En el centenario de José Luis Aranguren
Por Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la UNED y editor de la obra de José Luis Aranguren La izquierda, el poder y otros ensayos (EL PAÍS, 16/07/09):
Se conmemoran 100 años del nacimiento de José Luis Aranguren y con tal motivo se han comenzado a producir distintos eventos para recordar a uno de los intelectuales más significativos de la España del siglo XX. Entre los actos en marcha sobresale la exposición sobre su vida y su obra, organizada por el Instituto de Filosofía del CSIC, con el apoyo de la Sociedad de Conmemoraciones Culturales, que se puede visitar en la Residencia de Estudiantes de Madrid. En la exposición, y en el catálogo que acompaña la muestra, se pueden ver los distintos momentos de la vida de Aranguren: desde sus inicios como intelectual católico hasta su final como figura emblemática de la transición política española, pasando por su época como catedrático de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense hasta su estancia en Estados Unidos una vez expulsado de la misma.
Al repasar las salas de la exposición y al estudiar las colaboraciones del catálogo he vuelto a llegar a la conclusión de que existen varios Aranguren. Tenemos, en primer lugar, al Aranguren que conecta con su generación y que observamos en las fotos con Laín, con Marías, con Cela, con Dionisio Ridruejo. En segundo lugar, aparece el Aranguren catedrático de Ética que es recordado en el catálogo por las colaboraciones de Javier Muguerza, de Pedro Cerezo y de Adela Cortina. Podemos contemplar también, en tercer lugar, al Aranguren religioso del que se ocupa Manuel Fraijó; figura, en cuarto lugar, un Aranguren político sobre el que versan las colaboraciones de Ignacio Sotelo, de Elías Díaz y de Reyes Mate, y aparece finalmente el último Aranguren, del que me he ocupado en otras ocasiones, al recopilar sus artículos políticos en la obra La izquierda, el poder y otros ensayos. Es sobre este Aranguren sobre el que me gustaría reflexionar en este momento.
Tenemos siempre la tentación de pensar que aquello que hemos vivido en un lugar y en un momento determinado es lo que marca para siempre una institución, como si el tiempo se detuviera con nuestra marcha, como si al volver a la vieja casa ella siguiera guardando el recuerdo de nuestro paso por la misma como el momento esencial de su historia. Algo de esto ha ocurrido con Aranguren. Fue tal el impacto que causó en los años cincuenta y sesenta en sus discípulos que muchos de ellos siguen fijando la mirada en el Aranguren de aquellos años. Se remontan siempre a sus libros de entonces, que han sido por lo demás los más reeditados, como es el caso de su Ética y de Ética y Política.
No cabe duda que estas obras marcan una inflexión en su obra: del Aranguren intelectual católico al profesor de Ética que está atento a las demandas de sus alumnos y es capaz de introducirles en el mundo de la ética anglosajona, de la teoría sociológica, de la crítica literaria o del estructuralismo. Es ese Aranguren que Elías Díaz ha sabido recordar con maestría en un libro reciente: De la Institución a la Constitución.
Para mi generación, sin embargo, el Aranguren que comenzamos a leer ya estaba en otra cosa. Es el Aranguren de obras como Marxismo como moral, La crisis del catolicismo y Entre España y América. Es el Aranguren que sabe conectar con las reivindicaciones de los estudiantes norteamericanos y sabe vislumbrar una nueva forma de entender las relaciones entre la política, la cultura y la religión. Es éste el Aranguren que me parece más interesante y que creo tendrá más repercusión en el futuro.
Es sabido que son muchas las personas que conforme avanzan en edad van dejando atrás los sueños juveniles y van aceptando con resignación los límites de lo existente. Aranguren rompe la regla. Conservador en su juventud, proveniente del bando de los vencedores en la guerra civil, espectador cuasi-silente del drama que desgarra la historia de España, refugiado en la intimidad religiosa y familiar, es a la vejez uno de los referentes más apreciados de la izquierda intelectual de los años ochenta.
En medio está naturalmente su experiencia en la Universidad, su expulsión por la dictadura, su vivencia norteamericana y la forma de afrontar los años de la transición política española y la llegada de los socialistas al Gobierno. Es aquí donde está la novedad de su aportación frente a los compañeros de generación y a muchos de sus discípulos.
A lo largo de la transición fue imponiéndose una cultura política basada en la necesidad del consenso, del acuerdo, del entendimiento entre las grandes fuerzas políticas. Había que evitar la confrontación, la polarización, la politización de los años treinta. Ese esfuerzo de entendimiento y de reconciliación hizo que muchas, demasiadas cosas, se echaran al olvido. En el socialismo español se impuso la tesis de que había que enterrar la acumulación ideológica de la clandestinidad, abandonar veleidades izquierdistas, jugar el papel de la derecha democrática y asumir la función de la burguesía liberal.
El abandono de la acumulación ideológica de la clandestinidad se tradujo en una política de la izquierda mayoritaria que fue enterrando las energías ético-utópicas de la generación del 68: la posibilidad de un mundo sin bloques militares, la necesidad de acabar con la carrera de armamentos, la apuesta por detener un crecimiento económico insostenible, la conveniencia de distinguir entre progreso técnico y progreso moral, la lucha por transformar la vida cotidiana.
Estas políticas fueron abandonadas por las fuerzas políticas mayoritarias. La derecha, porque nunca las compartió y consideró que la herencia del 68 debía ser combatida sin contemplaciones. La izquierda de gobierno, porque optó por un discurso economicista, por una adoración acrítica de la modernización sin valores y por ser un sostén de la política norteamericana de la época de Reagan y Bush. Pensemos en la primera guerra del Golfo que tanto impresionó a Aranguren.
Eran muchos los intelectuales que apoyaban estas tesis; eran muchos los que pensaban, y siguen pensando, que hay que saber distinguir entre la cabeza y el corazón y que por tanto era y es imprescindible saber atenerse a la realidad y olvidarse de los sueños quiméricos: las cosas son como son y lo que procede es hacer de la necesidad fáctica virtud ética y doblegarse ante el más fuerte.
Aranguren no. Preso de una nostalgia incurable por los años sesenta -cuando parecía que todo era posible- no estaba dispuesto a sucumbir al realismo disutópico de los años ochenta. Seguía, por ello, frente a políticos despreocupados de los valores, y a éticos sin ningún interés por las mediaciones, manteniendo la tensión entre ética y política.
Frente a una política basada en transformar los partidos en grandes máquinas electorales, reducir la democracia a una selección de líderes y la gobernabilidad a una sumisión a los dictados del pensamiento único, Aranguren seguía manteniendo una resistencia moral admirable ante lo establecido y seguía abierto a la esperanza en una sociedad alternativa.
Esperanza alimentada por una religiosidad profunda que le acompañó hasta el final. Un grupo de creyentes y agnósticos le veíamos, año tras año, presidiendo, en compañía de José Gómez Caffarena, el Foro sobre el Hecho Religioso organizado por el Instituto Fe y Secularidad. Su curiosidad era inagotable. De la misma forma que huía del intelectual orgánico se había ido alejando paulatinamente del intelectual católico, pero reivindicaba siempre su condición de cristiano, de cristiano heterodoxo.
No confundió nunca lo eclesiástico con lo eclesial, ni lo católico con lo cristiano. Al ser partidario de este cristianismo heterodoxo y de una izquierda utópica creo que representa muy bien el otro siglo XX: el que se siente herido ante la prepotencia de los vencedores de la guerra fría, ante los Reagan, Thatcher y Wojtyla, y se siente a la par frustrado, perplejo e impotente, porque sigue esperando una respuesta distinta de la izquierda. Una respuesta más imaginativa, más audaz, más decidida, una respuesta que Aranguren no llegó a encontrar en su tiempo, por lo que mantuvo hasta el final, como él mismo decía, una discreta pero firme disidencia.
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