lunes, 19 de enero de 2009

DUELO POR LA EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS


Duelo por la expulsión de los moriscos
Por Reyes Mate, filósofo e investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas (EL PERIÓDICO, 16/01/09):



En el capítulo 8 de Don Quijote se nos cuenta cómo el caballero libertador de damas cautivas desafía en duelo al vizcaíno, tomado por celoso carcelero. De repente, el narrador interrumpe la historia porque se la ha acabado el texto que le está sirviendo de “inspiración”. Entonces nos damos cuenta de que el relato del hidalgo no es una invención del autor, sino una copia o traducción de un texto ya existente. Como el narrador no quiere dejarnos en vilo, se va a Toledo en busca de papeles viejos por si da con uno que siga la historia. Allí descubre uno, en árabe, que nos cuenta cómo acaba la pelea. Su autor es Cide Hamete Benengeli, nombre poco cristiano.
El gesto de Cervantes es enormemente significativo. Cuando él escribe esa Primera Parte, hace 40 años que Felipe II ha mandado destruir los libros en árabe y ha prohibido hablar algarabía y usar sus trajes y ritos. En el preciso momento en que se incuba la expulsión de los moriscos, él coloca a la lengua proscrita como inspiradora del texto que cuenta las andanzas del celebrado caballero. Con ese gesto no pretende restaurar la cultura que había desaparecido, sino minar las pretensiones hegemónicas del discurso casticista y colocar como seña de identidad de los contemporáneos la memoria de lo olvidado.
En 1609, Felipe III decreta la expulsión de los moriscos. Con ella España se empeña en borrar de su memoria una época histórica en la que lo árabe-musulmán formaba parte de su geografía y, gracias a ello, de la europea. Viendo en televisión imágenes de energúmenos vociferando en árabe o leyendo los clichés sobre el fundamentalismo impenitente del musulmán, nos tiene que resultar incomprensible el prestigio del mundo morisco al que Cervantes rinde memoria. Solemos decir que gracias a los traductores árabes de Toledo o de Nápoles, Occidente recuperó la cultura griega. Es inexacto, porque estos traductores también interpretaban, y lo que Europa aprendió no era lo que decía Aristóteles, sino cómo lo entendían los Avicena, Averroes o el persa al-Farabi. “Los filósofos por excelencia, en el París del siglo XI y XII –dice el historiador Alain de Libera–, eran los árabes, no los griegos”. Ser moderno era ser averroísta. Fueron ellos los que plantearon la necesidad de distinguir entre fe y razón, una distinción sobre la que pudo construirse luego la modernidad ilustrada y laica.
El recuerdo de la expulsión de los moriscos hace 400 años debería dar pie, por un lado, a una reflexión po- lítica sobre nuestra identidad colectiva, construida sobre exclusiones, en este caso, sobre la ausencia de algo que fue tan propio como lo morisco, y, por otro, para revisar los clichés sobre el islam que se ha fabricado Occidente.
Por lo que respecta a la reflexión política, el sociólogo alemán Helmut Dubiel observa un cambio de rumbo en los planteamientos de las identidades colectivas. Se está produciendo, dice, “rechazo gradual de una lectura triunfalista de la historia nacional”. Al conocer lo que la propia historia tiene de negación del otro, se pone en solfa el orgullo nacional, es decir, la satisfacción de pertenecer a una historia con tantos héroes, mártires, banderas e himnos. Aparece entonces un nuevo sujeto político, sensible a una historia construida a base de violencia excluyente. “Son más bien –dice– las culpas compartidas en común a lo largo de su historia las que han creado en los seres humanos un sentido existencial de pertenencia, determinado por sentimientos de culpa reprimidos”. Lo que quiere decir es que el secreto del vínculo común no estaría en la sangre, ni en la tierra, ni en la lengua, ni en la religión, ni en hazañas heroicas, sino en la complicidad silenciosa. Es, desde luego, el caso de la Alemania actual y ese podría ser el ejemplo a seguir. El desafío teórico a los nacionalismos es evidente.
La revisión de los estereotipos culturales que componen nuestro imaginario del “moro” obliga a desechar todos esos discursos que asocian musulmán con fundamentalismo y árabe con medieval o con incapacidad para las ciencias. Ya ha quedado señalado cómo la semilla de una concepción autónoma y laica del mundo la puso el averroísmo. Un ejemplo de la deformación que el Occidente cristiano ha hecho del mundo musul- mán nos lo brinda el destino de Alberto de Colonia. Este sabio, maestro de Tomás de Aquino, que poco quería saber “de lo que sostienen los latinos”, es decir, los maestros cristianos, era en realidad un experto en ciencias árabes. A principio del siglo XX, la Iglesia le hizo santo, san Alberto Magno, para tener un santo patrón de los científicos. El experto en ciencias árabes pasaba a ser el patrón de las ciencias modernas que, según Max Weber, son asunto del genio europeo (”protestante y germánico”). La historia nos desautoriza.
Por sus torpezas y nuestros prejuicios estamos empujando al mundo árabe-islámico al rincón del fundamentalismo. El recuerdo del cuarto centenario de la expulsión de los moriscos podría ser la ocasión para reconocerles lo que les debemos y para levantar acta de lo que hemos perdido con aquella trágica decisión. No hay ninguna razón para la celebración, pero sí para la memoria.

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