Contra el igualismo
Teófilo González Vila
Catedrático de Filosofía y Escritor
La palabra igualismo no está en el Diccionario. No la busque. Pero me parece necesaria para designar la realidad a la que lo aplico. Llamo igualismo a la “doctrina” y/o posición según la cual la igualdad constituye un bien absoluto en todos los ámbitos, planos y relaciones, en todo momento y lugar, en todos los aspectos y circunstancias. El igualismo, en su reverso, condena de manera absoluta y a priori cualquier desigualdad y, dentro de este engrudo conceptual, considerará que toda diferencia es injusta desigualdad. Igualista será, obviamente, el defensor o la defensora del igualismo.
Pronunciarse contra el igualismo no es, pues, pronunciarse contra la igualdad, sin más, sino contra una falsa concepción de la igualdad, la que la convierte en un valor absoluto. Cuando el carácter absoluto de un valor, en este caso el de la igualdad, constituye un verdadero dogma (laico) del pensamiento oficial (y mediáticamente dominante), nadie se atreverá a hacer preguntas, distinciones y precisiones que puedan ponerlo en cuestión. Y quienes están en determinados puestos y circunstancias se manifestarán especialmente fervorosos al proclamar y defender tal dogma no sea que resulten sospechosos de herejía si no ponen en el empeño especial entusiasmo.
En cierta ocasión, al comenzar una charla ante un auditorio, en el que, me sospechaba, había bastantes “igualistas”, les dije: “Yo no estoy de acuerdo en que todos seamos iguales. La prueba de que es así está en que todos ustedes son más altos, guapos y listos que yo”. No cayó mal la observación. No tenía que ser verdad en todos los casos. Pero bastaba lo dicho para hacerles caer en la cuenta de algo tan sencillo como que la igualdad será una realidad y un bien en unos casos y en otros no.
De ahí pasé a exponer una doctrina que me parece fundamental en relación, concretamente con la igualdad de las personas. Al menos según la única concepción de persona en la que puede fundamentarse una convivencia verdaderamente humana, la misma ética común de la justicia y la democracia, todas las personas somos sustancialmente iguales, en cuanto poseemos las mismas notas esenciales que determinan a un ser personal, esto es, dotado de inteligencia-voluntad-libertad. Y somos, en cambio, accidentalmente diferentes. En el sentido que aquí resulta adecuado, lo substancial es más importante que lo accidental. En lo substancial somos iguales, de igual dignidad, merecedores de igual consideración y respeto, por muchas y llamativas que sean nuestras diferencias accidentales. Muy llamativas son las diferencias accidentales entre la persona que está tirada en la calle y la que pasa rodeada de escoltas en un lujoso coche. Esas diferencias no impiden que sean iguales en su dignidad de personas. Lo triste del caso está en que lo que se ve y llama la atención son las diferencias accidentales y tratamos a las personas precisamente según esas diferencias.
Muchos y muchas “igualistas”, que se llenan la boca de igualdad, no sólo no respetan la igualdad substancial de todas las personas sino que llegan a negarla descaradamente a aquellas personas que les resultan extrañas, desagradables, molestas por causa de diferencias accidentales, por las circunstancias externas en que se encuentran. Esas circunstancias por las que no se tiene la misma consideración y respeto a todas las personas son muy diversas y de muy diversa importancia: la falta de higiene, de belleza, de salud, de saberes, el aspecto extraño, la lengua extraña… Hay quienes llegan a negarles sin más la substancial condición de personas y a considerarlas sencillamente eliminables a aquellas personas cuya diferencia accidental más notoria consiste en estar en una determinada fase de la propia existencia personal (la prenatal, la terminal)…
Por eso es importante formular claramente y tener siempre presente la siguiente tesis: Negar las diferencias accidentales entre las personas (p.e., en estatura, color, belleza, dinero, posición social…) por el hecho de que sean substancialmente iguales, es el colmo de la estupidez. Pero negar la igualdad fundamental entre las personas por el hecho de que sean accidentalmente diferentes es el colmo de la inmoralidad.
A veces la inmoralidad y la estupidez van juntas. Es más: tengo para mí que una de las armas más poderosas que maneja con más frecuencia el anticristo es precisamente la estupidez, la estupidez radicalmente inmoral que supone negar la realidad. Y cuando digo “realidad” no me refiero a esa realidad a la que el cínico dice que hemos de ajustarnos para ser realistas, aunque sea la realidad del que diría Mounier injusto desorden establecido sino a la realidad en el sentido que tiene en Zubiri. Y añado: estar contra la realidad es estar radicalmente contra el Creador y su Cristo. Hay hoy muchos y muchas “igualistas” que están, por lo que se ve, “enfadados” con el Mundo y rabiosamente empeñados en corregir sus deficiencias (las del Mundo), como, por ejemplo, las diferencias sexuales y sus consecuencias. Y como empeñarse en corregir el Mundo es empeñarse en corregir, ya digo, la realidad de la Creación, por eso tal igualismo inmoral y estúpido es un excelente peón del anticristo. ¡No al igualismo! ¡Sí a la realidad, la verdad, la igualdad substancial de todas las personas en su igual dignidad!
Fuente: Analisis Digital
analisisdigital@analisisdigital.com
viernes, 29 de mayo de 2009
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