viernes, 1 de agosto de 2008

¿DÓNDE ESTÁN NUESTROS SOCIALISTAS?


¿Dónde están nuestros socialistas?

por Mons. Sebastian

El Partido Socialista ha celebrado su Congreso. Parece que lo más novedoso ha sido la decisión de fomentar en España el aborto libre, la eutanasia y el laicismo. Ante semejantes previsiones, uno no tiene más remedio que preguntarse ¿qué tienen que ver estos objetivos con el verdadero socialismo? Históricamente el socialismo tenía el atractivo de mantener una dura lucha contra la injusticia.

¿Dónde quedan ahora el carácter público de los medios de producción, la distribución de los bienes de la tierra, la sociedad sin clases? La conclusión es inevitable. Nuestros socialistas no son ya socialistas. Utilizan lo que queda de mayo del 68 para ofrecernos una sociedad nueva. Pocos argumentos. Estamos en el mundo de los sentimientos y de los resentimientos.

El socialismo se ha convertido en progresismo y el progresismo consiste en ampliar las libertades y los derechos de los ciudadanos. La justificación teórica de sus mesianismos transformadores se apoya en las ideologías más radicales surgidas en Europa en la segunda mitad del siglo pasado. Hasta ahí llega su progresismo. Para ellos, como para los adolescentes del 68, libertad es la capacidad de afirmar y de hacer cada uno lo que en cada momento le venga mejor, sin ninguna referencia a la verdad de las cosas, que no podemos conocer, ni a la verdad de nuestra condición humana, que es absolutamente mudable, ni a ninguna valoración de bien o de mal, que depende en cada momento de las conveniencias de cada uno. Estamos en pleno relativismo subjetivista.

Este concepto de libertad individual, sin referencias a la verdad objetiva, sin sometimiento a ninguna realidad anterior y superior a nosotros, sin ninguna consideración a norma alguna moral fundada en la naturaleza de las cosas, es un mito seductor que nos saca de la realidad. La libertad así entendida es como un gran depósito vacío que el gobierno nos va llenando con los pretendidos derechos que nos concede. Según este modo de ver las cosas, los ciudadanos somos criaturas del poder. Tenemos libertad para hacer lo que ellos nos dejen hacer, y tenemos los derechos que ellos nos quieran conceder. No hay otro criterio para discernir el bien o el mal que la mayoría parlamentaria.

Y si hablamos en directo, sin comparaciones, la libertad viene a ser una completa indeterminación de nuestro ser que cada uno iría determinando del mejor modo posible para alcanzar su felicidad dentro del marco de existencia que nuestros gobernantes nos concedan. Porque la existencia y la consistencia de los ciudadanos se programa y se dirige desde el poder.

Lo que se nos presenta como una sociedad super libertaria, termina siendo una verdadera dictadura espiritual. Somos libres con una libertad puramente subjetiva, que no se siente normada por nada ni por nadie, pero que tampoco está sostenida ni garantizada por ninguna realidad exterior y objetiva, independiente de los poderes políticos. Ellos solos, desde el Olimpo de su poder, son los únicos que pueden definir en qué consisten nuestros derechos y hasta dónde llegan nuestras libertades, lo que podemos y lo que no podemos hacer. Una visión de las cosas bastante sencilla. Pero terrorífica. Los ciudadanos –porque no somos más que ciudadanos- vamos desplegando y configurando nuestra existencia en el molde de la sociedad que ellos nos preparan desde el poder. Por eso pueden decir que “el cambio” va mucho más allá de lo que podría ser una alternancia política normal. Pretenden hacer un cambio substancial de la sociedad, y con el cambio de la sociedad un cambio substancial de nuestra vida personal.

Aquí no hay ya un verdadero concepto de persona como sujeto libre y responsable. Somos ciudadanos. Nuestro ser es sólo ciudadanía. Por eso “educación para la ciudadanía”, en esta mentalidad, significa educación para vivir en la verdad de la propia existencia. Estas son las últimas consecuencias prácticas de una visión de la vida sin referencias a un Dios eterno, creador y providente. En virtud de un inicio que nadie explica y de un proceso más imaginativo que científico, surge el hombre indeterminado y polivalente que tiene que ir dándose forma a sí mismo en una sociedad en la que unos hombres poderosos le van abriendo los espacios de su existencia. Todo muy lógico, muy bien imaginado, pero terriblemente inhumano. Una ideología que comienza pretendiendo divinizar al hombre y termina convirtiéndolo en un muñeco hinchable. No se dedica mucho tiempo a justificaciones teóricas. Manda el sentimiento revanchista que ha ido recogiendo lo más radical que apareció hace treinta años en una Europa que busca ya otros rumbos.

El camino es relativamente sencillo. Basta con quebrar las normas y los usos tradicionales, apoyándose en los grupos más antisistema, respondiendo a los grupos de presión y dando satisfacción a los deseos de algunos ciudadanos mentalizados previamente, sin tener en cuenta la esencial referencia de nuestra inteligencia a la verdad objetiva de las cosas, ni ponderar el valor moral de nuestras apetencias. Semejante propósito es iniciar un camino que no lleva a ninguna parte. Renunciar a la vigencia de una norma moral objetiva, fundada en la misma naturaleza humana y vinculada al bien del ser humano, es dejarnos llevar por un torbellino de intereses y ambiciones que nadie sabe hasta dónde nos pueden arrastrar.

Tienen razón los socialistas cuando dicen que ellos no tienen conflicto con la Iglesia. Es más grave todavía. Su conflicto es con la razón, con la historia y la realidad de España, con el patrimonio cultural y moral de la mayoría de los españoles. Su conflicto es con la responsabilidad moral del futuro de los españoles. Da la impresión de que dentro del mismo Partido Socialista hay personas que se dan cuenta de la gravedad de la situación y tratan de poner alguna moderación en esta exultante euforia nihilista.

Ante esta exaltación del radicalismo, la primera necesidad es comprender lo que ocurre. No podemos caer en la ingenuidad de pensar que estas orientaciones se quedan en el terreno de una explicable rectificación de viejas costumbres clericales o confesionales, o que se justifican por una razonable modernización de nuestra sociedad, tal como nos explican con sus persuasivas referencias a la laicidad. Se trata más bien de una quiebra cultural que niega las bases espirituales y morales de nuestra sociedad. La dura verdad es que estamos en manos de una ideología radical, extremadamente peligrosa, capaz de destruir la conciencia y la consistencia moral de nuestra sociedad. Aunque nadie lo haya formulado explícitamente, estamos asistiendo a la entronización de una concepción relativista del bien y del mal, una concepción narcisista y hedonista de la vida que, por no sustentarse en la verdad objetiva de las cosas, termina siendo destructora y nihilista.

Lo mucho o lo poco que haya de verdad en estas consideraciones, nos obliga a preguntarnos qué podemos y debemos hacer ante semejante situación. No quiero entrar en análisis ni sugerencias de orden político. Me parece más importante atender a las ideas y los comportamientos. Pienso que para los cristianos está llegando un momento de prueba, en el que tenemos que intensificar la fidelidad y la coherencia. Llevamos demasiado tiempo jugueteando con progresismos de salón y cómodas ambigüedades. Es la hora del ser o no ser, de la claridad y de la unidad, con todas las consecuencias. La fe ardiente en Jesucristo y la adoración sincera del Dios verdadero son la mejor levadura para purificar y vitalizar la cultura de una sociedad. Siendo buenos cristianos seremos también buenos ciudadanos.

Pero el problema no es sólo de católicos. La alternativa no es entre católicos y no católicos. Ni es tampoco cuestión de derechas y de izquierdas. Está en juego no sólo nuestra identidad cultural, sino la salud espiritual y moral de nuestra sociedad. Estamos ante una cuestión de sensatez y de responsabilidad antropológica. Por eso los españoles en general, la mayoría del sentido común, tienen que ser capaces de ir al fondo de la cuestión, no dejándose paralizar por las etiquetas, los chantajes o los circunloquios. Quienes quieran defender nuestra pervivencia como sociedad libre y justa, tienen que reaccionar ante esta ideología relativista y nihilista, capaz de destruir el alma y la consistencia moral de nuestra sociedad. Luego ya habrá tiempo para discutir de otras cosas.

+ Fernando Sebastián Aguilar

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