domingo, 8 de marzo de 2009

LOS VALORES Y LA EXPERIENCIA DE TRANSFORMACIÓN

Los valores y la experiencia de transformación
El conocimiento de los valores I
Alfonso López Quintás
Miembro de la Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas


Se cuenta que, en plena guerra, un soldado le dijo al capitán: “Un amigo mío no ha regresado del campo de batalla, señor. Solicito permiso para salir a buscarlo”.
“Permiso denegado –respondió el oficial-. No quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto”.
El soldado, haciendo caso omiso de la prohibición, salió, y una hora más tarde regresó mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo.
El oficial le interpeló duramente: “¡Ya le dije yo que había muerto! ¡Ahora he perdido a dos hombres! Dígame, ¿merecía la pena salir allá para traer un cadáver?”
Y el soldado, moribundo, respondió: “¡Claro que sí, señor! Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: Jack... Estaba seguro de que vendrías” (1).

Esta anécdota resalta el valor de la fidelidad en la relación de amistad. En otra anécdota, tomada de Los miserables, de Víctor Hugo, nos sorprende un ejemplo admirable de bondad pura. Un obispo, de nombre Bienvenido, recibe en su casa, de noche, a un ex presidiario, Jean Valjean, que le pide posada. Éste, insensible ante su actitud acogedora, le roba, antes de marcharse, unos cubiertos de plata. Poco después regresa acompañado de tres guardias. El obispo finge que le había regalado esos cubiertos, así como dos candelabros, que él se olvidó de llevar consigo. En consecuencia, los guardias lo dejan en libertad. Al quedarse solo con él, el obispo le dice en voz baja: “No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado”. “Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal sino al bien. Yo compro vuestra alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios” (2).

Estos episodios nos sumergen en dos situaciones que alumbran sendos valores: la fidelidad y la bondad. Empezamos a entrever que el camino real para descubrir los valores es la experiencia. Ahora veremos cómo ha de ser esta experiencia para que resulte fecunda.

I. La experiencia y el conocimiento de los valores

En principio, los valores nos impresionan, porque aparecen rodeados de una aureola de prestigio. Luego nos apelan, nos instan a realizarlos, nos invitan enérgicamente a convertirlos en un principio interno de actuación. Ya sabemos que los valores no sólo existen; se hacen valer. No son una mera idea. Son ideas propulsoras y orientadoras de nuestra conducta. Por eso debemos conocerlas muy bien. Esforzarse en adquirir este conocimiento es la gran labor iniciada por Sócrates y Platón. Gracias a ellos sabemos que, al decir, convencidos: “El bien hay que hacerlo siempre; el mal, nunca... La justicia hay que practicarla siempre; la injusticia, nunca”, las ideas de bien y de justicia son algo muy real, por ser muy eficiente y valioso. Son la fuente de una conducta bondadosa y justa. De ahí se deriva su gran poder para inspirar nuestra actividad.

Los conceptos que movilizamos desde niños iluminan nuestra mente y nos permiten expresarnos con sentido, sin que sepamos dar una definición precisa de los mismos. Cuando, de niño, me levantaba y abría la ventana que daba a la ría de Ferrol, veía a veces el mar tranquilo como un lago y surcado por veleros y lanchas, y me decía: “Qué bonita está hoy la ría!” Tenía razón al atribuir el concepto de belleza a la ría, pero, si me hubieran preguntado qué es la belleza, no hubiera sabido contestar. Estaba seguro de que la ría era bella, pero no hubiera podido demostrarlo mediante una exposición precisa de las características de la belleza. Lo decisivo era que me sentía inmerso en el reino de la belleza.

A diario pronunciamos y oímos palabras muy significativas cuyo sentido preciso apenas conocemos pero nos iluminan la mente, pues abren en ella espacios de comprensión de cuanto existe. Si movilizamos, luego, nuestra capacidad de intuición y reflexión, vamos poco a poco penetrando en su secreto, viviendo de su riqueza interna como de un tesoro escondido. Pensemos en términos como belleza, bondad, relación, encuentro, ideal, unidad, justicia, valor...

Los valores se nos revelan a través del lenguaje que nos viene transmitido por nuestros mayores, en los que solemos confiar. Si respondemos a esa primera manifestación y apelación de los valores, realizándolos en nuestra vida, vamos conociendo más y más su sentido y su alcance. Supongamos que leo un poema y adquiero una primera idea de su valor. Esta idea se hace más clara y profunda si aprendo el poema de memoria y lo declamo una y otra vez hasta que tenga la impresión de que todas sus cualidades resaltan y quedan a plena luz. La experiencia del poema es el campo de luz en que reluce el valor del mismo. Podemos afirmar que los valores se alumbran en experiencias de participación, experiencias creadoras en las cuales los valores ejercen el papel de principio interno de actuación. Nuestro conocimiento es entonces genético: conocemos algo como si lo estuviéramos gestando por primera vez.

El conocimiento de la función que ejercen los valores

Este conocimiento de los valores se hace todavía más profundo y radical cuando descubrimos la función que están llamados a ejercer en nuestra vida. Y como, según la ciencia actual, la vida de los seres humanos se realiza y perfecciona a través de diversas formas de encuentro, para conocer de verdad los valores hemos de investigar la función que ejercen en los acontecimientos de encuentro. Entonces los vemos en su raíz, en lo que constituye su razón de ser, la fuente misma de su relevancia.

Figurémonos que deseamos conocer a fondo el valor del acogimiento, al que cada día se concede mayor importancia. ¿Cómo experimentamos la relevancia de este valor? Viendo el papel que desempeña en nuestra vida desde el principio. Hoy afirman los biólogos y los pediatras más destacados que lo que más necesita un niño al nacer es ser bien acogido. Los seres humanos nacemos prematuramente, muy a medio gestar en el aspecto inmunológico, enzimático y neurológico. Este anticipo de un año fue determinado por el Creador (y, derivadamente, por la Naturaleza) para que el bebé acabe de troquelar su ser fisiológico y psicológico en relación con el entorno. Su entorno es en primer lugar la madre, luego el padre y los hermanos mayores. Esa relación troquela debidamente el ser del niño si es una relación acogedora, tierna, amorosa, ya que ésta suscita en su interior un sentimiento de confianza en el entorno, que será a lo largo de la vida una de las condiciones del encuentro.

Al ver la función que desempeña el valor del acogimiento al inicio del desarrollo humano, nos hacemos cargo de su verdadera significación y relevancia a lo largo de toda la vida.

No basta, pues, hablar de cada uno de los valores, describir su sentido, resaltar su importancia. Debemos ver la eficacia que muestran en el proceso de configuración de nuestra personalidad. Esta configuración tiene lugar, sobre todo, en la fundación de relaciones de encuentro. Para encontrarnos -es decir, para crear un estado de comprensión, ayuda, amor y enriquecimiento espiritual mutuo- debemos adoptar una actitud de generosidad, veracidad, confianza, fidelidad, paciencia, cordialidad, comunicación cordial, participación en tareas nobles... Estas y otras actitudes afines encierran un gran valor porque hacen posible el encuentro, y, con él, nuestro desarrollo personal. Son “valores”. Es valioso todo aquello que contribuye a perfeccionarnos. Por el hecho de estar dispuestos al encuentro descubrimos ya una serie de valores, que, al asumirlos como criterios de conducta, reducen el nombre de virtudes.

Si practicamos estas virtudes -con los valores que implican- y tenemos la suerte de hallar otra persona que haga lo mismo, vivimos una experiencia auténtica de encuentro. Entonces experimentamos sus frutos: energía interior, alegría, entusiasmo y felicidad, sentimiento de plenitud que se manifiesta en una forma indefinible de paz y amparo interiores, así como en gozo festivo, es decir, júbilo. Al experimentar estos frutos –que entrañan otros tantos valores-, nos damos cuenta -sentimos verdaderamente- que en la vida humana no hay un valor superior al encuentro, o dicho más en general, al hecho de crear modos elevados de unidad. Acabamos de descubrir el valor supremo, el que da sentido a todos los demás y los sostiene, como una clave de bóveda: el ideal de la unidad.

En este momento, el nombre de los valores antedichos suscita en nosotros una especial vibración, pues ya sabemos la altísima función que ejercen en nuestra vida. En un debate televisivo, varias personas me reprocharon que defendiese la fidelidad matrimonial. “¿Por qué te empeñas –me decían- en obligar a las gentes a aguantar durante toda la vida?” -“Pero si no se trata de aguantar, les respondí yo; aguantar es propio de muros y columnas. Los seres humanos estamos llamados a algo superior, que es ser fieles, es decir, crear en cada momento la forma de vida que, en un determinado momento, prometimos crear. Lo que importa es vivir el amor con autenticidad en cada momento. Entonces el amor perdura de por sí, como dura un buen paño. No debemos pensar en lo duro que es prometer para toda la vida. Debemos prometer esforzarnos en dar al amor una alta calidad cada día. Con ello tenemos garantía de que el amor perdure, naturalmente con las modalidades propias de cada edad”.

No bien terminé de hablar, otro participante replicó con tono airado: “Pero ¿por qué ponéis algunos tanto interés en defender la fidelidad matrimonial? Dejad que cada uno haga lo que desee...”. “Es obvio, le contesté, que yo no dispongo de mando para obligar a nadie a asumir ciertos valores. Además, no tiene sentido coaccionar a alguien para que realice los valores porque los valores no se imponen; atraen, que es bien distinto. Por eso la labor de los pedagogos es acercar a las gentes al área de irradiación de los valores. El resto lo hace el valor mismo, que es imponente por su eficacia, pero no se impone, invita a las gentes a que lo realicen, y, de esta forma, se realicen plenamente como personas. Si me preguntan, pues, por qué defiendo la fidelidad –y lo mismo diría de la cordialidad, o la piedad o la justicia...- contestaré sencillamente: porque es un valor, y nos permite encontrarnos, y conseguir, así, una vida lograda”. No se trata de imponer los valores, sino de descubrir la función que realizan en nuestra vida y dejar al descubierto toda su relevancia.

Lo que son los valores y la razón por la cual debemos asumirlos activamente en la vida sólo podemos determinarlo al observar de cerca cómo se desarrolla nuestra personalidad. Será el tema del artículo siguiente.

Este desarrollo tiene dos momentos decisivos: 1º) cuando descubrimos lo que significa, en sentido estricto, encontrarse y cuál es el ideal verdadero de nuestra vida (niveles 2 y 3); 2º) cuando optamos incondicionalmente por este ideal –el ideal de la unidad- y orientamos toda la vida hacia él (nivel 3).


Para favorecer la lectura de este trabajo ofrezco una síntesis de lo que significan los tres primeros niveles positivos (3).

Nivel 1

a) Realidades a las que se refiere: las cosas u objetos, vistos como realidades cerradas en cuanto no nos ofrecen posibilidades para realizar ninguna actividad. Por ejemplo, una serie de paquetes que debo almacenar en mi despacho no son para mí, de momento, sino bultos que presentan ciertas dimensiones y un peso determinado.

b) Actitudes humanas que suscita: posesión, dominio, manejo y disfrute. Amontonar personas en un vagón de tren, como si fueran paquetes, significa manejarlas con prepotencia para que se sientan envilecidas. Este tipo de manejo implica un reduccionismo injusto, pues se rebaja a unas personas –pertenecientes al nivel 2- al nivel 1, propio de los meros objetos.

Nivel 2

a) Realidades a las que se refiere: las realidades abiertas, en cuanto nos ofrecen posibilidades para realizar diversas actividades. Ejemplos: Un tablero de ajedrez; una partitura musical; el cuerpo humano visto como expresión viva de la persona; una palabra, en cuanto expresiva de un contenido; una persona, una institución...

b) Actitudes humanas que suscita: respeto, estima y colaboración. Las tres condiciones resaltan en todo acontecimiento de encuentro, como es cantar en común, dialogar, declamar un poema... Estas actitudes dan pleno sentido a las realidades y actividades propias del nivel 1: Al cantar, por ejemplo, tienen lugar una serie de fenómenos físicos y fisiológicos que pertenecen al nivel 1 y son estudiados por los científicos con el método propio de la ciencia. Al ser asumidos en el nivel 2, sirven de base a un acontecimiento estético, regido por las normas del arte.

Nivel 3

a) Realidades a las que se refiere: los grandes valores -unidad, verdad, bondad, justicia, belleza-.

b) Actitudes humanas que suscita: respeto, estima y voluntad incondicional de responder positivamente a la apelación de tales valores. Esta actitud garantiza la estabilidad de las actitudes propias del nivel 2. Si cantamos con la debida sensibilidad estética, movilizamos diversos fenómenos propios del nivel 1, nos elevamos a la actividad estética propia del nivel 2 y actuamos inspirados por el valor de la belleza (nivel 3). Queda patente que los diversos niveles tienen sus características propias, pero pueden ser integrados, y es entonces cuando muestran su plenitud de sentido.


Notas al pie:

1. Cf. Anthony de Mello: La oración de la rana, Sal Terrae, Cantabria 1989, p. 201.
2. Cf. O. cit.,Círculo de Lectores, Barcelona 1967, p. 114
3. Una exposición amplia de los cuatro niveles positivos y los cuatro negativos puede verse en mi obra Descubrir la grandeza de la vida, Desclée de Brouwer, Bilbao 2009.



Analisis Digital
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