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06/03/2009
Francesc Torralba Roselló
¿Un solo mundo?
Abundan las reflexiones acerca de las implicaciones económicas y sociales de la globalización, pero apenas disponemos de estudios serios que analicen el significado moral de la misma
Numerosos acuerdos políticos que afectan al entorno natural y acciones efectuadas en el mercado financiero de un determinado territorio nacional comportan cada vez con mayor frecuencia daños y perjuicios muy significativos para personas que habitan fuera de ese territorio y que no han tenido la menor oportunidad de participar en el proceso de toma de decisiones.
Dicho llano y lisamente: las consecuencias de lo local se globalizan. Ya sean para bien o para mal. Lo que ocurre en un pequeño territorio del mundo afecta a la globalidad. La imposición transnacional de riesgos, fruto del incremento de la interdependencia de todas las partes del planeta, representa un poderoso argumento a favor de un cambio de enfoque en las ciencias sociales a la hora de abordar problemas estructurales de nuestra época.
También exige una ética global, una ética a la altura del siglo XXI. Muy a menudo, uno tiene la impresión que el discurso ético no asume la globalización del mundo y persiste en códigos y formas que pertenecen al siglo XIX. No se puede prescribir unos deberes en un lugar del mundo e instalarse en el relativismo en otra.
Los estudios sociales han ido adoptando poco a poco, lo que Ulrich Beck denomina una cierta mirada cosmopolita y ya casi nadie levanta la ceja ante la afirmación de que, por ejemplo, los siniestros ecológicos no constituyen una cuestión de estricta política interna, sino más bien riesgos que atañen a la humanidad entera. También el discurso ético se ha sumado a esta nueva mirada.
En los dos últimos lustros, se ha ido avanzando en la conciencia de que todos habitamos y conformamos un solo mundo, pero lo cierto es que abundan las reflexiones acerca de las implicaciones económicas y sociales de la globalización, pero apenas disponemos de estudios serios que analicen el significado moral de la misma.
En este campo, destaca la obra del polémico pensador Peter Singer, Un solo mundo (2003). Más allá del contenido material de sus tesis, el filósofo australiano pone de relieve la necesidad de pensar globalmente, de superar la miopía provinciana y plantear imperativos creíbles para todos. En definitiva, considera que la adopción de una perspectiva centrada en los límites de cada Estado y en el estricto interés nacional no es la forma más apropiada de plantear los problemas y desafíos de nuestro mundo, pues cada una de las sociedades que lo integran se ha convertido en vecino inmediato de las otras y las oscilaciones, sacudidas y sobresaltos producidos en una parte del planeta se propagan con enorme presteza a las demás partes.
El auténtico reto estriba en salir del ámbito de las sociedades estatales y desplazar el foco de atención hacia la estructura básica de la sociedad global más o menos integrada, sin perder en el camino ni rigor conceptual ni exigencia normativa. Si la globalización implica una creciente incapacidad de la mayoría de los Estados nacionales para gobernar los flujos exógenos que trastocan su propio ciclo económico, es realmente poco sensato que las cuestiones relativas a la justicia distributiva puedan seguir confinadas en el interior de unos Estados cada vez más interdependientes y menos aún que puedan ser planteadas seriamente ignorando las desigualdades existentes entre los países ricos y pobres.
Para enmendar las carencias y dificultades del enfoque tradicional no vale con limitarse, simplemente, a aplicar las viejas teorías a un nuevo problema, como quien echara vino en odres viejos. Como señala la filósofa Martha Nussbaum es necesario cambiar de filosofía. Si los Estados nacionales han sido las unidades básicas sobre las que han pivotado todas las grandes teorías occidentales de la justicia social, ahora, para poder desarrollar un modelo teórico de un mundo más justo en su totalidad se requerirán nuevas estructuras conceptuales.
domingo, 8 de marzo de 2009
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