Si Dios existe
Por José A. Garmendia, catedrático de Sociología UCM (EL PAÍS, 23/02/09):
En puro probabilismo estadístico tanto monta monta tanto “probablemente Dios no existe” como “probablemente Dios existe”. O sea que los autobuses de Londres o Barcelona -si bien puestos a rodar fundamentalmente por ateos beligerantes- ni niegan ni afirman de modo absoluto ninguna existencia divina. Ambos lemas puede hacerlos suyos el agnóstico, precisamente por declararse más o menos equidistante de ambas probabilidades y además incompetente en tan espinoso asunto. Se limita a prescindir de la fe y del misterio. Prescinde incluso de la ciencia como instrumento detector de Dios: así, sería improcedente llevar al laboratorio en el bolsillo la proposición “Dios existe” y aguardar la reacción química positiva o negativa. Semejante comportamiento sería insensato y aquella proposición un sinsentido, no significaría científicamente nada. Por supuesto, nada habrían significado tampoco las clásicas cinco vías de Tomás de Aquino, para el fraile dominico absolutamente científicas por ser teológicas. En fin, para el positivismo lógico, sería puro disparate epistemológico todo intento científico descubridor de un principio o logos divino.
“En el principio era el logos” y su lógica, divina y sagrada. Esta consigna era, a su vez, un principio sagrado. Sin embargo, con el tiempo, el de los tiempos de la Ilustración, aquella lógica descendió de las alturas y fue secularizada, liberada de lo sagrado y del mito. Profana y racional habría de ser en adelante la explicación no sólo de los fenómenos naturales sino de los llamados sobrenaturales. La Humanidad y sus instituciones se esclarecerían no desde una ordenación divina, de la que emanaría la autoridad sagrada del monarca soberano, sino de una legitimación humana, que acabaría cortando cabezas de reyes y príncipes. Para dar cuenta de todo ello no se recurriría ya al misterio sino a la ciencia y las matemáticas. Y lo que no es científico es arte, poesía, brujería, teología y -Kant dixit- metafísica.
En esta oleada de profanación/secularización hubo quienes acabaron anulando no sólo a la teología sino a los mismos dioses, negándoles su existir mismo. Para éstos, el Más Allá no estaría lejos del Big Bang o del bosón de Higgs, esa forma de energía (en cuanto energía fina, equivalente a información) configuradora de la llamada “partícula de Dios”. No estaría lejos quiere decir propiamente que no habría ningún Más Allá divino.
Abandonados, pues, de la ciencia, urge preguntarse entonces si fuera de ella hay salvación. Ciertamente, el agnóstico no es hermético ni menos todavía predica el ateísmo. Sostiene, eso sí, que intentar demostrar científicamente la existencia delo divino es hacer trampa, algo así como en fútbol marcar goles con la mano. Por cierto, de ello se deduce que en este campo el científico no tiene más autoridad que un poeta, un teólogo o un sociólogo. Es decir, existen límites para la ciencia. No verlos y creer sin límites en ella es una forma de fe del carbonero tanto para los que, esgrimiendo argumentos científicos, afirman la existencia de Dios como para los que la niegan (la llamada fe atea). Se ha dicho que los Premios Nobel se dividen en dos mitades, creyentes y no creyentes.
No obstante, es razonable admitir que aquellos límites son temporales: en efecto, mañana puede tener sentido lo que hoy es sinsentido o demostrarse lo que hoy no sólo es indemostrado sino indemostrable. Precisamente, estas confesadas limitaciones abren más la ciencia al flirteo y juego de reflexiones del mismo agnóstico con ella. Más aún, en un intento de conciliación de la razón con lo sagrado le cabe asumir menos penosamente la hipótesis de que el libro de Dios está escrito en lenguaje racional. O sea, que valdría la pena manejar matemáticas, física, astrofísica, química… y hasta metafísica, aunque de momento no se haya dado con el Santo Grial. Por cierto, tampoco de momento ha podido demostrar el ateo lo sumamente improbable de que sólo el azar, el puro juego de dados, haya generado lo existente
Volviendo a preguntarse si fuera de la ciencia hay salvación, el agnóstico puede acariciar la tentadora idea kantiana de que sí la hay por otra vía, la de la razón práctica. Viene a decir el filósofo prusiano que resulta obligado postular indirectamente -aunque no demostrar científicamente- la existencia de Dios. En efecto, el hecho de la ley moral universal o imperativo categórico implica admitir la necesidad de dicha existencia. De otro modo, no quedaría garantizada la justicia de aquella ley impresa en todos nosotros. Sería injusto que los malos saliesen premiados y los buenos castigados.
Siguiendo parecidas vías indirectas y apoyando ahora el razonamiento en la cuestión de la inmortalidad cabría, incluso para el escéptico, el intento de postular la existencia de un Ser Supremo. Es un intento muy repetido en la historia del pensamiento y que asoma más de una vez en la obra de Miguel de Unamuno, particularmente en la novela Niebla: somos inmortales porque anhelamos trágicamente serlo y sólo la Humanidad siente ese anhelo. El razonamiento recuerda el silogismo de Anselmo de Canterbury, algo así como “si Dios es lo más perfecto que podemos pensar, habremos de pensarlo necesariamente como existente”, de lo contrario, no sería lo más perfecto. Se igualaría, pues, indebidamente (aunque no tan indebidamente según Buenaventura, Duns Scoto, Descartes, Leibniz, Hegel y otros) realidad y pensamiento o, como en Niebla, realidad y anhelo. Sin embargo, este anhelo -podría conceder el agnóstico- es un hecho social, una realidad universal.
Para más abundamiento, sólo los humanos saben que un día morirán y sólo ellos sienten la rebeldía contra la muerte después de la muerte. Anhelan la inmortalidad como algo necesario y constitutivo, porque en ello les va el ser o, en palabras de M. Heidegger, “en su esencia está el existir”. Y el filósofo existencialista, observando algo de divino en ello, añadió que “Dios es la luz de ese ser”. En parecido sentido, Hegel: “la fe en lo divino sólo es posible porque ya está en el hombre”.
En consecuencia, repugna al ser del hombre la sentencia calderoniana de que su delito mayor sea el haber nacido: sobre todo, si tras su muerte le sobreviene a Segismundo como pena la muerte infinita. Tan tremenda doble faena, argumentará el hombre, no puede ser porque iría nada menos que contra el Ser.
Después de estas últimas razonables, aunque no científicas, consideraciones puede que el agnóstico sienta la tentación de alejarse de la increencia. Seguirá envidiando al bienaventurado creyente, incluso más que antes por haber gustado la miel en los labios. Por supuesto, es posible también que todo se haya quedado en pura efemérides si de pronto le viene otra consideración, la que tiene que ver con la trágica existencia del mal y del dolor y la consecuente pregunta acerca de un supuesto Dios así de absurdo y cruel
Por allí pasaba otro autobús, ahora con el seco lema “Dios existe”. Antes de montar en él, alguien preguntó al conductor si estaba de acuerdo con tan contundente divisa. Un encogimiento de hombros fue la respuesta. Quería decir que vaya usted a saber, que probablemente…
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