la realización individual por cada uno de los titulares del derecho fundamental de 27.7 de aquellas gestiones (tales como conversaciones de los padres con los profesores o quejas formuladas por algún padre al titular o Director del centro, etc.) tendentes a resolver problemas no atribuidos a la competencia de algún órgano colegiado". En el presente caso no está en juego una asunto de "control y gestión" del centro, sino el ejercicio de un derecho individual fundamental como el de libertad religiosa. A partir de esta consideración habría que estimar vía sumamente adecuada de solución aquella que más favoreciera el ejercicio efectivo de ese derecho por parte de los padres y, en su caso, alumnos.
C).- A la tesis aquí sostenida sobre el sentido y alcance de la aconfesionalidad del Estado y de la neutralidad religiosa en los centros educativos públicos, así como sobre las exigencias que se derivan de reconocimiento constitucional de la libertad religiosa, puede decirse que ha resultado fáctica, y en algún caso, expresamente, ajustada la postura adoptada en la materia por los gobiernos socialistas desde 1982 a 1996, ya que en ningún momento se consideraron obligados, en virtud de la aconfesionalidad del Estado a eliminar o retirar de los centros públicos los signos religiosos que aún subsisten en ellos. No obstante, en 1999, EL Grupo Parlamentario Socialista del Congreso promueve una Proposición No de Ley con el siguiente tenor: “El Congreso de los Diputados insta al Gobierno a que adopte las medidas oportunas para que en los centros docentes públicos la actividad educativa se desarrolle con sujeción al principio de neutralidad ideológica y respeto de las opciones religiosas y morales a que hace referencia el artículo 27.3 de la Constitución, e impida la utilización de cualesquiera símbolos que pudieran violentar esos derechos reconocidos constitucionalmente”. Es de advertir que en la Exposición de Motivos de la Proposición No de Ley de referencia (párrafo 7, p.3), tras la invocación de las libertades que en este ámbito deben ser respetada, se da por supuesto que es al Gobierno, “a quien corresponde la alta responsabilidad de conducir [sic] un Estado no confesional, separando con claridad la protección de derechos y libertades religiosas de los que son sus obligaciones en materia de enseñanza pública, y evitar, así, la tendencia a confundir la plena libertad para difundir y expresar cualquier creencia con el fomento de una determinada creencia”. Y con esto se da asimismo por supuesto que hay unas exigencias derivadas directamente de la aconfesionalidad del Estado que el Gobierno tiene la obligación de hacer valer e imponer, obligación que el Gobierno en modo alguno podrá eludir so pretexto de protección de derechos y libertades religiosas. Lejos, pues, de entender la aconfesionalidad como condición y garantía de las libertades públicas, incluida la religiosa, quienes formulan la referida Proposición No de Ley parecen concebirla como una exigencia ab-soluta, anterior conceptual y estructuralmente a las libertades, y de tal modo que el alcance de la aconfesionalidad no vendría determinado por el de las libertades públicas, sino el de éstas por el de aquélla. Y serían las exigencias de la aconfesionalidad del Estado las vinculadas con el interés público, general, en tanto las libertades públicas responderían al interés particular. Conviene, por eso, en todo caso, recordar que, de acuerdo con nuestro ordenamiento, no cabe establecer ninguna contradicción entre derechos y libertades fundamentales, individuales, e interés general del Estado puesto que, como ya había señalado el Tribunal Constitucional, “los derechos fundamentales y... las libertades públicas, ... constituyen el fundamento mismo del orden político-jurídico del Estado en su conjunto. [...] También la eventual limitación o suspensión de derechos fundamentales [...] en una democracia sólo se justifica en aras de la defensa de los propios derechos fundamentales..." (STC 25/1981, de 14 de julio, FJ5). De tal modo, que “en último término, resulta ficticia la contraposición entre el interés particular subyacente a las primeras y el interés público que, en ciertos supuestos, aconseja su restricción. Antes al contrario, tanto los derechos individuales como sus limitaciones, en cuanto éstas derivan del respeto a la Ley y a los derechos de los demás, son igualmente considerados en el art. 10.1 de la Constitución como "fundamento del orden político y de la paz social". Así este Tribunal pudo declarar en su Sentencias 25/1981, de 14 de julio, que los derechos fundamentales resultan ser "elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional", reiterando posteriormente el destacado interés público que se halla en la base de la tutela de los derechos fundamentales" (STC 159/1986, de 12 de diciembre, FJ6).
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